Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Un compromiso pendiente de cumplir
La reciente reunión del Papa Francisco con seis víctimas, tres hombres y tres mujeres, de abusos sexuales cometidos por miembros del clero puede ser el comienzo de una nueva etapa. Porque Jorge Mario Bergoglio ha dado un paso más allá de la petición de perdón. Porque se ha comprometido a “no tolerar” que los autores de actos tan execrables permanezcan vinculados a la Iglesia. Y es que ese compromiso, que parece tan elemental, no se había formulado nunca de manera tan clara y explícita ante los ciudadanos.
La ocultación, el secretismo y hasta la mentira han sido hasta hace bien poquito características esenciales en el mensaje de la Iglesia cuando se trataba de abordar la pederastia en sus filas. La negación y el silencio se impusieron como doctrina. Pero la fuerza de la verdad puede al final con todos los diques. Hasta con los del todopoderoso Vaticano.
Así que planteada abierta y trágicamente la denuncia por parte de las numerosas víctimas durante los últimos años del prolongado mandato de Juan Pablo II, no se pudo cerrar la historia con un tímido reconocimiento de lo sucedido. Entre otras cosas, porque todavía estaba ocurriendo y afloraban nuevas denuncias.
Por eso, Benedicto XVI adoptó algunas iniciativas que pudieran identificarse como el comienzo de una la lucha contra los abusos a menores. Pero resultaron claramente insuficientes. Lo que ha continuado primando durante años como práctica real para combatir a los agresores era el traslado sigiloso del denunciado a un nuevo destino en el que ejercer sus funciones sin ser reconocido. El mal seguía presente.
Fue el pasado marzo cuando el Papa Francisco creó una comisión con el objetivo de analizar lo sucedido y en abril encaró de forma abierta la cuestión. Durante una audiencia a la Oficina Internacional Católica de la Infancia reconoció que existen “bastantes” religiosos involucrados en los abusos; dijo que la Iglesia es consciente del daño causado y pidió perdón anunciando que no daría un paso atrás para afrontar y resolver el problema.
Una mujer, Bárbara Blaine, presidenta y fundadora de una red de víctimas de abusos cometidos por sacerdotes y religiosas en EE UU, lamentó en ese momento que el pontífice no hubiera confirmado su intención de relevar en sus cargos a todos los pederastas, fueran cuales fueran sus cargos dentro del clero, y de ponerlos a disposición de la justicia.
En una línea semejante se pronunció la ONU el pasado mayo. Un informe emitido por el Comité sobre Prevención de la Tortura solicitaba a la Santa Sede que una vez “se asegure” de la comisión de abusos, la persona investigada sea suspendida de sus funciones. También pedía que se trasladen las sospechas a las autoridades civiles a efectos de facilitar la acusación.
Ahora, dos meses después, el mensaje del Papa en su reunión con las víctimas ha sido claro: “No hay lugar en el ministerio de la Iglesia para aquellos que cometan estos abusos y me comprometo a no tolerar el daño infligido a un menor por parte de nadie”.
Formulado por tanto ¡y por fin! el compromiso, cabe esperar que lo cumpla. Es cierto que, por lo menos hasta ahora, el papa Francisco dice y hace cosas que ningún otro pontífice había dicho y hecho. No sólo ha roto la rutina de la Iglesia. Abre puertas y hasta revisa las finanzas, que son palabras mayores. Quiere una renovación (¿o regeneración?) y sabe que para combatir el mal no bastan las buenas intenciones.
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