Cuatro argumentos que demuestran que ni Trump ni Netanyahu buscan la paz en Palestina
Tras seis guerras y dos intifadas en los últimos 72 años resulta tan claro que los palestinos no van a conseguir (ni solos ni con la ayuda, cada vez más cuestionable, de países árabes) vencer por la fuerza a los israelíes como que estos últimos tampoco lograrán, a pesar de sus repetidas victorias en el campo de batalla, anular la capacidad de resistencia de los primeros.
Como enseñan tantos otros conflictos de larga duración, cuando se llega a ese punto se impone la necesidad de sentarse a negociar, habitualmente con la ayuda de mediadores creíbles para, rebajando los planteamientos maximalistas de cada bando, encontrar un punto de equilibrio que permita mirar hacia adelante.
En el caso palestino-israelí esos intentos –desde el Plan de Partición (1947) hasta el Proceso de Paz (Madrid, octubre de 1991), pasando por tantos subproductos de muy corto recorrido– se han saldado con un rotundo fracaso. Y es inmediato concluir que el que acaba de presentar Donald Trump, junto a su fiel aliado Benjamin Netanyahu, correrá la misma suerte.
A un pronóstico tan rotundo se llega directamente si se tienen en cuenta factores básicos como los siguientes:
1) La credibilidad del supuesto mediador (Trump) está por los suelos. No se trata solamente de que sus reiteradas mentiras y su estilo bronco no ayuden a confiar en su palabra, sino, sobre todo, de que el citado plan es el resultado de un trabajo combinado de Jared Kushner –yernísimo de Trump–, David Friedman –judío ortodoxo acusado de ultraderechista, embajador en Jerusalén y conocido donante de asentamientos ilegales en Cisjordania–, y Jason Greenblatt –judío ortodoxo, excolono y representante presidencial para las negociaciones internacionales hasta septiembre del año pasado pasado, cuando fue reemplazado por Avi Berkowitz (igualmente judío ortodoxo y hasta entonces asistente de Kushner)–.
A ese prejuicioso equipo se une el notorio apoyo de Trump a la causa israelí (aunque mejor sería decir a la de Netanyahu), con gestos tan alejados del equilibrio como la declaración de Jerusalén como capital de Israel y el traslado allí de la embajada o el reconocimiento de los Altos del Golán sirios como territorio israelí.
2) Netanyahu (y Gantz), en línea con lo que ocurre en el Gobierno israelí desde el asesinato de Isaac Rabin (1995), cree que puede acabar controlando completamente la Palestina histórica sin ceder nada sustancial a cambio. Y así el supuesto plan de paz se atreve a plantear que, si finalmente se llega a crear un Estado palestino, tendrá que olvidarse de instalar su capital en Jerusalén y deberá renunciar a contar con espacio aéreo propio, con fuerzas armadas, con el valle del Jordán y buena parte de Cisjordania (dado que los asentamientos allí ubicados pasarán a ser territorio israelí) y, por supuesto, a disponer de contigüidad territorial. Suponer que aun así Palestina podrá ser denominada Estado y que los palestinos se acomodarán pasivamente a ese marco es una ensoñación delirante.
3) No se puede firmar la paz entre dos cuando uno de ellos, la Autoridad Palestina (AP), no ha participado en el proceso. Sencillamente es difícil evitar la idea de que se trata de una imposición de parte, no de un plan trabajado en común, por mucho que ahora se quiera aparentar que se abre un plazo de cuatro años para que los palestinos reconsideren su rechazo inicial.
Cabe recordar que Trump se encargó de cerrar las oficinas de la OLP en Washington y su propio consulado en Jerusalén, que servía como interlocutor directo con la AP, y desde entonces no ha mantenido ningún canal de comunicación ni con Mahmud Abbas ni con su equipo. Por muy débiles que sean, ningún dirigente palestino puede estampar su firma en un documento que supone una rendición absoluta de sus reclamaciones históricas (derecho de retorno de los refugiados incluida).
4) La “compra” de la paz con promesas de ingentes flujos de dinero –se habla alegremente de unos 50.000 millones de dólares solo para Gaza y de crear un millón de empleos– no va a funcionar. Son muchas ya las promesas incumplidas a lo largo de innumerables conferencias de donantes que sirven como precedente.
El propio Proceso de Paz planteaba como objetivo central la mejora del bienestar de la población ocupada como mecanismo idóneo para lograr enganchar a los palestinos en la senda de la paz y, sin embargo, sus condiciones de vida y su seguridad no han hecho más que empeorar, mientras la paz y un Estado propio se han ido alejando cada vez más en el horizonte.
Todo estas razones llevan a pensar que el pomposamente denominado “deal of the century” tiene otros objetivos. Y el que sobresale por encima de cualquier otro es el de reforzar las candidaturas de dos personajes que se mueven desde hace tiempo en aguas turbulentas. Para Trump, con el impeachment sobre su cabeza, este plan le garantiza aún más el apoyo de los cada vez más influyentes grupos evangelistas –uno de sus principales líderes (y asesor presidencial), Mike Evans, ha reconocido que el plan cumple con todo lo que ellos soñaban para Israel–. Por su parte, Netanyahu, que pretende no solo sacarse de encima las tres imputaciones judiciales que le acechan, sino retener su puesto de primer ministro en las próximas elecciones del 2 de marzo, vuelve a recibir el espaldarazo de su principal socio y aliado.
Trump sabe sobradamente que el retraso acumulado en la presentación de su plan (provocado por la convulsa situación electoral israelí) y el hecho de encontrarse personalmente en campaña imposibilita su implementación. Pero, en definitiva, ninguno de los dos busca la paz, sino la victoria.
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