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Daniel Salgado

31 de octubre de 2023 22:00 h

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Su rastro es difuso. Por lo menos, su rastro previo a 1990, cuando el profesor Rafael López Loureiro inició su recuperación en Cedeira, al norte de Ferrol, en la Costa Ártabra. Los recuerdos de infancia se le agolparon un día en que su hija volvía de la escuela con una calabaza decorada al estilo Halloween: él también había decorado calabazas. Y también lo había hecho hacia finales de octubre. Entonces, la entrada en el invierno no tiene marcha atrás, y los pueblos atlánticos ofician la bienvenida a las sombras, tiempo de Samaín. La tradición resurgió, aunque apoyada en sus lazos con la versión estadounidense y, según algunos observadores, vampirizada por esta.

“Se está recuperando en parte por la influencia global”, explica Manuel Vilar, director del Museo do Pobo Galego, un centro que “investiga, conserva, divulga y promueve la cultura gallega”. Vilar se refiere principalmente a dos elementos: el Halloween popularizado sobre todo por el cine USA, el de truco o trato y los disfraces terroríficos; y los vínculos de Galicia con el mundo celta. “Tenemos necesidad de buscar esa conexión”, dice. De hecho, la misma palabra, Samaín, procede del irlandés antiguo y, según algunos filólogos, designaba el final del verano. Ahora se usa para nombrar “la fiesta de las calaveras”.

Así subtituló López Loureiro su investigación al respecto, Samaín: a festa das caliveras (Ir Indo, 2003). Desde entonces, apenas ha habido otros estudios sobre una celebración que, en paralelo a este desierto analítico, se ha hecho enormemente popular. Las escuelas y la hostelería se han apuntado con entusiasmo, y las calabazas antropomórficas inundan Galicia durante la última semana de octubre. Justo la que termina con el día de Todos los Santos, el 1 de noviembre, de profundo arraigo en la comunidad y, dicen algunos expertos, cristianización de “la fiesta pagana del Samhain”.

El propio Vilar establece además una tenue relación entre las calabazas y la muerte. Natural de Muxía, en plena Costa da Morte, relata como los niños las usaban para meter miedo. “Las colocaban en las puertas, en los caminos, en los cementerios, para asustar”, narra, “pero no conozco otros rituales, lo que no quiere decir que no existiese”. En su zona, la palabra en gallego para denominarlas era cocos. En otros lugares, cabazas, colondros, caveiras de melón, calabazotes o calacús. El escritor Víctor Vaqueiro entró en detalles en su dicionario Mitoloxía de Galiza. Lendas, tradicións, maxias, santos e milagres (Galaxia, 2011). También difundió otras intepretaciones. “La acción de vaciar cabezas de melón o calabazas representaba simultáneamente una alusión a la muerte, la simbolización de un tiempo en el que los vivos y los muertos comparten ciertos ámbitos”, escribe, “una broma de niños y la representación de un instante en el que las luces y las sombras se encuentran”. Ejercían igualmente una función protectora, espantaban el mal.

Los trabajos de López Loureiro durante los años 90 documentaron estas costumbres, y trazaron sus genealogías. La talla de calabazas, de la que había detectado pistas por toda Galicia, coincidía con la época de los magostos -fiestas populares cuyo núcleo consiste en asar castañas- y las honras a los muertos aparecidas antes de la romanización y que el catolicismo llevó al Día de Difuntos y a Todos los Santos -el dos de noviembre. “En Galicia encontramos la tradición en toda su geografía, no faltando en ninguna de sus comarcas y aportando un folclore similar aunque dándole nombres diferentes”, contaba hace 15 años en un artículo de prensa.

Para López Loureiro, todo forma parte del continuo cultural de la Europa celta, que otros estudiosos denominan Europa atlántica. Manuel Vilar entiende sin embargo que la relación de Galicia con lo celta es “conflictiva”. El celtismo es parte fundacional del galleguismo político desde que Manuel Murguía lo introdujo a mediados del siglo XIX en su influyente visión de la historia de Galicia. Frente a la uniformización del Imperio Romano, el protonacionalismo gallego buscaba las singularidades históricas del país. En todo caso, esta estrategia es discutida de forma periódica, también en el interior del movimiento nacionalista. La realidad, con todo, constata que las calaveras talladas o prácticas similares están registradas en diversas sociedades agrarias próximas al océano Atlantico.

Las calabazas y Estados Unidos

Fue sobre esa base etnográfica que el Samaín inició su despegue en la Cedeira de los años 90. Ya en el siglo XXI, los centros sociales autogestionados y de corte nacionalista se sumaron a la iniciativa. Las calabazas se multiplicaron por Santos, y junto a ellas niños y niñas disfrazadas de brujas, vampiros y otro tipo de criaturas fantásticas. Algunas voces lo criticaron, incluso con dureza. El escritor Xosé Luís Méndez Ferrín, entre las más prominentes. Peste Halloween titulaba en 2005 uno de sus artículos en Faro de Vigo. Su tesis era radical: “Alguien que ha leído mal a Jean Markale [estudioso francés del mundo celta] debe de ser el autor del neoHalloween nacionalista de Cedeira que, ni más ni menos, constituye todo un refuerzo de nuestra colonización cultural”. Ferrín no negaba la existencia de la tradición del tallado de las calaveras de melón -“nosotros hacíamos carantoñas de calabaza, les metíamos una vela dentro y las colcábamos en un cruce de caminos en el cementerio de Vilanova dos Infantes (Celanova, Ourense)”-, sino su vínculo con Halloween.

Sus textos, contrarios a lo que él denominaba “corriente ideológica celtista”, despertaron cierta polémica. Lo singular de este debate es que el propio Rafael López Loureiro, artífice principal de la recuperación popular del Samaín, ha ido asumiendo una posición crítica con la deriva del Samaín. En una entrevista de hace tres años en La Voz de Galicia se sinceraba: “La idea original del Samaín era pelear contra Halloween, pero se ha pervertido en un Hallomaín, una mezcla o directamente un Halloween al que, por algún tipo de vergüenza, de le llama Samaín”. Y eso que, en su opinión, ambas celebraciones “comparten base céltica”. La potencia imaginística de los Estados Unidos -su imperialismo cultural- es, al fin y al cabo y todavía, difícilmente resistible.

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