Martin Luther King, la historia desconocida de un rebelde
El 15 de enero de 1998, cuando se cumplían 69 años del nacimiento de Martin Luther King, James Farmer recibió la medalla presidencial de la libertad en la Sala Este de la Casa Blanca. “Nunca quiso estar en el candelero”, dijo sobre Farmer el entonces presidente de Estados Unidos Bill Clinton. “Y hasta hoy, francamente, creo que nunca ha tenido el reconocimiento que se merece; su reconocimiento, largamente esperado, se ha hecho realidad”.
Farmer recibió la medalla después de haber liderado el Congreso de Igualdad Racial y el movimiento de los Viajeros por la Libertad en el sur estadounidense de 1961, cuando había segregación racial por ley. Cuando Clinton se la entregó, Farmer era ciego, diabético y tenía una doble amputación. Hablé con él unos meses después de la ceremonia y me dijo que aquel había sido el mejor día de su vida. “Fue como en los viejos tiempos. Pero esta vez, me sentí finalmente reivindicado y que los años de invisibilidad habían terminado”. Murió un año después de la ceremonia.
¿Y qué es lo que lo había invisibilizado?, le pregunté. Tener una esposa blanca había sido un problema, me dijo. Pero la razón principal, en su opinión, era que en Estados Unidos solo había espacio para homenajear a un prócer de los derechos civiles. “Yo estaba bajo la sombra de Martin Luther King. Y esa era una sombra enorme. King era el hombre que había pronunciado el discurso del 'Yo tengo un sueño'. Y King había sido asesinado. Eso siempre agranda la imagen de una persona”.
Ha transcurrido medio siglo desde el asesinato de King y es un buen momento para reflexionar sobre esa sombra. La forma en que la obra de King ha sido vista tras su muerte nos dice mucho sobre lo ocurrido para que un predicador radical negro llegara a ser tan importante y sobre lo que ha quedado oculto en la oscuridad.
Estados Unidos se entregará esta semana a una orgía de autocomplacencia, tergiversando selectivamente la vida y el trabajo de King, como si rebelarse contra el establishment estadounidense fuera, de hecho, lo que el establishment siempre esperó de él. Citarán el discurso del “sueño” como si fuera el único que pronunció. De él, se referirán a la frase sobre sus hijos siendo “juzgados no por el color de su piel sino por el contenido de su carácter” como si fuera la única.
Al hacerlo, omitirán con deliberación y descaro el hecho de que antes de morir asesinado en 1968 King estaba a punto de convertirse en un paria. En 1966, el número de estadounidenses con una opinión desfavorable sobre él era dos veces mayor al de los que lo apoyaban. Pronunciado exactamente un año antes de su asesinato, su discurso contra la guerra de Vietnam en la iglesia de Riverside fue calificado por la revista Life de “calumnia demagógica” y de “guion para Radio Hanoi”.
Lo mataron cuando apoyaba una huelga de basuras
Apenas una semana antes de su asesinato King había participado en una manifestación en Memphis en apoyo a la huelga de los trabajadores de la basura. La protesta se volvió violenta y la policía respondió con porras y gases lacrimógenos, matando a tiros a un joven de 16 años. La prensa y la clase política se cebaron con King. El periódico The New York Times dijo que debía sentir una “fuerte vergüenza” por los sucesos. Una columna en The Dallas Morning News lo llamó “el cazador de titulares y sumo sacerdote de la violencia no violenta” cuyo “road show” de Memphis había sido igual “a ir corriendo con una antorcha hasta un polvorín”. The Providence Sunday Journal lo tildó de “imprudente y de irresponsable”. Cuando lo mataron, King estaba en Memphis apoyando la huelga.
Esa fue la última vez que los medios nacionales hablaron de King en vida, que murió así en un momento en que era percibido como una figura polarizadora y cada vez más aislada. Apenas seis días después de su muerte, el diputado de Virginia William Tuck lo culpó de su propio asesinato. “Fomentaba la discordia y la lucha entre las razas... El que siembra la semilla del pecado cosechará una y otra vez un torbellino de maldad”, dijo en el Congreso de Diputados.
Pero en las décadas transcurridas desde entonces se ha ido limpiando el barro para que su legado brille como un tesoro nacional. En los dos años anteriores a su muerte, ni siquiera aparecía entre los 10 hombres más admirados del año de la encuesta de Gallup. En 1999, la encuesta de Gallup de las personas más admiradas del Siglo XX lo colocaba en segundo lugar, solo aventajado por la Madre Teresa de Calcuta. En 2011 se inauguró el monumento conmemorativo de King en la Explanada Nacional de Washington DC: una estatua de 30 pies sobre 16.000 metros cuadrados de suelo histórico de primera clase: el 91% de los estadounidenses (incluyendo el 89% de los blancos) lo aprobó. Incluso Donald Trump se ha abstenido, por el momento, de comentarios que mancillen su legado. Hace pocos meses alababa su “legado de igualdad, justicia y libertad”.
El proceso por el cual King pasó de la ignominia a convertirse en un icono del siglo no está hecho solo del tiempo que erosiona los malos sentimientos y recuerdos dolorosos. La 'historia' no hace una criba de los líderes radicales, escogiendo sus mejores méritos y exponiéndolos fielmente para que sean homenajeados públicamente. El trabajo se hace con grandes prejuicios y volatilidad en los juicios, de una manera que habla tanto de los historiadores y su tiempo como de los propios líderes.
Como escribió el historiador trotskista Edward Hallett Carr en su ensayo seminal 'El Historiador y sus hechos', “los hechos de la historia nunca nos llegan puros”. “Dado que ni existen ni podrían existir en forma pura, siempre se reflejan a través de la mente del que los registra... La historia significa interpretación... Es un historiador el que ha decidido, por sus propias razones, que el cruce de César de ese pequeño arroyo llamado el Rubicón es un hecho histórico, mientras que el cruce del Rubicón por millones de otras personas antes o después no interesa a nadie en absoluto”.
La comprensión del fenómeno King hoy es fruto de una larga lucha y de un cálculo estratégico por la actual negociación sobre la narrativa racial del país. La América blanca no hizo de forma voluntaria el viraje hacia la igualdad formal. Un mes antes de la Marcha sobre Washington de 1963, el 54% de los estadounidenses blancos pensaba que la administración Kennedy “impulsaba demasiado rápido la integración racial”. Unos meses después, el 59% de los norteamericanos blancos y el 78% de los sudamericanos blancos desaprobaban “las acciones que los negros han tomado para obtener derechos civiles”.
Ese mismo año, el 78% de los padres blancos del sur y el 33% de los padres blancos del norte del país se negaba a enviar a sus hijos a una escuela en la que la mitad de los estudiantes fueran negros. Según Gallup, no fue hasta 1995 que una mayoría de ciudadanos blancos estadounidenses aprobó el matrimonio entre negros y blancos.
Descartar a King sería descartar al más prominente y popular defensor de los derechos civiles. Eso es algo que exigiría alguna que otra explicación de un Estados Unidos que defiende la idea de que efectivamente se liberó del estigma de la segregación y se ve como una democracia moderna y no basada en la raza. Aunque no hubo consenso en los medios empleados para terminar con la segregación por ley (las marchas masivas, la desobediencia civil y el activismo de base), el país sí llegó al consenso de que aquello tenía que terminar. Pero no hay explicaciones plausibles del viaje que cubre la distancia entre Rosa Parks y Barack Obama que no tengan a King en el centro y en primer lugar. Aunque la diferencia entre el desempleo de los blancos y los negros sea más o menos la misma ahora que en 1963, las escuelas del sur se estén volviendo a segregar y la diferencia de riqueza se esté ampliando.
La América blanca llegó a abrazar a King de la misma manera que los sudafricanos blancos abrazaron a Nelson Mandela: de mala gana y con gratitud, de forma retrospectiva, selectiva y sin elegancia. Cuando se dieron cuenta de que su odio hacia él era inútil, King ya había creado un mundo en el que amarlo era lo mejor que podían hacer por su propio interés. En resumen, porque no tenían otra opción.
“Nuestro país ha elegido la manera más fácil de procesar a King”, me dijo el difunto Vincent Harding, autor de un borrador del discurso de King en Riverside. “Se dan cuenta de que había algo muy poderoso conectado a él y que él también estaba conectado con esa fuerza”.
Tampoco ha sido un viaje sencillo para la América negra. Si bien King siempre fue popular entre los estadounidenses de raza negra, no fue tan así entre los líderes políticos de raza negra. Los activistas más jóvenes se burlaban de él llamándolo “el señor”, por lo grandioso que era. Sus contemporáneos lo criticaron por caer siempre en los conflictos con más atención de los medios de comunicación.
Pero las victorias logradas en derechos civiles pronto se toparon con el legado de siglos de opresión y con las realidades del capitalismo. ¿Qué pasa con la igualdad racial en un país donde la desigualdad económica está profundamente arraigada en el sistema? ¿Cuál es el valor de poder comer en el restaurante que uno elija libremente si no puede pagar el menú?
En un encuentro celebrado en Chicago en 1965, King se estremeció después de ser abucheado por un grupo de jóvenes negros en la multitud. “Esa noche me fui a casa con un sentimiento feo, de forma egoísta me puse a pensar en los sufrimientos y sacrificios que había hecho durante los últimos 12 años”, recordó. “¿Por qué abucheaban a alguien tan próximo a ellos? Pero después de un rato despierto y pensando al final miré dentro de mí y no pude tener menos que paciencia y comprensión con aquellos jóvenes. Durante 12 años, yo y otros como yo habíamos pronunciado radiantes promesas de progreso, les había predicado sobre mi sueño... Les había pedido que tuvieran fe en Estados Unidos y en la sociedad blanca. Sus esperanzas estaban por las nubes y ahora me abucheaban porque nos sentían incapaces de cumplir con nuestras promesas. Abucheaban porque les habíamos pedido que tuvieran fe en personas que con demasiada frecuencia habían demostrado su deslealtad. Eran hostiles porque estaban viendo cómo el sueño que tan fácilmente habían aceptado se convertía en una frustrante pesadilla”.
¿Qué Luther King recordar?
El King que América ha decidido recordar es el de Washington DC, a los pies de Lincoln y hablando de un sueño “profundamente arraigado en el sueño americano”. Pero en el largo y caluroso verano de 1967, con disturbios en Newark, Cincinnati y Buffalo, y tanques rodando por las calles de Detroit, King ya había comenzado a cuestionar el capitalismo. Estados Unidos estaba en medio de la guerra fría.
“Debemos enfrentarnos honestamente al hecho de que el movimiento debe abordar la cuestión de una reestructuración de toda la sociedad estadounidense”, dijo en agosto de 1967. “Hay 40 millones de pobres aquí, y un día nos tendremos que preguntar: '¿Por qué hay 40 millones de pobres en Estados Unidos? Cuando empiezas a hacer esa pregunta, estás cuestionando el sistema económico y pidiendo una distribución más equitativa de la riqueza. Cuando haces esa pregunta, cuestionas la economía capitalista... cuando abordas este tema surge la pregunta: '¿A quién pertenece el petróleo?'. Empiezas a preguntarte: '¿De quién es el mineral de hierro?' Empiezas a preguntarte: '¿Por qué la gente tiene que pagar facturas de agua en un mundo compuesto por agua en sus dos terceras partes?'”.
En 2002 entrevisté por primera vez a la difunta poetisa y escritora Maya Angelou por un volumen de sus memorias en el que hablaba de los asesinatos de King y de Malcolm X. Le pregunté en qué pensaba que estarían trabajando ellos en ese momento, de haber estado vivos. La hasta ese momento locuaz entrevistada se quedó un rato en silencio antes de mover la cabeza y soltar un largo suspiro. “No puedo”, dijo. “No puedo. Han pasado tantas cosas desde que ambos fueron asesinados. El mundo ha cambiado tan dramáticamente.”
Las reputaciones forjadas en períodos revolucionarios rara vez sobreviven tiempos más tranquilos. En momentos de agitación social y conflicto agudizado, el escenario es para los que hacen grandes declaraciones, son decididos, enfáticos y audaces. Pertenece a los que pueden movilizar a sus partidarios y enfrentar a sus opresores. Los momentos revolucionarios son buenos para los decididos pero también para los temerarios. En el caso de King, significaba un hombre dispuesto a ponerse el traje del entierro por su trabajo.
Una vez pregunté a Jack O'Dell, uno de sus veteranos ayudantes, por qué King había pronunciado el discurso sobre Vietnam cuando sabía que arruinaría su relación con la Casa Blanca y le costaría mucho apoyo y fondos al movimiento. “Tenía el premio Nobel y no sabía cuánto tiempo más iba a vivir. No tenía más que 39 años, pero no iba a vivir mucho más, y eso significaba que sólo le quedaban unos cuantos discursos. Tuvo que decir lo que dijo”, me respondió.
Pero una vez que cambian las condiciones que hacen posible estos períodos, también lo hacen las habilidades necesarias para liderar el nuevo momento. Las personas más eficaces para las barricadas no son necesariamente las mejores para la sala de juntas. Por eso la transición de guerrilla a gobierno es tan difícil para muchos movimientos. Es un cambio que no se detiene nunca.
Jesse Jackson, un hombre que estaba junto a King el día que murió en Memphis, se reinventó como candidato electoral durante los años 80, canalizando el espíritu del movimiento por los derechos civiles hacia una amplia coalición que se convirtió en un reto para el Partido Demócrata y en la que participaron sindicatos, feministas, activistas por los derechos de los homosexuales y ecologistas. Pero 20 años después a Jackson lo interrumpirían los manifestantes negros que protestaban contra la brutalidad policial en Ferguson, Missouri.
En sus memorias, When They Call You a Terrorist (cuando te llaman terrorista), una de las fundadoras del movimiento Black Lives Matter, Patrisse Khan-Cullors, carga contra esos “pastores negros y luego contra el primer presidente negro [que] predicaban [sobre la responsabilidad personal] antes que comprometerse con la responsabilidad colectiva”.
Muchos pasan las páginas de la historia más rápido de lo que pueden leerlas, por no hablar de entenderlas. John Lewis, el único orador de la Marcha en Washington de 1963 que aún vive, cuestionó la legitimidad de Trump como presidente por la supuesta participación de Rusia en las elecciones. “Todo hablar, hablar, hablar, sin acción, sin resultados”, tuiteó Trump en enero de 2017 sobre Lewis, apaleado por unos fanáticos de Birmingham (Alabama) en 1961 y por la policía de Selma en 1965.
Los contemporáneos de King en vida tienen que luchar hoy, igual que él lo hizo en su época, contra una América blanca que los desdeña y contra una América negra que exige más de lo que sus movimientos pueden ofrecer. Con la muerte de King, la lucha es por asegurar que no quiten de su legado el perfil militante y lo reorienten hacia donde les convenga. Un ejemplo más de la habilidad que Dios concedió al establishment americano para fabricar el antídoto contra su propio veneno.
Esta contradicción se hizo especialmente evidente durante la Super Bowl de febrero, cuando una publicidad para vender camiones Ram reprodujo un sermón que King pronunció sobre el valor del servicio: “Construido para servir”. El insulto a la memoria de King no podía ser más absoluto.
En otra parte del sermón usado por Ram, King dice literalmente a la congregación que no se deje engañar por los anunciantes astutos que quieren que gasten más dinero del necesario en coches. “Estos caballeros con una capacidad descomunal de persuasión tienen una manera de decirte las cosas que te lleva a comprar... Para envidiar a tus vecinos, tienes que conducir este tipo de coche... Y antes de que te des cuenta lo estás comprando”, se escucha decir a King. En una semana en la que casi todos los estratos de la sociedad estadounidense, la misma que votó por Trump, llorarán la muerte de King y alabarán su contribución, ese puede ser el mensaje más importante de todos.
Este artículo incluye material extraído del libro The Speech: The Story Behind Dr Martin Luther King Jr's Dream, escrito por Gary Younge
Traducido por Francisco de Zárate