Llueven billetes de 5.000 pesetas sobre Madrid: 'Fariña' es teatro en el Matadero
Está el alcalde que necesita dinero negro en vísperas de la campaña. La madre que oyó hablar de una operación carísima en Madrid para hacer andar a su niño enfermo. Está la comisión de fiestas que quiere traer al pueblo a la Orquesta Fume (sus grandes éxitos en directo son parte de la trama sobre las tablas de Matadero). Y está, por supuesto, el contrabandista metido a benefactor que soluciona todos los conflictos —los graves y también los más pequeños— tirando de fajos de billetes. Para los necesitados, para la Guardia Civil, para el conselleiro de la Xunta...
Pero sobre todo en la versión teatral de Fariña está algo que no se puede tocar pero se respira a lo largo de casi dos horas de función: la atmósfera de uno de esos pueblos sin nombre de las Rías Baixas en los 80 y 90, donde se descargan los fardos y a partir de ahí empieza a girar la rueda de la economía circular. Como cantan los cinco actores sobre el escenario: la cena de narcos que cubre al restaurante los gastos del mes y permite que el dueño compre en el bazar y el de éste vaya a la peluquería y el peluquero al concesionario y el del concesionario...
Durante el rap a ritmo de muiñeira, que en realidad es una regueifa —siglos de cantares populares y sátira social a base de estrofas que beben de la tradición oral galaico-portugesa, ¿por qué no iba a dedicarse una al narcotráfico?— pasan, cobrando, junto a la pareja de la Guardia Civil que avisa de las redadas, los transportistas de toda la vida que con la cocaína suben las tarifas y hasta el propierario del banco, que dialoga con el pueblo. “El dinero que me traiga, entra negro y sale blanco”. “Entonces lleva lo que quieras, puedes empezar ahora, hay mucho que blanquear, ve poniendo lavadoras”. [...] “Quién nos lo iba a decir, cuando éramos pescadores, que íbamos a estar ahora viviendo como señores”, atronan las voces del reparto entre gaitas y una lluvia torrencial de billetes de cinco mil pesetas.
“Que mal vai ter se nos da de comer”, resume aquellos años el estribillo compuesto por Novedades Carminha que emerge varias veces entre los números del reparto.
Reprochan los detractores de la obra de Nacho Carretero, autor del libro más vendido sobre el narcotráfico gallego, que el periodista coruñés no descubre nada nuevo. Que todas esas tramas eran más o menos conocidas. No es cierto porque en el ensayo —que ordenó incautar una juez tras la denuncia de un contrabandista agraviado hasta que otro tribunal puso cordura en el pleito— hay investigación propia y un trabajo de varios años. Pero si aun así fuese, que no lo es, ¿qué pecado hay en recopilar aquellos episodios de la historia? En contextualizarlos para contar la época de esos otros años oscuros en la costa gallega, y no porque entrasen más toneladas de droga que ahora, sino porque entonces a los narcos los veneraban los vecinos y los jóvenes que se llevaban el salario de tres meses de sus padres por una noche de descarga, y la política, e incluso el cura del pueblo, que no preguntaba de dónde había salido el dinero para restaurar la capilla.
Fariña es, de momento, un best seller, una exitosa serie de televisión, un cómic y ahora también una obra de teatro que llena por donde pasa. Si las historias estaban ahí para ser contadas, Carretero parece haber dado con la fórmula para triunfar en formatos muy distintos.
Porque la Fariña del teatro, adaptada por el propio periodista y José Luis Prieto, bajo la dirección de Tito Asorey, no es el libro ni tampoco la serie, aunque ambos puedan reconocerse en algunos tramos del espectáculo. No están las persecuciones en lancha, ni Sito Miñanco con la camisa abierta rodeado de mujeres, ni circulan Ferraris por carreteras sin asfaltar.
Cualquier espectador pretencioso que no haya vivido aquella era puede buscar guiños al esperpento de Valle-Inclán, como si las peripecias en la vida real de ese grupo de narcos que se hicieron multimillonarios y alternaron con el poder hasta confundirse con él, no superaran muchas veces a la ficción más deformada.
Junto a los célebres capos de aquellos años, campan por el escenario del Español las madres de la droga sacudiendo las verjas de los pazos —en aquellos Falcon Crest gallegos que todo el mundo imaginaba de donde salían— para destrozar complicidades en ese círculo vicioso. Figuran algunos jueces y fiscales en busca de fama con las gabardinas beiges, sus aterrizajes en helicóptero para detener narcos en pijama y sus portadas de periódicos. Y vuelven las comuniones de los chavales donde se repartía Winston de batea a los invitados en cestitos de mimbre (pareciera que la infancia no queda tan lejos al recordarlo). “Que mal vai ter”.
A mitad del espectáculo emergen incluso las propias drogas travestidas en personajes: la cocaína es una estridente vedette colombiana que compite en el mercado negro con la risa arrastrada de un señor marroquí que interpreta al hachís. Y la negra sombra del caballo que arrasa a una generación entera, como la de la foto del equipo de futbito de Vilanova de Arousa que ganó el torneo de la fiestas patronales y fue desgraciando a casi todos sus integrantes.
Fariña en el teatro es hora y media larga de excesos, carcajadas, bailes regionales y dramas gordísimos, como lo fueron aquellas décadas. Y como entonces, en la obra sobresalen ellas: las actrices María Vázquez y Cris Iglesias bordan todos y cada uno de sus roles. El elenco de actores, Marcos Pereiro, Sergio Zearreta y Xosé Antonio Touriñán (a la vez productor y que esta semana es sustituido por Víctor Duplá) bailan, tocan música en directo y alimentan algunos de esos gags que dejan la sonrisa helada. Galicia tiene 1.498 kilómetros de costa, repiten los protagonistas. “Por aquí entra de todo”. No lo dicen en pasado.
1