El increíble presupuesto menguante de la eurozona
Hace 18 meses, en un discurso en la Sorbona que delineaba su agenda para Europa, el flamante presidente francés Emmanuel Macron proponía un presupuesto fuerte para la zona euro. Además de reformas nacionales para la convergencia y la estabilidad, se necesitaba una coordinación de las políticas económicas y un presupuesto común. La reducción de las divergencias y el desarrollo de bienes comunes requerían financiación. Hacía falta más inversión y medios de estabilización frente a choques económicos, ya que un Estado no puede hacer frente a una crisis si no decide su propia política monetaria. Los recursos para este presupuesto debían reflejar esta ambición, posiblemente asignándole la recaudación de nuevos impuestos digitales, o incluso el impuesto de sociedades una vez armonizado entre los países de la Unión.
En comparación con esto, las conclusiones de la cumbre del euro el viernes pasado no pueden ser más descafeinadas: “Tomamos nota del amplio acuerdo alcanzado por el Eurogrupo sobre... un instrumento presupuestario de convergencia y competitividad para la zona del euro, y para los países del mecanismo de tipos de cambio II con carácter voluntario”.
Convergencia y competitividad
Obsérvese cómo no hay mención de la inversión ni de la estabilización. El presupuesto del euro es ahora un instrumento de convergencia y competitividad, que según Macron ya eran el objetivo de los programas nacionales de reformas y no necesitaban del presupuesto del euro. De hecho, como parte de las discusiones sobre el marco financiero plurianual (vulgo: presupuesto) de la unión europea para el septenio 2021-2027, ya se contempla que parte de los fondos de cohesión estén dirigidos a financiar reformas. También se discute que el acceso a los fondos estructurales esté condicionado al respeto a los valores europeos o al cumplimiento de los acuerdos presupuestarios y las reformas recomendadas por la Comisión Europea. Y así, todos y cada uno de los instrumentos financieros de la unión europea se van alineando con los objetivos de reformas estructurales y fomento de la competitividad.
Y es que la idea de políticas de estabilización del ciclo económico son anatema para gran parte de los países miembros, sobre todo los más pequeños y los del norte. Hasta tal punto es así, que los partidarios de un presupuesto con una función de estabilización contracíclica hace ya meses que decidieron abogar por la “convergencia de ciclos económicos”. Por si este intento de colar lo contracíclico a través de la convergencia no fuese suficientemente evidente, el Comisario Europeo de asuntos económicos y monetarios Pierre Moscovici no pudo aguantar la tentación de desvelarlo en su reacción al eurogrupo de hace tres meses:
Cuando te van ganando la partida diplomática no es buena idea meter el dedo en la llaga de qué palabras gustan o no a tus oponentes. Y así, en los tres meses desde el exabrupto de Moscovici, incluso la convergencia del ciclo económico se ha caído de los acuerdos del eurogrupo.
Cómo es posible que se haya llegado a este punto? Hasta cierto punto, la culpa es de los países grandes del sur, en particular Francia y España, que no han sabido, no han querido, o no han podido defender sus intereses de manera efectiva.
Macron desconoce cómo funciona la UE
Comencemos por Francia. Sólo tres meses después del discurso de la Sorbona, cuando el gobierno de Macron aún se las prometía muy felices sobre la reforma del euro, el ministro francés de economía y hacienda Bruno Le Maire confirmaba en declaraciones a Politico que la estrategia de Francia era primero ponerse de acuerdo con Alemania, luego discutir el acuerdo con Italia y España, y finalmente los otros quince Estados miembros del euro deben aceptarlo.
El problema de Macron y Le Maire es que la Unión Europea ya no funciona así. Como resultado del Brexit, los Países Bajos - el quinto país del euro y primero de los quince que según Le Maire deben plegarse a los designios del eje Franco-Alemán - ha perdido su principal aliado para defender una visión mercantilista y competitiva de la unión europea. Así, el primer ministro Mark Rutte y su ministro de Hacienda Wopke Hoekstra se pusieron manos a la obra y armaron una coalición de siete países pequeños y medianos opuestos a los planes de Macron. Con tan mala pata que Angela Merkel tardó seis meses en formar una coalición de gobierno, más o menos entre el discurso de Macron y la indiscreción de Moscovici. Y mientras Francia esperaba pacientemente a Alemania, Rutte y Hoekstra desvelaron su “Nueva Liga Hanseática” opuesta a cualquier presupuesto contracíclico para la zona euro. Para la cumbre del euro de hace un año, mientras Francia y Alemania por fin cerraban un acuerdo en la cumbre bilateral de Meseberg, la coalición liderada por los Países Bajos ya había aumentado a nada menos que doce países. A circo de Bruno Le Maire le habían crecido los enanos.
Y mientras tanto, España, ¿qué? Mariano Rajoy estaba gastando su capital político en colocar a Luis de Guindos de vicepresidente del Banco Central Europeo. Su gobierno hizo una propuesta meritoria sobre la profundización de la unión bancaria y la garantía de depósitos común, pero a pesar del consenso en el país sobre la necesidad de un presupuesto contracíclico para el euro e incluso de eurobonos, España prefirió dejar de lado esas aspiraciones y centrarse en una propuesta técnica. El gobierno de Pedro Sánchez todavía estaba en rodaje cuando la cumbre del euro de junio del año pasado, en la que entre el acuerdo Franco-Alemán de Meseberg y la oposición de los doce liderados por los Países Bajos el presupuesto del euro se quedó en agua de borrajas. Pero todavía había perspectivas de conseguir un presupuesto con función estabilizadora - perdón, de convergencia de ciclos - y que financiase la inversión.
La ambición de Pedro Sánchez se quedó en nada
Para cuando llegó el eurogrupo de hace dos semanas, España se había convertido en el principal aliado de la Comisión Europea para sacar adelante un presupuesto estabilizador del euro que financiase inversiones. Esto es así porque Francia se veía obligada a defender el acuerdo de Meseberg con Alemania, no ya las propuestas originales de Macron en la Sorbona. La ministra española de Economía Nadia Calviño en los márgenes del eurogrupo, y Pedro Sánchez en la cumbre mediterránea de Malta el fin de semana pasado, habían hecho declaraciones combativas. España quería un instrumento presupuestario con valor añadido, que no duplicase herramientas existentes que ya financian las reformas estructurales, que financiase inversiones, y que tuviese al menos una componente contracíclica, si acaso moderando los requisitos de cofinanciación nacional atendiendo al ciclo económico. Sánchez prometió ir más allá de lo acordado por el eurogupo y defender la capacidad estabilizadora del instrumento presupuestario. Pero, distraído con su papel de negociador oficioso del reparto de cargos para los próximos cinco años, la ambición anunciada se quedó en nada.
En estas condiciones, más de un analista europeo ha sugerido que sería mejor no acordar finalmente ningún presupuesto del euro que aceptar el compromiso al que parece que se va a llegar. Tanto Pierre Moscovici como Nadia Calviño ya han sugerido la posibilidad de dejar el instrumento de convergencia y competitividad como lo quieren los hanseáticos, y abogar por otro presupuesto distinto explícitamente contracíclico. El problema de esa estrategia es que, una vez que haya un presupuesto susodicho “del euro”, aunque no valga para nada, a la propuesta de otro presupuesto estabilizador se podrá responder “para qué queréis otro presupuesto del euro si ya os hemos dado uno?”. Lo mejor que puede hacer España es este momento es matar el instrumento presupuestario de convergencia y competitividad (BICC en sus siglas en inglés) y trabajar por un presupuesto explícitamente contracíclico. Y si Francia sigue ensimismada en el eje Franco-Alemán, España debe aprender de los Países Bajos, y trabajar para armar coaliciones amplias de países medianos para defender sus intereses.