Deportado por Trump a un país en el que no había estado nunca: crónica de una muerte anunciada
Antes de ser deportado, Jimmy Aldaoud nunca había puesto un pie en Irak. Nacido hace 41 años en un campo de refugiados griego e hijo de exiliados iraquíes, llegó a Estados Unidos con su familia a través de un programa de reasentamiento de refugiados cuando tenía algo más de un año de edad. Cuando iba a ser expulsado, dijo claramente a los agentes del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) que se lo llevaban que se consideraba culturalmente estadounidense y no sabía nada de Irak.
Aun así, el 4 de junio pasado, fue trasladado forzosamente a la ciudad de Nayaf, ubicada a 175 kilómetros al sur de Bagdad. Apenas llevaba consigo 50 dólares, algo de insulina para su diabetes y la ropa que llevaba puesta. Tres meses después, sus restos han vuelto a Detroit en un ataúd para recibir entierro junto a su madre.
Aldaoud estaba acostumbrado a sobrevivir con lo justo. Durante la mayor parte de su vida adulta había carecido de una vivienda en condiciones y había desempeñado trabajos ocasionales. Cometió una serie de delitos –resistencia a la autoridad, allanamiento de morada, hurto, posesión y consumo de drogas– mientras lidiaba con un cuadro de esquizofrenia y trastorno bipolar. Por este motivo, rara vez se alejaba de las inmediaciones de la casa de sus padres en un suburbio de Detroit (Michigan). Si ya le resultaba difícil vivir en Estados Unidos era evidente que no tendría ni idea de cómo sobrevivir en Irak. Aún así, los funcionarios del ICE lo detuvieron y no le permitieron llamar a su familia antes de deportarlo.
Tal como cuenta el propio Jimmy en el vídeo difundido por su abogado, no hablaba árabe ni tenía familia conocida en Irak. Si la hubiera tenido, asegura, nadie sabía que estaba allí. Al aterrizar en Nayaf estaba ansioso, asustado y confundido, según un oficial de inmigración iraquí que se interesó por su situación y le permitió hacer una llamada por Whatsapp a sus hermanas, advirtiéndoles de su nuevo paradero. A pesar de haber vivido fuera del entorno familiar desde los 16 años –cuando su padre, que padecía adicción al alcohol, lo echó de casa– permanecía en contacto con ellas.
A partir de ahí, sus parientes alertaron a la organización ACLU (American Civil Liberties Union) en el estado de Michigan, cuyos asesores legales se pusieron en contacto con un abogado de la ONG de lucha contra la pobreza Heartland Alliance, entidad que cuenta con una oficina en Bagdad.
El jurista reservó un hotel para Jimmy en Najaf y contactó con otro caldeo (católicos de Mesopotamia) como él, deportado de Michigan en noviembre de 2018, Samir Kada. A diferencia de la mayoría de los otros expulsados, Kada tenía conexiones familiares en Bagdad y pudo obtener documentos de identidad. Dos días después de la llegada de Aldaoud, Kada condujo hasta Najaf para recogerle y ponerle a salvo dándole alojamiento temporal en su domicilio de la capital.
Aldaoud se sentía seguro y confiaba en Kada, según relataron sus hermanas tras diversas conversaciones telefónicas. Sin embargo, a principios de agosto, Kada tuvo que desplazarse a El Cairo por una emergencia médica propia. Al poco de irse, Jimmy cayó gravemente enfermo, por lo que su compatriota organizó telefónicamente su traslado al hospital donde los médicos administraron a Aldaoud una inyección intravenosa y varias vacunas, logrando estabilizarlo. Después de unas horas, le dieron de alta y se fue de vuelta al apartamento. A la mañana siguiente Kada, todavía en Egipto, envió a un vecino a supervisar la casa y este se encontró a Jimmy en el suelo, muerto. Las complicaciones en la diabetes lo mataron, según su abogado, pero para las hermanas del iraquí los culpables de su muerte fueron otros: el ICE y la administración Trump.
Aldaoud será enterrado junto a su madre en Detroit, donde vive la mayoría de la comunidad de iraquíes caldeos.
Campaña de deportaciones contra iraquíes
Este caso ha sido el más sonado de entre las muchas personas que han sido deportadas como resultado de la campaña de expulsiones puesta en marcha por el ICE contra las comunidades iraquíes, que según las organizaciones de derechos humanos pone en peligro a los deportados de una forma imprudente. En el caso particular de Jimmy, su enfermedad mental, su desconocimiento del idioma local y su carencia de contactos personales, así como su diabetes –la causa probable de su prematura muerte– lo convertían, recuerdan, en un individuo especialmente vulnerable.
Desde la invasión estadounidense de Irak en 2003 hasta 2017 –en el que Donald Trump fue elegido presidente de EEUU–, el Gobierno iraquí se negó a repatriar a sus nacionales exiliados aduciendo razones logísticas, políticas o humanitarias. Bajo la presidencia de Barack Obama, tanto el ICE como el Departamento de Estado intentaron, en vano, convencer a Bagdad de que cooperara en el proceso de deportación. Llegó Trump y aumentó la presión.
Primero, comenzó con la prohibición de viajar. En enero de 2017, una semana después de su toma de posesión, el presidente firmó una orden ejecutiva que prohibía la entrada a los Estados Unidos de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana, Irak entre ellos. Esta vez la Casa Blanca ofreció un aliciente al Gobierno iraquí. Si este accedía a aceptar a los deportados, la Administración levantaría las sanciones de viaje y otras restricciones sobre los funcionarios de Bagdad.
En marzo de 2017, después de que un tribunal federal anulara la primera orden ejecutiva de expulsiones, el presidente firmó una nueva, ahora sí con Irak eliminado de la lista. Posteriormente, en abril, el ICE deportó a los ocho primeros residentes nacidos en ese país, quienes sirvieron como precedente para expulsar a otros 1.400. Ese verano, el ICE detuvo a unos 350 iraquíes en el área metropolitana de Detroit, la mayoría residentes que llegaron a América como refugiados hace décadas, pero que, antes de obtener la ciudadanía, cometieron delitos que los hicieron deportables bajo la legislación estadounidense.
Los detenidos de Michigan eran mayoritariamente caldeos (católicos de Mesopotamia), históricamente perseguidos en Irak. Paradójicamente, durante su campaña electoral tanto Trump como su vicepresidente Mike Pence –que alardea de ser un ferviente evangélico– se comprometieron a ayudar a los cristianos amenazados de Oriente Medio, pero a pesar de que el presidente ha promulgado la 'Ley para combatir el genocidio en Siria e Irak', el apoyo a las comunidades cristianas en ambos países ha sido meramente retórico. Dados los antecedentes de violencia en la región, los defensores de los migrantes recuerdan que deportar a católicos caldeos a una zona como Nayaf, de mayoría chií, es condenarlos a un probable futuro de persecuciones.
La invasión de Irak en 2003, el surgimiento del ISIS en 2014 y la multiplicación de milicias insurgentes han provocado que más del 80% de los cristianos haya huido del país o hayan sido asesinados según el informe publicado la primavera pasada por el Obispo de Truro (Reino Unido) a petición del exministro británico de Exteriores, Jeremy Hunt. Por lo tanto, además de temer el destierro de sus seres queridos, muchos miembros de la comunidad caldea de Michigan están convencidos de que la deportación a Irak les llevará a su tortura o asesinato.
Distintas organizaciones de la sociedad civil en Estados Unidos presionan a la administración Trump para que impulse un proyecto de ley según el cual las deportaciones pendientes de iraquíes cristianos - varios cientos- se aplazarían durante un periodo de dos años hasta que la situación mejorase en el país. Algo similar a lo que sucede con los liberianos. Tras un decreto presidencial firmado por Trump, se autorizó lo que se llama la “salida forzosa diferida” según la cual se pospone durante año la deportación de los residentes con esta nacionalidad por la convulsa situación en el país.
Belkis Wille, investigadora principal de Human Rights Watch para Yemen e Irak, ha constatado que la deportación de Aldaoud –particularmente a Nayaf, debido a cuestiones de índole étnica y religiosa– fue especialmente peligrosa teniendo en cuenta que nunca se le proporcionaron los documentos de identidad necesarios para moverse por el país. Este constituye un problema común para deportados y también para desplazados internos, tal como ha documentado la ONG de derechos humanos.
Dada la existencia de puestos de control militar en todas las ciudades y pueblos de Irak, la carencia de documentación, así como de apoyo familiar y habilidades lingüísticas, hacen que los deportados sean extremadamente vulnerables a la detención, el maltrato, e incluso a la muerte. Como le ocurrió a Jimmy Aldaoud.