“Me uní al Estado Islámico en Siria con mi hijo de cuatro años. Un viaje al infierno”
Cuando veía la última propaganda de Estado Islámico (EI), Sophie Kasiki se quedó mirando al joven angloparlante que amenazaba con la muerte a los infieles. Estaba vestido con uniforme de camuflaje y una bandana negra llena de letras en árabe.
Los ojos se le llenaron de lágrimas a Kasiki. “Podía haber sido mi hijo”, dice. Normalmente firme, su voz ahora es vacilante. “Me cuesta decirlo, hace que me den ganas de llorar. Lo habría matado a él y a mí misma antes de permitir que se convirtiera en un asesino, antes de permitir que cayera en las garras de esos monstruos”.
Los “monstruos” a los que se refiere son el Estado Islámico. Kasiki sopesa sus palabras; sabe que si su hijo de cuatro años estuvo alguna vez a punto de caer bajo el dominio de los jihadiistas fue porque ella lo llevó hasta ellos.
Kasiki es una de las pocas mujeres occidentales que han vuelto para contarlo después de estar en la capital del llamado Califato del EI en Raqqa (Siria). Un viaje al infierno del que, según su propio relato a un periódico británico, parecía no haber regreso.
“Me he sentido tan culpable, me he preguntado cómo puedo vivir después de lo que hice al llevar a mi hijo a Siria”, dijo a The Observer. “He odiado a todos los que me manipularon y abusaron de mi ingenuidad, de mi debilidad y de mi inseguridad. Me he odiado a mí misma”.
Según los servicios de inteligencia de Francia, hay unas 220 mujeres francesas con el EI en Irak y en Siria. Hace sólo dos años, el 10% de las que se iban de Francia para unirse a los jihadistas eran mujeres. Hoy la proporción es del 35%. Un tercio de ellas son mujeres que se convirtieron al Islam, como Kasiki. Su historia, Dans la Nuit de Daesh (En la noche del EI), publicada por Robert Laffont Editions, se lee como si fuera un thriller.
Kasiki (34) es una mujer pequeña pero muy decidida. Con el pelo peinado en finas trenzas (no dice su nombre real por miedo a represalias del EI), no parece una recluta típica de la causa islamista. Nació en la República Democrática del Congo y fue criada en un cómodo hogar, fervientemente católico, de mujeres independientes y fuertes. Tenía nueve años cuando murió su madre y la mandaron a vivir con su hermana mayor cerca de París. La muerte de la mujer a la que Kasiki aún considera su “ángel guardián” disparó una depresión infantil que proyectaría una larga sombra sobre su adolescencia y vida adulta; un “agujero en el corazón” que ni un matrimonio feliz ni la maternidad lograron cerrar.
Kasiki decidió convertirse al Islam mientras trabajaba como trabajadora social, casi siempre ayudando a familias inmigrantes de las afueras de París. Pensó que eso podría llenar el vacío de su vida y no se lo contó a su marido, ateo ferviente. Su nueva fe le proporcionó una tranquilidad psicológica temporal pero también le hizo conocer a tres hombres musulmanes, diez años más jóvenes que ella, a los que llamaría Les Petits (los pequeños). Jugaba a molestarlos como si fueran sus hermanos menores.
En septiembre de 2014, los tres se esfumaron para aparecer poco después en Siria, desde donde mantenían contacto directo con Kasiki. Ella se veía a sí misma como un conducto para los tres jóvenes perdidos, que simplemente necesitaban saber cuánto los extrañaban sus madres para subirse en el próximo avión hacia casa, hacia sus familias desconsoladas. Los papeles se invirtieron poco a poco. “Yo creía que controlaba la situación, pero ahora me doy cuenta de que probablemente alguien los entrenó para que reclutaran a gente como yo”, contó Kasiki. “Poco a poco se fueron aprovechando de mis debilidades. Sabían que era huérfana y que me había convertido al Islam, sabían que era insegura...”.
Una realidad diferente al paraíso prometido
El 20 de febrero de 2015 Kasiki dijo a su marido que iba a viajar con el hijo de ambos a Estambul para trabajar en un orfanato durante un par de semanas. En vez de eso siguió la conocida ruta jihadista hacia el sur de Turquía; y de allí, a Siria.
Como era de esperar, una vez instalada en el baluarte del EI en Raqqa, la realidad de la vida diaria fue muy diferente al 'paraíso' que le habían pintado sus amigos. A Kasiki le ordenaron que no saliera sola y que nunca lo hiciera sin cubrirse de la cabeza a los pies, que entregara su pasaporte y que limitara sus comunicaciones con su familia en Francia.
En la maternidad del hospital dirigido por el EI donde la pusieron a trabajar, le impresionó la suciedad de las instalaciones, la indiferencia del personal ante el sufrimiento de los pacientes, y la jerarquía que dirigía la ciudad. En lo más alto estaban los “arrogantes luchadores extranjeros”. En lo más bajo, los sirios. El apartamento familiar donde la ubicaron había sido abandonado apresuradamente por sus propietarios sirios. Los canarios enjaulados que habían dejado atrás eran una metáfora cada vez más fuerte de la reclusión de Kasiki y su hijo.
Sólo hicieron falta 10 días para que Kasiki se despertara de lo que ella misma llamó un “sopor paralizante” y se diera cuenta de su terrible error gracias a las cartas y fotos familiares que su marido, desesperado, le enviaba regularmente.
“Pedía volver a casa. Todos los días les decía que echaba de menos a mi familia y que mi hijo necesitaba ver a su padre. Al principio, me pusieron excusas. Luego llegaron las amenazas. Dijeron que yo era una mujer sola con un niño y que no podía ir a ningún lugar. Que si trataba de irme, me lapidarían o me matarían”.
“Estaba aterrorizada por la posibilidad de que mi hijo tuviera que quedarse con ellos si alguien venía a meterme en la cárcel. Le hablaba todo el rato a él: trataba de dejar grabadas cosas para que no las olvidara; que su padre y yo lo amábamos; que tenía que ser amable con las mujeres. Le hablaba con la esperanza de que le quedara dentro y de que, si algo me pasaba a mí y él caía en las garras del EI, tendría mi voz en su cabeza y no podría matar... Era como una leona tratando de protegerlo”.
Cuando uno de los franceses del EI pidió llevarse al niño para rezar en la mezquita, Kasiki gritó: “Quita las manos de mi hijo”. La respuesta fue un puñetazo en la cara. “Estaba en una ciudad extranjera donde no conocía a nadie y tampoco conocía el idioma. Miré a mi hijo y me di cuenta de que había cometido un error monumental, el peor de mi vida. Supe entonces que tenía que ser fuerte y hacer todo lo posible para sacarlo de allí”.
Los franceses del EI se llevaron a Kasiki y a su hijo a la madafa (casa de invitados), una prisión en todo menos el nombre, donde vivían decenas de mujeres extranjeras. Allí le impresionó cómo los niños pequeños veían en la televisión las decapitaciones y matanzas del EI mientras sus madres aplaudían y vitoreaban. “Las mujeres veían en los luchadores del EI a sus príncipes encantados, personas fuertes, poderosas, que las protegerían. La única manera de salir de la madafa era casándose con uno de ellos. En verdad, estas mujeres occidentales sólo eran vientres para hacer los bebés del EI”.
Una huida afortunada
El día siguiente, mientras sus captores estaban organizando una boda, Kasiki descubrió una puerta sin llave y se fue caminando. No dejó de caminar.
Su relato del escape de Raqqa entra en la categoría de los thrillers que lo dejan a uno pegado a la silla. Tras ser acogidos por una familia de la zona, que arriesgó su vida dándoles refugio, Kasiki se puso en contacto con miembros de la oposición siria con los que su marido había hablado desde Francia. En la noche del 24 de abril de 2015, un joven sirio en moto llevó a Kasiki con su hijo escondido bajo el velo hasta la frontera de Turquía. Si hubieran sido detenidos en un puesto de control, si alguien los hubiera atrapado huyendo, los tres estarían muertos.
En París, los servicios de inteligencia franceses interrogaron a Kasiki, que fue encarcelada durante dos meses sin ningún contacto con su familia. Aunque ella y su marido ya se reconciliaron, aún se enfrenta a posibles cargos por el secuestro del niño.
“Vuelvo a pensar sobre todo lo que pasó y me pregunto, ¿cómo pudo ocurrir? ¿Cómo pude hacer esto en algún momento? Sí, yo era ingenua, estaba confundida, era frágil, incluso vulnerable, pero ¿de dónde sacaron la inteligencia suficiente para lavarme el cerebro estos jóvenes comunes, no particularmente listos? Es una pregunta que aún hoy me hago”.
Kasiki sabe que en su huida tuvo mucha suerte y que fue poco común. Muchas jóvenes y mujeres occidentales atraídas por los cantos de sirena del EI no tendrán la misma suerte.
Tras su regreso a Francia, su esposo le mostró una foto que el EI le había enviado en la que se ve a su hijo posando con un rifle automático. “Debió haber sido tomada mientras estábamos allí, pero era la primera vez que la veía. Hizo que se me encogiera el corazón”, dijo.
“Siempre me sentiré mal por haber llevado a mi hijo a esta pesadilla diabólica, tan mal que a menudo me siento completamente paralizada por la culpa. Pero tengo que ser fuerte y seguir adelante. Lo más difícil ya pasó. Hemos escapado de las garras de esta gente y estamos vivos. Ahora debo evitar que otra gente sea absorbida por este horror. ¿Qué puedo decir? No vayan.”
Traducción de: Francisco de Zárate