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Salas de cine reconvertidas en bancos y locales de bingo: el 'crash' de los cines en la ciudad que más pantallas albergó

El Cine Capitol, en 1974, durante el estreno de 'El coloso en llamas'. La sala cerró sus puertas en 1988

Esther Ballesteros

Mallorca —

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En 1965, hasta 8.193 salas de cine se encontraban en activo en España, la cifra más elevada registrada en el país y una de las mayores a nivel europeo. Las proyecciones se extendían, incluso, a los cafés, los teatros, las plazas de toros y los salones de bailes, los locales parroquiales y a los poblados mineros. En 1975, Palma se convertía en la ciudad con un mayor número de salas de estreno y cines de barrio por habitante, con decenas de ellas repartidas a lo largo y ancho de la capital balear. Cincuenta años después, nada o casi nada queda ya aquellos templos del celuloide. Barrieron con ellos la irrupción del VHS y el furor de los videoclubs, que, de paso, se llevaron por delante los comercios y negocios que habían florecido al calor del trasiego de los espectadores. Las antiguas salas de cine son hoy sucursales bancarias, salas de bingo y tiendas de ropa.

Lo relatan Joan Villafàfila y Pako Navarro en el libro recientemente publicado Palma Grindhouse (Nova Editorial Moll), un compendio de historia de las salas de cine que inundaron las calles en los años setenta y ochenta y de aquellos impactantes carteles que se publicaban en prensa para anunciar las películas que se proyectaban, ya fuesen el último estreno de fantaterror español (a la cabeza un prolífico Paul Naschy y una Lone Fleming de ojos hechizantes), de Emmanuelle, del último spaghetti western o los exorcismos del padre Karras. Se sumergen en aquella época con un cierto sabor agridulce al comprobar en qué se han convertido las salas de cine en la actualidad: “Multisalas sin personalidad, donde se le da más importancia a lo que se vende en el bar que a cómo se proyecta la película; lugares a los que la gran mayoría va a comer, beber y hablar en vez de a disfrutar de un buen film, sin respetar a aquellos que sí acuden por amor al cine”, comentan con nostalgia los autores.

Una de las grandes supervivientes de aquella época de esplendor cinematográfico es la céntrica sala Augusta, en las avenidas de Palma. Las instalaciones echaron a andar a finales de los años cuarenta en el mismo espacio que, apenas una década antes, había albergado una de las prisiones más oscuras y trágicas de la represión franquista en Mallorca, la prisión de Can Mir, a la que se entraba se entraba por el mismo acceso que cada año atraviesan miles de cinéfilos. Durante cinco años, esta prisión acogió a más de 2.000 reclusos, la mayoría vinculados a asociaciones obreras y partidos de izquierdas.

Cuando El exorcista desató el pánico

Como explican Villafàfila y Navarro, en 1970 Palma contaba con doce salas de estreno y la sala Augusta estrenaba la década con un aforo de 1.411 localidades -en la actualidad, sus siete salas la componen 1.383 butacas-. Una década después, sus instalaciones fueron remodeladas y convertidas en multisala en la que los espectadores pudieron deleitarse con Christopher Reeve encarnando al Hombre de Acero en Superman (Richard Donner, 1978), además de disfrutar de Perros de paja (Sam Pekimpah, 1971) y Harry el sucio (Don Siegel, 1971) y temblar con El exorcista (William Friedkin, 1973), que no llegó a las pantallas de Palma hasta septiembre de 1975, ya erigida en auténtico fenómeno cultural que provocó que miles de personas guardaran cola para verla y cuya proyección fue interrumpida en numerosas ocasiones ante el pánico generado en los espectadores y prohibida en varios países acusada de blasfemia.

Para la proyección de El exorcista, los autores recuerdan cómo la fachada del cine Augusta fue decorada para la ocasión con un impactante cartel central de cuatro metros de ancho y seis de longitud con sendas figuras del padre Merryn a ambos lados del pasquín.

Los estragos censores de la dictadura

También en Palma, pero en la sala Born -que con 1.334 butacas ofrecía los estrenos más taquilleros en pleno Passeig des Born-, había sido estrenada el 17 de abril de ese mismo año la italiana El anticristo (Alberto De Martino, 1974), una de las numerosas imitaciones que surgieron tras el estreno de El exorcista. El filme pudo ser proyectado gracias a la moderada relajación de la censura imperante en España, que había provocado la prohibición de multitud de obras cinematográficas. El propio cartel que publicitaba la película rezaba: “Gracias a las nuevas normas de censura cinematográfica, esta película puede estrenarse al mismo tiempo que en todas las principales capitales europeas”, espoleando así a cientos de espectadores a acudir de inmediato a la sala Born.

En su libro, Villafàfila y Navarro, investigadores -y devotos- del séptimo arte, explican cómo en los años setenta, el régimen franquista, tal vez consciente de que su final estaba cerca y “deseoso de preservar a toda costa la fuente de ingresos que suponía el incesante flujo de turistas”, quería proyectar una imagen de normalidad, especialmente de cara al exterior. Era la época en que comenzó a cambiar el paradigma de los viajes: frente al turismo de clase media y alta los trabajadores comenzaron a ahorrar e incluso a viajar. No en vano, fue también en los setenta cuando llegó la consolidación de las discotecas en Mallorca, un fenómeno difícil de entender sin un contexto de turismo masivo, como señala, por su parte, el historiador Tomeu Canyelles en su estudio Nous estils musicals i canvis socials a Mallorca (1960–1975), en el que recoge el testimonio de gran parte de quienes presenciaron aquella vorágine.

En este contexto, si la industria musical era de vital importancia para seguir explotando, con efectividad, el boom turístico iniciado en los sesenta, las salas de cine no quedaron atrás. El cine había llegado a ser considerado “industria básica para la economía nacional” por el Decreto ley del 25 de enero de 1946, relativo a la regulación de la producción cinematográfica. Diez años después, constituidas en un eficaz medio de propaganda, hasta 4.490 salas se repartían por todo el territorio estatal. Y en 1963 se publicaba una orden ministerial que regía la censura con preceptos como este: “Cuando la acumulación de escenas o planos que en sí mismos, no tengan gravedad, cree, por la reiteración, un clima lascivo, brutal, grosero o morboso, la película será prohibida”.

Las regiones turísticas se abren al cine sin censura

La amputación de escenas que desvirtuaban el sentido de las cintas o la obligación de doblarlas al español fueron otros de los elementos en los que se apoyaron los censores. Una circunstancia que comenzó a cambiar con el aperturismo de España al turismo, que obligó a relajar la censura. Por ello, como explican Villafàfila y Navarro, a principios de los setenta los gobernadores civiles de todas las regiones turísticas del país, entre ellos el falangista Víctor Hellín en Balears, recibieron la instrucción de moderar, y hasta cierto punto relajar, la acción censora y represora, “atendiendo no a las necesidades de las personas, sino del negocio”.

Así llegaron a Palma películas como Repulsión (Roman Polanski, 1965) -de la que años atrás se había llegado a afirmar que “la turbiedad del ambiente y la complacencia sádica crean un clima morboso inadmisible” de acuerdo a lo establecido en la norma de 1963-, Defensa (John Boorman, 1972) y El Doctor Jekyll y su hermana Hyde (Roy Ward Baker, 1971), de la mítica productora británica Hammer, que tiñó de vísceras y color sangre los monstruos del terror clásico y, entre otros aspectos, devolvió los colmillos a un conde Drácula que el Código Hays, en 1931, había arrebatado a Béla Lugosi.

Con el aperturismo de España, a principios de los setenta los gobernadores civiles de todas las regiones turísticas del país, entre ellos el falangista Víctor Hellín en Balears, recibieron la instrucción de moderar, y hasta cierto punto relajar, la acción censora y represora

Sin embargo, a finales de los setenta las películas irrumpieron en el ámbito doméstico con la aparición del reproductor de vídeos VCR y los dispositivos de grabación como el Betamax y las cintas VHS, cuyo alcance vaticinó en 1982 el entonces presidente de la Asociación Cinematográfica de Estados Unidos, Jack Valenti: “Les aseguro que el VCR es al productor de cine y al productor estadounidense lo que el estrangulador de Boston a una mujer sola en casa”.

Las salas de cine pierden la batalla frente a los videoclubes

Con la llegada de los VHS, un nuevo tipo de establecimiento entró en boga, los videoclubes, inicialmente concebidos como puntos de venta de películas, optando rápidamente por el alquiler y las cuotas de suscripción. Con el paso del tiempo, estos locales se convertirían en el nuevo refugio de los amantes del celuloide y la mayoría de salas de cine se vio abocada a introducir toda clase de reformas e innovaciones tecnológicas para poder sobrevivir, con la paradoja de que, apenas unos años antes, la apertura de nuevos cines, como el Versalles, en 1974, y los históricos Chaplin, en 1978, había convertido Palma en la ciudad española con un mayor número de salas de estreno.

Varias salas buscaron en el sistema tridimensional (3D) la salida para diferenciarse unas de otras, pero resultó efímero. En el cine Rivoli, uno de los pocos que permanece en pie, llegaron a estrenarse tan sólo tres películas mediante este procedimiento, como documentan los autores de Palma Grindhouse: la tercera parte de Tiburón (Joe Alves, 1983), la tercera de Viernes13 (Steve Miner, 1982) y Emmanuelle 4 (Francis Leroi e Iris Letans, 1984). Posteriormente, la sala recuperaría de forma parcial el 3D con la proyección, en 1991, de Pesadilla final: la muerte de Freddy (Rachel Talalay, 1991).

En 1981, el Bellver Cinema, aprovechando la derogación de la normativa que imponía límites horarios a las salas de cine, ponía en marcha las sesiones nocturnas -también conocidas como 'golfas'- a partir de las doce de la noche, algo ya habitual en grandes ciudades españolas y en otras capitales europeas, y que en Palma supuso una auténtica novedad que posteriormente sería explotada por los multicines Chaplin, que, además de emitir películas de estreno, comenzó a reponer clásicos de todo género.

Adaptarse a los nuevos tiempos

Villafàfila y Navarro explican que la última de las innovaciones que podían incorporar los propietarios de las salas de cine para adaptarse a los nuevos tiempos y a un público cada vez más exigente pasaba por llevar a cabo una reforma integral del local o por convertirlos en multicines, pero no todos podían efectuar inversiones de ese calibre. Las salas de reestreno fueron las primeras perjudicadas, dado que su punto fuerte eran los precios ajustados, en general por debajo de lo que costaba alquilar una película en el videoclub. Por ejemplo, el precio de una sesión doble de reestreno en el Atlantic Cinema ascendía a 200 pesetas en 1983 y los lunes, a 150. Sin embargo, cuando los videoclubes comenzaron a multiplicarse, principalmente en los barrios, el precio del alquiler de VHS cayó notablemente y, de nuevo, hundió la recaudación de las salas. El Atlantic Cinema acabó cerrando sus puertas en 1984, reconvirtiéndose en una sucursal bancaria.

La última de las innovaciones que podían incorporar los propietarios de las salas de cine para adaptarse a los nuevos tiempos y a un público cada vez más exigente pasaba por llevar a cabo una reforma integral del local o por convertirlos en multicines, pero no todos podían efectuar inversiones de ese calibre

Por su parte, el cine Arlequín no llegó a batallar con el cine doméstico: “Su buena estrella fue apagándose a la vez que lo hacía la moda del cine clasificado como 'S' y acabó cerrando en 1979”, señalan los autores. Poco después ocupó su espacio una sala de bingo y en la actualidad es la sede de una congregación religiosa. Con los años, también se vieron abocados al cierre el ABC Cinema, el Astoria o el Metropolitan. En el caso de los Chaplin, continúan los investigadores, llegaron a ser considerados los multicines más rentables de la capital balear al equilibrar cine comercial y cine de autor, sobreviviendo incluso al boom del vídeo doméstico y ampliando en 1995 su aforo con una sala más. Finalmente, bajaron la persiana en 2004 y el local, que conserva varios de sus elementos originales, permanece cerrado.

Lo mismo sucedió con los Metropolitan, ubicados en la barriada de Pere Garau, hoy objeto de deseo de inversores internacionales y víctima de la gentrificación. Desde 1988 contaban con la pantalla más grande de Mallorca y quedó dividido en cinco salas, hasta que en 2011 sus dueños anunciaron su cierre 'por vacaciones'. Menos de una semana después, se confirmó su cierre definitivo, eclipsados por los nuevos complejos de ocio como el Ocimax y el Festival Park. Otro tanto sucedió con el Jaime III Cinema en 1987, el Nuevo Moderno ese mismo año, la sala Born en 1988, en la actualidad ocupada por un megaalmacén de Inditex, el Palacio Avenida en el año 2000 o el Rialto en 2002.

Tras quedarse huérfanas, al igual que los espectadores, de aquellas jornadas inagotables de cine en 35mm, los autores se muestran recelosos del futuro de las salas de proyección. “Son tiempos duros para todos, y la ola de conservadurismo político que se ha intensificado en Europa desde hace casi una década ha situado toda manifestación artística en su punto de mira”, lamentan Villafàfila y Navarro, quienes aseguran no imaginarse qué habría sucedido “si todos estos salvadores de la decencia se hubieran topado con aquel cartel enorme” que se exhibió en 1979 en el Palacio Avenida con motivo del estreno de Holocausto caníbal. Y sentencian: “Sin libertad no hay creatividad, y sin creatividad tan sólo hay mediocridad. Lo que ha ocurrido con los cines desde hace unos veinte años hasta ahora no es más que un reflejo de la sociedad de hoy en día”.

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