Cuando Pierre de Coubertin planeó recuperar las Olimpiadas de la antigua Grecia, su filosofía siempre fue la de mantener, en la medida de lo posible, el espíritu de las mismas. En la Olimpia clásica, la competición atlética estaba reservada exclusivamente al sexo masculino, y la mujer ni siquiera tenía permitido el acceso al estadio. Al trasladar los Juegos a la modernidad, Coubertin desechó la segunda norma, pero mantuvo la primera. El barón era un firme partidario de mantener la actividad femenina al margen del programa olímpico, como había sucedido en los Juegos primigenios. Quizás no reparó en que, entre unas Olimpiadas y otras, habían transcurrido más de dos milenios.
El hombre cuya audacia permitió impulsar los Juegos Olímpicos tenía unas opiniones bastante reaccionarias respecto del deporte femenino. Coubertin afirmaba que una mujer practicando deporte era “la más antiestética imagen que los ojos humanos pueden contemplar”, y consideraba que su misión dentro del olimpismo debía limitarse a aplaudir y coronar a los campeones.
Quedan inaugurados los Juegos Olímpicos Femeninos
Entre la mentalidad de la época y el deseo de guardar el espíritu de las Olimpiadas originales, las primeras ediciones de los Juegos tuvieron una participación femenina muy exigua, ceñida a casos puntuales y deportes muy concretos. Ya en los años 20, continuaba siendo testimonial, limitada a esgrima, natación, hípica, tenis y poco más. El atletismo y la gimnasia eran consideradas actividades impropias para la mujer. En este contexto, surgió una figura que resultó decisiva para dar impulso al deporte femenino y luchar por su inclusión en el olimpismo. Esa persona fue la francesa Alice Milliat, traductora de profesión, luchadora por el sufragio femenino y activista incansable por la participación de la mujer en el deporte.
Enamorada desde su juventud de la actividad física (practicó remo, natación y hockey), Milliat militó desde muy joven en organizaciones deportivas feministas. La francesa se convirtió en un dolor de cabeza continuo para Pierre de Coubertin al solicitar repetidamente la inclusión de la mujer en los Juegos. Ante las sucesivas negativas, Milliat impulsó la creación en 1921 de la Federación Femenina de Deporte Internacional (FSFI en sus siglas en francés), en la que ocupó el cargo de presidenta.
El nuevo organismo se fijó como misión supervisar el deporte femenino internacional y su primera medida fue organizar unos Juegos Olímpicos Femeninos en 1922. 20.000 personas acudieron al Stade Pershing de París para presenciar la competición. Durante una sola jornada, deportistas de Francia, Reino Unido, Checoslovaquia, Suiza y Estados Unidos compitieron en doce disciplinas atléticas. La buena acogida de la iniciativa fomentó un debate cada vez más pujante, tanto a pie de calle como en los cenáculos del mundo del deporte.
Un acuerdo de compromiso
En 1925, el belga Henri de Baillet-Latour sustituyó a Coubertin al frente del COI. Aunque su labor para modernizar la arcaica burocracia olímpica fue notable, había dos aspectos en los que era tan conservador como su predecesor: el amateurismo, que tantas carreras olímpicas frustró, y la participación femenina. No obstante, en vista del clamor popular y temiendo que el éxito de los Juegos Femeninos terminara provocando un cisma en el seno del olimpismo, los mandamases del deporte se vieron obligados a mover ficha. J. Sigfrig Edström, presidente de la Federación Internacional de Atletismo (IAAF), ofreció a la FSFI acogerla dentro de su organización. De esta manera, se aseguraba un cierto control sobre la federación díscola a cambio de ciertas concesiones. No era la situación ideal, pero suponía introducir una cuña en el movimiento olímpico, y Milliat, negociadora implacable pero astuta, no desaprovechó la ocasión.
Una de las exigencias de la IAAF era eliminar de los Juegos Femeninos cualquier mención al olimpismo. Así, en 1926 se celebró en Gotemburgo la segunda edición, ahora renombrados como Juegos Mundiales Femeninos, con ocho países participantes y una aceptación aún mayor que la cosechada cuatro años antes en París. El movimiento era imparable.
Finalmente, el COI y la IAAF no tuvieron más remedio que incluir atletismo femenino en el programa de los Juegos de Amsterdam 1928. De momento, era una representación escasa, limitada a solo cinco pruebas (100 m, 4x100 m, 800 m, salto de altura y lanzamiento de disco), pero suponía un principio. A pesar de la cesión del COI, Milliat decidió seguir adelante con los Juegos Mundiales Femeninos. A la vez que trabajaba dentro de las instancias olímpicas para asegurar más participación femenina en cada edición de los Juegos, Milliat seguía ejerciendo presión desde fuera. La estrategia funcionó. La repercusión de los Juegos Mundiales Femeninos crecía con cada edición: en Praga 1930 participaron 17 países y en Londres 1934 se amplió a 19. En esta última edición se añadió el baloncesto como complemento del atletismo.
Gracias a Milliat y la FSFI, la resistencia inicial del olimpismo estaba vencida, pero quedaban todavía muchos obstáculos que superar. En los Juegos de 1928, Linda Radke y Kinue Hitomi libraron un apretado sprint para dirimir el oro en la recta final de los 800 metros. Tras cruzar la meta, ambas cayeron al suelo exhaustas. Aunque un desfallecimiento tampoco era algo inusual en el deporte masculino, el hecho fue aprovechado para limitar, en nombre de la ciencia, la distancia que las mujeres podían completar. No hubo carreras femeninas de más de 200 metros hasta Roma 1960, más de 30 años después.
El largo camino hacia la igualdad
En las siguientes ediciones de los Juegos Olímpicos más disciplinas fueron incluidas paulatinamente dentro del calendario atlético femenino, además de ampliar la representación a deportes inicialmente prohibidos como la gimnasia, presente desde 1928 por equipos, pero cuyas pruebas individuales no fueron admitidas hasta 1950. En 1936, integrado ya el atletismo femenino plenamente en el seno de la IAAF, la FSFI cesó sus actividades. Aunque aún había un largo trecho por transitar, esa lucha tenía que ser librada desde dentro.
En reconocimiento a la labor de Alice Milliat, el pasado 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, se inauguró una estatua en su honor en la Casa del Deporte de Francia, sede del Comité Olímpico galo. La imagen está ubicada a la entrada del edificio, donde comparte espacio con otra de Pierre de Coubertin. Ironías del destino, después de tantos años de lucha soterrada entre ambos, han terminado juntos para siempre.
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