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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

España: una mala salud de hierro

José María Ruiz Soroa

En los últimos decenios ha gozado de amplio predicamento entre historiadores y politólogos enfocar el estudio de las naciones desde una perspectiva “constructivista” o “inventista”, es decir, verlas no como esencias primordiales sino como realidades culturales e históricas construidas por el propio discurso que las afirma (Gellner, Anderson, Hobsbawm), fundamentalmente por el discurso llevado a cabo por los Estados liberales decimonónicos a la hora de legitimar un nuevo poder y construir una economía capitalista. Pues bien, entre los que han adoptado este enfoque entre nosotros una de las afirmaciones más repetidas es la de que el Estado (“el gran truchimán de la nación moderna”) fracasó en los siglos XIX y XX en su tarea de crear o inventar una nación llamada España, porque no fue capaz de difundir y asentar en la sociedad con firmeza el sentimiento de adhesión nacional que, por el contrario, consiguió la vecina República francesa.

Es el paradigma intelectual del fracaso del proceso nacionalizador español desde el que escriben Borja de Riquer, Alvárez Junco (por lo menos el de “Mater dolorosa”) o una socióloga como Elena Béjar, por citar algunos exponentes autorizados, y cuya demostración más evidente sería, hoy en día, la pujanza de sentimientos nacionales antagónicos en señaladas porciones territoriales del reino. Recordemos lo que exponía como “estado de la cuestión” y con notable concisión Juan José Linz en el “IV Informe Foessa” allá por los años de la muerte de Franco: “España es un Estado para todos los españoles, una nación-estado para gran parte de la población, y solo un Estado y no una nación para minorías importantes”.

¿Razones del fracaso español en comparación con nuestros vecinos? Pues muchas y variadas: por un lado, la debilidad congénita del Estado a la hora de crear un sistema de enseñanza popular que difundiese eficazmente los mitos de origen de la nación y, más allá de lo educativo, su escasa presencia pública como prestador de servicios sociales. Por otro, la competencia de la Iglesia y la religión como instancias de legitimación política tanto o más potentes en la península que el sentimiento nacional. Sin olvidar la no participación del país en las guerras europeas: nada nacionaliza más que una buena derrota. Por su parte, el llamado “desastre del 98” habría proyectado a nuestras élites intelectuales en la novela de la invertebración de España que les llevó a buscar desesperadamente una esencia que echaban en falta en la realidad cotidiana (“en la anchura del orbe, en medio de las razas innumerables, perdida en el ayer ilimitado y en el mañana sin fin, bajo la frialdad inmensa y cósmica del parpadeo astral, ¿qué es España, este promontorio espiritual de Europa, esta como proa del alma continental? Dios mío, ¿qué es España?”, escribía Ortega y Gasset con una desmesura tan bella como alucinada). Y luego, para colmo, vino Franco y cortocircuitó para gran parte del público cualquier posibilidad de sentirse a la vez una persona normal y un español (o por lo menos la de decirlo).

Conclusión, en todo caso: el proceso nacionalizador español ha sido un fracaso y el sentimiento de identidad español es débil, avergonzado, y en todo caso claudicante ante los pujantes y vivaces sentimientos de identidad de las otras nacionalidades ibéricas que compiten con ella.

Explicar la historia de España con esta falsilla intelectual del “fracaso” es, en realidad, un método que se ha aplicado sistemáticamente en todas las zonas percibidas como conflictivas de nuestra convivencia social, lo único que ha cambiado progresivamente es el asunto de turno al que aplicar el “fracaso”. Es la “fracasología” de la que escribió David Ringrose para criticarla como manía historiográfica: en su momento, el fracaso fue el de nuestra revolución liberal, que en España había sido pacata y moderada, dominada por las élites tradicionales y la Iglesia. No tuvimos una burguesía autónoma capaz de llevar a cabo los dogmas liberales revolucionarios y hacer sus deberes en los campos comerciales, industriales y agrarios. Y qué decir de lo institucional: en España habría fracasado tanto el Estado como agente de modernización (se hartó de decirlo Azaña), como la propia sociedad civil carente de pulso vital desde por lo menos la contrarreforma de Trento. La historia de España como fracaso, y España misma como un fracaso más.

Dejando de lado sus insuficiencias historiográficas, esta tesis del fracaso nacionalizador español y de la consiguiente debilidad del sentimiento nacional en España no encaja bien con un hecho objetivo que resulta bastante obvio para cualquier observador desapasionado del país en la actualidad: el de que, como ha escrito Tomás Pérez Vejo en una reciente y preciosa narración de la génesis de la pintura histórica decimonónica (“España imaginada”, Galaxia Gutemberg, 2015) al margen del éxito político (siempre relativo) de los nacionalismos periféricos, la real comunidad de valores, ideas, creencias de autoimagen colectiva por parte de los españoles es muy superior a la que cabría esperar en un país tan patéticamente invertebrado como supone la tesis del fracaso. En plata, si así no fuera, no se podría explicar la realidad a que estamos asistiendo una y otra vez en los últimos quince años: la de que unas poblaciones que han sido sometidas desde 1.980 por sus administraciones públicas nacionalistas a un proceso fortísimo de impregnación etnocultural alternativa y excluyente y de desnacionalización española, se sigan resistiendo mayoritariamente a separarse políticamente de España, es decir, sigan encontrando suficientes nexos comunes con el resto de los españoles tales como para preferir seguir juntos.

Cómo seguir juntos es cuestión discutible, claro está, pero nadie en su sano juicio negará que la población vasca en el primer decenio del siglo, y la catalana en el segundo, están diciendo a sus gobiernos nacionalistas que no, que no quieren romper, que son capaces de compatibilizar los sentimientos de pertenencia dual o plural sin demasiada dificultad. Esto es algo que resultaría inexplicable si fuera cierto que el proceso nacionalizador español fue un fracaso histórico, porque entonces la balcanización progresiva hubiera sido una consecuencia inevitable.

Lo cual no quiere decir, hay que señalarlo también, que aquel proceso fuera un éxito. Pero es que ni lo fue aquí ni lo fue en Estado alguno de Europa (salvo probablemente en Portugal e Islandia). Fue un medio éxito o un medio fracaso, como ustedes quieran, pero el hecho cierto es que el sentimiento nacional de los españoles tiene una densidad suficiente como para afrontar desafíos tan potentes como los que está sufriendo. Sin alharacas ni exaltaciones patrióticas, también hay que notarlo. Probablemente, lo que sucede en términos sociológicos es que España posee como sociedad nacionalizada una inercia histórica adquirida tan fuerte como para que resulte muy difícil romperla. Inercia, no más pero tampoco menos. Inercia que por otra parte los españoles viven de una forma muy particular, pues en pocas naciones europeas es tan fuerte el localismo como aquí.

Si mi observación es correcta, hay dos consecuencias políticas que se siguen: la primera, la de que el sentimiento unionista español está resultando fortalecido, y no capitidisminuido como piensan angustiadas las élites políticas, en todo este tensionamiento independentista que vivimos desde hace años. Nadie sale a la calle con banderas nacionales, nadie llama al ejército como último valedor, lejos del español medio el modelo explosivo “diada”, nadie se pone de acuerdo con nadie para hacer nada (¿puede esperarse otra cosa de nuestras élites políticas?) y, sin embargo, oh maravilla, el invento aguanta y cada vez más gente asiente en su interior a la idea de que es mejor conllevarnos que separarnos. ¿Resignación?: claro que sí pero es que ¿por qué se espera otra cosa de la convivencia política sino decepción resignada?

Y la segunda consecuencia, que confirma propuestas que llevo muchos años sosteniendo, es la de que no hay razón para temer como si fuera la violación de un tabú ancestral la idea de un referéndum consultivo sobre la secesión en la nacionalidad que lo precise como medio para aclarar su propio futuro. Porque, con bastante probabilidad, lo ganarían los unionistas. El mayor error de la política española es haber asumido e interiorizado como dogma de fe apriorístico que un referéndum es necesariamente una derrota, cuando en realidad puede ser un éxito.

Y es que el verdadero problema de la nación española no está en su sociedad, sino en su política. Más en concreto, el problema está en la pavorosa indigencia intelectual de las élites políticas (pero no solo políticas) españolas a la hora de definir un proyecto nacional. Son las élites políticas las que carecen de un relato mínimo de lo que es la nación y, sobre todo, de un proyecto razonable y razonado de qué hacer con esa nación, de por qué merece la pena mantener la herencia recibida y seguir “remando juntos”. Y cómo carecen de esa elaboración y de ese discurso, lo que hacen es proyectar al público en general, al español medio, su propia carencia, atribuyéndole algo así como una falla tectónica en su sentimiento nacional. Al tiempo que intentan suplir con bricolaje constitucional la carencia que les aqueja, cediendo al optimismo irracional de creer que con la Constitución se puede arreglar o articular todo (versión socialista del bricolaje), o a la pesimista de que con la Constitución se puede impedir un proceso de desunión (versión conservadora del fetichismo legalista).

La última demostración de la realidad de la indigencia intelectual de nuestras élites en lo que se refiere a la nación es la posición programática adoptada por actual populismo de izquierdas: la de remitir a un vago democratismo simplón (“el derecho a decidir”) lo que deba hacerse en el futuro con España, lo que no es sino una forma de tapar la carencia de una elaboración propia sobre el asunto y zafarse de un debate para el que no se sienten preparados ni están dispuestos a sufrir. Que un partido que pretende gobernar España tenga como proyecto para el conjunto del país el de “que lo decidan los pueblos” resulta estremecedor. Ese sí que es el fracaso español. O, por lo menos, uno de sus más llamativos casticismos: solo aquí es concebible algo así.

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