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Listas negras y tasa google: los países de la Unión le pegan un tiro en el pie al proyecto europeo

Edificio Berlaymont, Sede de la Comisión Europea, Bruselas.

Paloma López / Pedro Chaves Giraldo

En dos semanas los países de la Unión han sumado decepción a la decepción y le han echado una mano impagable a la extrema derecha antieuropea. Como diría aquel: con amigos así, ¿para qué necesitamos enemigos?

En estos días se conoció que el Consejo había rechazado la lista de la Comisión Europea sobre terceros países de riesgo en la lucha contra el lavado de dinero y el financiamiento al terrorismo. Esa lista, realizada según una nueva metodología basada en expertos independientes, había colocado en su lugar a Arabia Saudí: en la lista negra de países. Es decir, se trata de un estado que no controla suficientemente la financiación del terrorismo o el lavado de dinero. Nada que no se sepa, pero por primera vez la Unión, a través de la Comisión Europea, reflejaba esta evidencia de una manera clara.

La inclusión en esa lista negra no es que reporte severas restricciones económicas o sanciones de algún tipo. Se trata, más bien, de una condena moral que afecta a la reputación del país y que limita su capacidad de acción, puesto que exige a los bancos europeos que negocien con entidades saudíes, determinado tipo de controles.

Pues bien, el Consejo decidió rechazar la propuesta de la Comisión y negó a esta los poderes para liberarse de la tutela de los países en la elaboración de esta lista para el futuro próximo. Todo un “golpe institucional” con el objetivo de preservar los intereses económicos de algunos estados y no molestar al buen amigo saudí. En este punto, el gobierno alemán parece haberse empeñado con particular intensidad. Pero para que una noticia mala quede inmediatamente olvidada no hay nada mejor que poner en circulación una noticia peor.

Pues bien, este pasado 12 de marzo, el ECOFIN (en el argot, la reunión de los ministros de Economía y Finanzas de la Unión) ha decidido dejar en un cajón la llamada “Tasa Google”, una modesta propuesta cuyo objetivo no iba mucho más allá de llamar la atención sobre el desequilibrio entre la fiscalidad de las empresas digitales y las empresas de la economía clásica. La medida proponía grabar con una tasa de un 3% a aquellas empresas digitales que operaban en Europa con volúmenes de negocio global por encima de los 750 millones de euros, de los cuales al menos 50 millones deberían facturarse en Europa.

La pregunta a la que se quiere responder gira en torno a la modalidad de reparto entre los distintos países de la potestad tributaria para someter a gravamen las rentas generadas por actividades transfronterizas en la era digital. Se reconoce, asimismo, el valor de los datos, particularmente de los personales, en la creación de valor en la nueva economía digitalizada. Los datos son la verdadera materia prima que impulsa la nueva economía y que se encuentra ya ampliamente ramificada y diversificada. En algunos casos, el aprovechamiento de esos datos raya, directamente, con la ilegalidad. O, en otros —recordemos el caso de Cambridge Analytica— se hace un uso espúreo con una clara finalidad política, siempre al servicio de las clases dominantes y de las viejas o nuevas élites políticas.

Tanto Estados Unidos como 16 de las principales empresas del sector hicieron una campaña de lobby tan intensa como agresiva con el fin de enterrar la modesta medida propuesta por la Comisión y apoyada por el Parlamento. Y a la misma se han opuesto cuatro países europeos (Irlanda, Suecia, Dinamarca y Finlandia) que han hecho, finalmente, fracasar la iniciativa.

Todo se fía ahora a que en el marco de la OCDE pueda consensuarse una regulación a partir del año 2020. Esto parece algo teóricamente posible y alcanzable, pero la actual administración Trump sigue confrontándose a esta posibilidad y su rechazo puede impedir un acuerdo global y seguir dejando las cosas como están.

La idea de que los países pueden, por sí solos, hacer frente a esta situación, resulta muy inconsistente. Dada la fluidez de la nueva economía, cualquier intento de acometer medidas fiscales por parte de los países sin negociación y colaboración con otros socios se antoja entre voluntarista y suicida. Por eso las propuestas de soberanismo económico y fiscal pueden parecer bien intencionadas pero tienen un recorrido muy corto.

Por eso, llama tanto la atención la oposición de algunos países a utilizar el marco regulador de la Unión Europea para propiciar, en un caso, un control exigente e imprescindible sobre los flujos financieros con el fin de garantizar una fiscalidad razonable —ni siquiera diremos justa— y una lucha efectiva contra la criminalidad fiscal; y en el otro la UE podía instituirse como una economía que empujara a un acuerdo global que recuperara la capacidad fiscal de los estados y controlase las divergencias fiscales, cada vez mayores, entre la economía clásica y la digital.

Hay varias razones que pueden ayudarnos a entender la oposición de algunos países: el más importante, sin duda, son los intereses inmediatos de los estados cada vez más orientados a mantener lógicas competitivas y no colaboradoras incluso en el

marco de la UE.

Las dos consecuencias más visibles de estos dos desatinos son, en nuestra opinión, el aumento de la desconfianza respecto al papel real de la Unión Europea y de sus utilidades; y, en segundo lugar, la presión creciente para hacer de la UE un proyecto cada vez más intergubernamental y menos supranacional.

La primera de las consecuencias suministra más combustible a los partidos de la extrema derecha xenófoba respecto al alejamiento de la Unión Europea del interés y la preocupación de la ciudadanía. Sobre todo, porque tanto la desigual fiscalidad de las empresas, como el tema de la lucha contra los paraísos fiscales, son temas sobre los que la opinión pública europea se ha pronunciado y tiene una opinión claramente favorable a que sea abordado al nivel de la propia UE.

Conviene señalar, no obstante, que es en el nivel intergubernamental en el que se produce el bloqueo y a algunos países no parece preocuparles que quien pague la factura de estas desatinadas decisiones sea la Unión.

La segunda consecuencia, pone de relieve la presión creciente de los países de Visegrado, primero y de otros países más centrales de la Unión, como Italia o Alemania, para hacer más intergubernamental la actual Unión Europea. Algunas fuerzas de izquierdas se han sumado gustosas a esta estrategia que, en el actual contexto, no hace sino alimentar el relato del repliegue nacional y de la competencia entre trabajadores de diferentes estados. Querer eludir la lógica competitiva y de suma cero —todos pierden— del repliegue nacional enunciando conceptos como “soberanismo cooperativo” o similar son la evidencia de una lógica de pensamiento mágico cada vez más acusada y cada vez más escapista.

El Brexit ha puesto de manifiesto que el verdadero proyecto detrás de la reivindicación de “volver a tomar el control” con el que los conservadores y una parte de la izquierda quisieron vender las bondades democráticas y populares de la salida de la Unión, escondía en realidad la voluntad de las clases dirigentes británicas y de un importante sector de la City de convertir el Reino Unido en un Singapur al otro lado del canal. Una plaza financiera hipertrofiada con una total y completa desregulación laboral, bajas prestaciones sociales y bajos salarios.

Si la UE merece salvarse, deberá cambiar claramente tanto su naturaleza, como la legitimidad de sus instituciones y sus políticas públicas. Dicho así parece un objetivo inalcanzable. Pero la izquierda tiene que decidir si quiere dar esa batalla y combinar en todos los niveles de decisión política exigencias de democracia y responsabilidad o dejarse arrastrar por la ensoñación de un repliegue nacional que hoy es el nicho político de la extrema derecha xenófoba.

Malas decisiones como las mencionadas alimentan la desconfianza y refuerzan la evidencia de varias varas de medir en relación con temas muy sensibles para la ciudadanía. De nuestra parte, toca hacer lo posible para hacer visible a quien corresponde la responsabilidad por los desatinos, y en este caso, no es el único, corresponde decir que son los estados y es la intergubernamentalidad la responsable de los dos fiascos. Que cada palo aguante su vela.

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