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La Internacional euroescéptica, ¿un fantasma sobrevalorado?

Marine Le Pen, líder del Frente Nacional.

Fernando Arancón

El Orden Mundial —

Los ciudadanos de la Unión Europea votarán entre el 23 y el 26 de mayo en las elecciones al Parlamento Europeo, como ocurre cada cinco años. También en Reino Unido, donde el progresivo aplazamiento del Brexit les ha llevado a coincidir con estos comicios que deben celebrar obligatoriamente mientras sigan siendo un Estado miembro.

La gran diferencia en esta cita, al menos en apariencia, es el tremendo auge de las formaciones euroescépticas y eurófobas que pueblan Europa y que, previsiblemente, van a lograr en estas elecciones europeas unos resultados moderadamente positivos pudiendo llegar a ser tercera fuerza en el Parlamento.

Esto, como es lógico, ha generado importantes alarmas en buena parte de los países de la Unión, así como en las propias instituciones europeas, por las implicaciones que puede tener. El zorro cuidando de las gallinas. Pero ante unos temores que en absoluto son infundados, quizá habría que pararse a pensar hasta qué punto es probable este escenario. Porque puede que el bloque del euroescepticismo no sea ni tan poderoso ni tan peligroso como aparenta.

Si hacemos caso a las encuestas, la suma del Partido Popular Europeo y del Partido Socialista Europeo obtendría algo más del 40% de los asientos –unos 325– en la Cámara. A ellos se les sumarían aproximadamente 95 escaños de los liberales de ALDE y la formación de Macron, En Marche!, logrando así una holgada mayoría absoluta en el Parlamento Europeo.

El gran cambio vendría por ser la primera vez en que la suma de los votos de populares y socialistas no fuese suficiente para nombrar un presidente de la Comisión, y los liberales actuarían de bisagra. Este hecho de no llegar a la mayoría absoluta entre las dos grandes familias de la Cámara se ha visto como una catástrofe que no es tal: en la mayoría de países de la Unión, los socialistas no apoyan a los populares y viceversa para formar Gobierno o entrar en él –lo que se conoce como Gran Coalición–, siendo la única excepción Alemania.

Más allá del trío de europeístas clásicos, se abre un abanico de formaciones y familias de toda condición, incluyendo un número importante de partidos en situación de orfandad al no haber encontrado aún un grupo político al que adscribirse. En esos otros bloques encontramos desde la Izquierda Europea –donde está Podemos– a Los Verdes, pasando por tres bloques distintos con partidos nacionalpopulistas, euroescépticos y eurófobos en su interior. Es precisamente en esos tres bloques donde está el foco puesto para estas elecciones.

El seguimiento que hace Politico para estos comicios europeos concluye que, de los 751 eurodiputados que se elegirán, 469 son proeuropeos frente a 255 euroescépticos –y 27 que no se deciden–. Eso arrojaría que poco más de un tercio de la Cámara iría a parar a manos de formaciones euroescépticas. Pero aquí cabe un gran matiz. En ese tercio se incluyen formaciones de izquierdas que, sin estar alineadas con el europeísmo actual, pueden ser considerados altereuropeístas en tanto que no discuten los principios fundacionales de la Unión, sino algunas evoluciones posteriores y la gestión reciente de determinados asuntos. Así, en una estimación más realista –con las tres familias euroescépticas, partidos sin grupo como el Jobbik húngaro y nuevas formaciones que todavía no han encontrado casa, como es Vox–, el peso probable de las formaciones euroescépticas vendría a ser entre un 20% y un 25% de los asientos del Parlamento Europeo.

Es preocupante que uno de cada cuatro eurodiputados pueda llegar a ser alguien que no cree en el proyecto que representa –o lo hace de forma muy distinta a su vocación fundacional–, pero no es una cifra demasiado alejada de la tendencia que hemos visto en citas anteriores. En las elecciones de 2014, las formaciones euroescépticas rozaron el 15% de los votos, doblando sus resultados de 2009, donde obtuvieron un 7,6%, y no muy alejados del año 2004, donde un 12,7% de los votos fue a parar a ellos.

En ese sentido, los resultados previstos para 2019, no suponen un salto abismal para estas formaciones, sino un paso más en la tendencia que llevamos muchos años observando y a la que, por cierto, el Reino Unido contribuye de manera fundamental, ya que si se hubiese producido el Brexit, la representación de los partidos euroescépticos sería inferior a la estimada –el Partido del Brexit, de Nigel Farage, se calcula que obtendrá 25 de los 66 europarlamentarios británicos, siendo la formación más votada.

División entre euroescépticos

Otro error frecuente es hablar de los partidos euroescépticos como un bloque unido que avanza de forma monolítica. De ser así no vendrían fragmentados en tres bloques. Y es que estas formaciones, de marcado discurso identitario, también adolecen de los problemas que tienen partidos o ideologías en expansión: luchas de egos, estrategias divergentes y lógicas políticas muy diferentes.

Todo ello dificulta la conformación de un único europartido y lastra el nivel de coordinación entre todos ellos. La iniciativa que mayor alcance parece estar teniendo es la Alianza Europea de los Pueblos y las Naciones, liderada por Matteo Salvini. Sin embargo, la pugna por el liderazgo de esta Internacional euroescéptica ha sido dura, y Marine Le Pen también trata de cortejar por su lado a otras formaciones relevantes, como el Fidesz del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, para adherirse a su club. Así, en tanto que no exista una hegemonía clara e indiscutible en los partidos euroescépticos, el pulso por su liderazgo está servido.

Porque hasta en los fundamentos ideológicos y estrategias electorales de estos partidos hay una brecha clara y evidente: a pesar de sus puntos en común en el rechazo de la Unión Europea, las formaciones del este de Europa se mueven más en un ultraconservadurismo en lo social y un liberalismo en lo económico, caso del Fidesz húngaro o el Ley y Justicia polaco, mientras que partidos como el Frente Nacional de Le Pen no son tan ultraconservadores –a pesar de ser abiertamente xenófobos– y tampoco tan liberales en lo económico, unas posturas que les han permitido agrandar su base electoral hasta antiguos votantes de izquierda. Vox, por ejemplo, estaría más cerca del primer grupo que del segundo.

Todo ello no evita que su influencia durante los próximos cinco años vaya a ser considerable en la política europea. Sin embargo, esto no necesariamente pasa por el Parlamento Europeo –una institución con relativamente poco poder–. Y es que con el auge de la extrema derecha, la Unión puede acabar siendo rehén de sus propias normas en el ámbito institucional.

Este 2019, algunos Estados miembros podrán proponer candidatos a comisario europeo –uno por país– que pueden ser abiertamente euroescépticos o eurófobos, lo cual es una poderosa forma de minar las instituciones desde dentro. ¿Cuál sería la labor, pongamos, de un comisario italiano afín a los postulados del Gobierno euroescéptico de la Liga Norte y el Movimiento 5 Estrellas? En esa línea, el Consejo Europeo –formado por los Estados– sigue teniendo la última voz y, dentro de él, los miembros tienen capacidad de veto.

Si distintos Gobiernos euroescépticos desarrollan cierta sintonía y una estrategia común, podrían acabar imponiendo una parálisis en Bruselas. Y si a esto le sumamos que la mayoría de eurodiputados en esta legislatura serán recién llegados –y esa inexperiencia ralentizará el Parlamento–, el resultado puede ser unos inusitados niveles de disfuncionalidad institucional, lo que no hará sino acelerar la deslegitimación de la Unión Europea y los discursos contra ella.

Estas elecciones europeas no son la batalla final en una épica entre el bien y el mal. Son otro episodio más en una deriva que llevamos viendo mucho tiempo y que cada vez está más cerca de la irreversibilidad. Y quien tiene la llave son, principalmente, los ciudadanos europeos. En los comicios de 2014 solo en dos países se superó el 60% de participación: Bélgica, donde el voto es obligatorio, y Luxemburgo.

Y mientras tanto, en España el CIS nos trae una paradoja: la ciudadanía cree que los asuntos europeos son importantes, pero reconoce estar poco interesada en ellos y en las europeas votará en clave nacional. Quizá el gran reto no son los euroescépticos, sino la indiferencia. “Para que triunfe el mal, basta con que los hombres de bien no hagan nada”, que decía Edmund Burke.

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