Caña de azúcar: la hierba de la miseria
Cada mes de noviembre, cuando las lluvias del monzón comienzan a arreciar, Bua Lai vuelve a afilar su machete y se prepara para pasar los cinco meses siguientes dando golpes a los gruesos tallos de la caña de azúcar. Como ella, aproximadamente un millón de jornaleros barrerán los campos de Tailandia, el segundo exportador mundial de azúcar, para recoger el dulce jugo que acabará en las mesas de medio mundo.
La caña se ha convertido durante los últimos años en la principal fuente de azúcar en el mundo y cerca de un 90 por ciento de la producción mundial procede de esta hierba de grandes dimensiones. La mayoría se planta en países en desarrollo como la India, Brasil o la propia Tailandia, donde las leyes laborales y medioambientales son más laxas. Muchos la conocen como la hierba de la miseria, porque ahí donde se cultiva, las comunidades entran en un círculo de pobreza generado por las pésimas condiciones laborales y los fuertes impactos medioambientales que lleva consigo esta planta.
Tailandia es un buen ejemplo de ello. La zona azucarera se concentra en la región nordeste, conocida como Isaan, una de las más pobres del país. Allí vive Bua Lai, una mujer menuda con la tez tostada por el sol y las manos llenas de heridas, que comenzó a cortar caña hace diez años, cuando a su marido le detectaron un cáncer de huesos y tuvo que dejar el trabajo. A sus 56 años, aún maneja el machete con presteza, pero se incorpora continuamente para dar un pequeño respiro a sus riñones. “A veces no quiero venir. Me duele todo, pero lo hago porque necesito el dinero”. La mayoría de los días, Bua Lai ni siquiera consigue ganar el salario mínimo de 300 baths (unos 8 euros) diarios estipulado por el Gobierno. Sin embargo, como buena parte de los jornaleros de este sector en medio mundo, ella cobra al peso por la caña que consigue cortar cada día. “Cuando la caña es fácil de cortar no hay mucho problema, pero les da igual si te encuentras con tallos más duros. No te pagan más”. Junto a ella, sus hijos han trabajado en los campos desde que tenían diez años. No querían estudiar y el dinero escaseaba, así que se unieron al grupo de trabajo de su madre.
Los vecinos de Bua Lai recuerdan la expansión del azúcar en los años 80 con amargura. “La vida cambió desde que la caña de azúcar llegó a la región. La gente ya no tiene tiempo libre, están todo el día cuidando los cañaverales. Ya no se conocen, no se saludan”, asegura Phan Chantalat, un hombre de 65 años ya jubilado que empezó a plantar caña en 1983. El Gobierno impulsó entonces el sector y las nuevas fábricas, que tienen que situarse cerca de los campos para procesar cuanto antes los tallos, ofrecieron suculentas ventajas para incitar a los agricultores. Pero, al mismo tiempo, la ley les obligó a firmar contratos por los que, si no llegaban al cupo establecido, debían pagar una multa; si no tenían cómo pagarla, los agricultores terminaban por ceder sus tierras a las fábricas. Y así fue como las fábricas del sector se convirtieron en las propietarias de la mayor parte del suelo en la región, mientras los antiguos pequeños propietarios, hoy convertidos en jornaleros sin tierra, viven más al límite que nunca.
Los cañaverales brasileños
En Brasil, el principal productor y exportador de caña de azúcar en el mundo, la mecanización nunca llegó a los cañaverales; es más rentable la mano de obra barata. Los jornaleros, que cobran al peso, deben trabajar extenuantes jornadas para conseguir salarios de alrededor de 800 reales (menos de 300 euros). Viven en pésimas condiciones de seguridad e higiene y, a menudo, mal alimentados. Las crónicas relatan cómo, a veces, consumen drogas, como crack o marihuana, para soportar la dureza del trabajo.
Es un secreto a voces: cada año, los informes del propio Ministerio de Trabajo revelan que las plantaciones de azúcar emplean a buena parte de los 25.000 trabajadores que, según los cálculos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), trabajan en Brasil en condiciones análogas a la esclavitud. Sólo en 2009, casi 2.000 trabajadores fueron liberados en los cañaverales del país. Se sabe también que la esclavitud y la pobreza tienen color en Brasil: según datos oficiales, tres de cada cuatro trabajadores sometidos a régimen análogo a la esclavitud son negros o mulatos.
“Los trabajadores temporales –los jornaleros– viven sin derecho al agua, comida y alojamientos recientes, humillados, sin poder volver para casa”, señala el periodista Leonardo Sakamoto, fundador de la organización Repórter Brasil. A menudo son migrantes, a los que se trajo desde sus lugares de origen por medio de engaños sobre las condiciones de trabajo, y que, una vez en el lugar de destino, deben pagar la deuda del viaje y comprar la comida a su explotador. El círculo se cierra sobre ellos: bajo ciertas condiciones, es muy fácil transformar el sistema salarial en una eficaz forma de esclavitud moderna, mucho más lucrativa, por cierto, que esa antigua esclavitud colonial en la que el propietario debía mantener al esclavo durante los 365 días del año. Ahora, el bracero, acabados los meses de cosecha, es sistemáticamente abandonado a su suerte. Y si es 'rescatado' por las autoridades estatales, se encontrará devuelto al abandono, por lo que, muy probablemente, volverá al mismo círculo vicioso la próxima cosecha.
Brasil o Tailandia no son, ni mucho menos, una excepción. Algo muy similar ocurre en la República Dominicana, donde se refieren a cortar caña como “trabajo de haitiano”, o en Filipinas, donde en las haciendas el trabajador aún está anclado a la tierra. De America a Asia, se ve una constante: el trabajo esclavo avanza en paralelo a los procesos de acaparamiento de tierras, la proletarización de los pequeños campesinos y la expansión del latifundio, que, en el caso de la caña, agota rápidamente la tierra y la deja inerte. Por eso dice Sakamoto que las nuevas formas de esclavitud “son fruto del capitalismo: no son enfermedad, sino síntoma del sistema”.