Escribía hace poco sobre el lugar casi infinitamente privilegiado que tiene la religión católica en el sistema educativo de nuestro país. Afirmaba – ingenuo yo – que la materia de Religión era, junto a tres o cuatro más, de las pocas que se ofertaban obligatoriamente en todos los cursos de primaria y secundaria (más el primer curso del Bachillerato, donde también es de oferta obligatoria). Pero el otro día me recordaron que la materia de Religión también ha de ofertarse obligatoriamente en los tres cursos de Educación Infantil (de 3 a 6 años). La Religión es, entonces, la única materia del currículo educativo que ha de ofertarse obligadamente desde los tres hasta los diecisiete años. ¡Inaudito!
Esto quiere decir que los alumnos españoles tienen la opción de formarse en Religión católica durante catorce años, si así lo quieren. Para que comparen y se hagan una idea, piensen que muchas materias, obligatorias u optativas (Música, Cultura Clásica, Tecnología, Plástica, Economía, Física y Química –por ejemplo–), son cursadas por los chicos solo durante dos o tres años en la ESO. O que otras optativas, como Filosofía, o Cultura Científica, se ofertan (si se hace, pues no es obligatorio) en un solo curso de la ESO. O que Educación para la Ciudadanía, o Ética, han sido incluso borradas del mapa por la LOMCE (solo la primera de ellas ha logrado ser implantada posteriormente, en un solo curso, y con una sola hora semanal, por iniciativa de la Consejería y el Gobierno de Extremadura).
Claro que alguien podría decir que, al fin, la materia de Religión, aunque se oferte durante catorce años, es solo una materia optativa. ¿Pero hasta que punto lo es? No lo es, desde luego, como la mayoría de las optativas, que se ofrecen solo en unos cuantos cursos (a veces en uno solo), y no en todos. Muchas de estas optativas, además, se ofertan solo si hay alumnos suficientes y el centro así lo dispone. La Religión, en cambio, es de oferta obligada, y se imparte sea cual sea el número de alumnos que la demanden. De otro lado, la Religión se oferta siempre como parte de un par, junto a una sola alternativa (la mayoría de las otras optativas se escogen de grupos más amplios), por lo que si el alumno, o sus padres, no están interesados en esa otra única optativa (que a veces consiste en “no hacer nada” – ¡pero permaneciendo en la escuela! –), no tienen más remedio que escoger Religión. No hay otra.
Se da además la circunstancia – y esto sí que es grave – que en muchos centros privados y concertados de carácter religioso (son la mayoría) la optativa de Religión se convierte, en la práctica, en obligatoria, en tanto el centro desanima de muchas y sutiles maneras a los alumnos y padres que quieren escoger la alternativa (en cierto modo es lógico, dado que son colegios religiosos, aunque estén financiados por el Estado como si fuesen públicos). El caso es especialmente sangrante en Educación Infantil, en donde la alternativa a Religión es inexistente, ya que, según la ley vigente, el niño que no escoge Religión no puede aprender ningún contenido curricular de ningún área durante la hora en que sus compañeros hacen la catequesis. En la práctica esto significa que el niño se queda sentado en una mesa, junto a su tutor, sin poder hacer nada. No es de extrañar que muchos padres, ante esta perspectiva, apunten a sus hijos en Religión (pues de eso se trata, claro). Y que algunos centros, incluso públicos, así lo recomienden a los padres (en uno de ellos – en Mérida – con la insólita argumentación, según he sabido, de que “en Religión, al menos, se enseñan valores” – los valores que determina la Conferencia Episcopal, claro, aunque creo que esto no se lo decían a los padres – ).
Sabido todo esto, resulta de una desvergüenza absolutamente increíble que la Iglesia, junto a algunas asociaciones de padres y profesores, pretendan que la materia de Religión Católica tenga aún más horas y esté todavía en más cursos (vamos, en el único que les queda: en 2º de bachillerato). Por esta razón andan pleiteando contra la Consejería de Educación que, en su último decreto, les rebajó (en secundaria) alguna de de las horas (¡dos!) de la generosa ración que habían recibido del gobierno de Monago.
Pero eso no es todo. Resulta que el Tribunal Superior de Justicia de Extremadura les ha dado la razón, y pretende que la Consejería modifique el currículo de Educación Secundaria y Bachillerato para dar cabida, sea como sea, a las demandas de la Iglesia. Una sentencia, la del TSJEx, que, amén de imprecisa (en ella se manejan datos falsos: la pérdida de horas de Religión en secundaria no es del 50%, como se dice, sino del 28%), expone argumentos que rozan el surrealismo. El más increíble de ellos es el que pretende interpretar los Acuerdos con la Santa Sede (de 1979) de manera literal, exigiendo que la Religión (además de estar presente en todos los cursos y etapas del sistema educativo) sea equiparable en horas semanales al resto de materias fundamentales (o, al menos, al resto de materias específicas). ¡Algo que obligaría a derogar la propia LOMCE!
Nadie puede tacharme de anticlericalismo, ni de oponerme por principio a la materia de Religión. He defendido en varias ocasiones que – por poco que me guste a mi y por pura lógica democrática – la Religión debe ofertarse en la escuela pública, al menos mientras una porción significativa de ciudadanos así lo demande, y siempre que los alumnos reciban, a la vez, la suficiente formación crítica y racional como para que puedan entender y valorar, de forma reflexiva y autónoma, los contenidos (más o menos dogmáticos) que reciben de aquella (y de cualquier otra asignatura). Pero he aquí que la Iglesia, insaciable en lo que a seducir almas se refiere, pretende mantener con uñas y dientes su posición de absoluto privilegio en la formación de los niños. Que la Conferencia Episcopal quiera seguir ofertando sus valores y su doctrina durante quince años (de los tres a los dieciocho) y sin que, por supuesto, exista nada similar en cuanto a formación crítica y racional (ética, filosofía, cultura científica), es un abuso inadmisible y sin paliativos. Un género, muy grave, de abuso infantil, que hasta debería estar tipificado por las leyes.
Una de las condiciones ideales que creo necesaria para “tolerar” la materia de Religión confesional en la escuela pública (y así lo he escrito en otras ocasiones) es que aquella se ofrezca únicamente en los últimos años de secundaria (no en primaria ni, mucho menos, en infantil). El fuerte contenido ideológico y moral de la materia de Religión, y la forma (necesariamente) dogmática que tiene de exponerlo, hacen de esta materia algo no apto para mentes infantiles. La formación en una confesión religiosa concreta debería ser siempre una decisión lo más consciente posible. Y tanto los padres como el Estado tendrían que evitar que los niños sean adoctrinados de una manera tan insistente (por la religión católica o por cualquier otra doctrina) desde... ¡los tres años! Tal vez una familia crea que sus creencias religiosas son excelentes para sus hijos. Pero, desde una perspectiva más objetiva, es más excelente aún procurar que sean ellos (los propios niños) los que las valoren libremente así, a su debido tiempo. Y es esto último lo que debe garantizar el Estado, y con la misma energía con la que protege a los niños de otros posibles abusos contra su libertad y autonomía, vengan de donde vengan, incluso si vienen de su propia familia.
Si el abuso del cuerpo de un niño por un adulto es algo absolutamente repugnante, no lo debería ser menos el abuso de su mente – o de su alma, como prefieran –. Y a mi juicio, insuflar (insistente y sistemáticamente) dogmas incontestables en las cabezas de niños de tres años, o llenarlas de imágenes, terrores religiosos o sentimientos de culpa, es un abuso tan indecente, execrable y de nefastas consecuencias (o más) como pueda serlo un abuso físico. Ningún niño puede defender su mente de dogmas, valores o emociones que se les inculquen (con las aureolas de lo sagrado y de lo académico a la vez) durante catorce años seguidos. Eso se llama pederastia espiritual. Y eso, exactamente eso, es lo que quiere seguir haciendo la Iglesia. ¿Tan poca confianza tienen en el valor de su doctrina como para querer embutírsela, desde tan pequeños, y durante catorce años seguidos, a todos los niños posibles?
Lo gracioso es que los mismos que defienden que se imparta catolicismo a los alumnos desde los tres años, acusen luego de adoctrinamiento a la extinta asignatura de Educación para la Ciudadanía, materia en la que, durante una o dos horas semanales (y a chicos de 13 y 14 años), se exponían, a través del debate y de forma argumentada, los mínimos valores morales que recoge la Constitución y que todo ciudadano (sea de la confesión que sea) debe conocer y respetar.
Es gracioso esto, decía. Pero la verdad es que es tristísimo. Es la alargada sombra de esa España negra que sigue asombrando y ensombreciendo a este país después de tantos y tantos siglos. Y que quiere seguir proyectándose – con un arrojo y una osadía envidiables – a través de la educación (infantil, primaria, secundaria, y secundaria post-obligatoria) de los futuros españoles... Como bien saben la Iglesia y el diablo, a las almas hay que comprarlas con mucho más tino y paciencia que a los cuerpos. Conviene, pues, empezar pronto. A los tres años, por ejemplo.