Los que dan de comer a Madrid
El invierno madrileño avanza y las temperaturas por la noche ya bajan de cero. Para los repartidores de comida, ese ejército silencioso que salta entre aceras y calzadas en bicicleta al son del teléfono, los tiempos muertos en estas noches, el estarse quieto, no ayuda. Fumando un cigarrillo mientras espera el pedido en la puerta de la hamburguesería McDonald’s de Atocha, Guillermo dice que tiene clara una cosa del oficio, en el que se acaba de estrenar (lleva 15 días): “No se puede hacer esto toda la vida”.
Guillermo es de Toledo, tiene 26 años y trabajaba en espectáculos hasta que llegó el coronavirus. Ahora estudia un curso de ciberseguridad por las mañanas. Por las tardes, se echa a la calle, activa la aplicación del teléfono, espera al aviso, va al restaurante, recoge el pedido y lo entrega. Así hasta medianoche. Hoy lleva facturados 20 euros, y normalmente no pasa de seis o siete por hora. Las comisiones rara vez llegan a los cuatro. Mientras hace cálculos sobre si le compensaría usar una moto de alquiler de las que se acumulan en las esquinas (“no sé, son 150 euros al mes”), el teléfono pita y pone fin a la charla.
Ahora mismo hay cuatro empresas que se reparten el mercado de los pedidos y organizan a través de sus aplicaciones a los repartidores, conocidos por el término inglés riders. La primera fue Just Eat y se sumaron después Glovo, Deliveroo y Uber eats, cada una con un color distinto en las cajas cúbicas de tamaño maxi, más grandes que las espaldas de algunos de los riders. “Glovo arrasa”, dice Erwing, que precisamente trabaja para esta compañía. La empresa, de origen español, tiene suficientes repartidores en Madrid como para no conceder franjas de reparto a los nuevos candidatos. A Guillermo le pasó, y de hecho está pensando en irse a Toledo, donde la cuota aún no está cubierta.
Ya no es raro encontrarse en el metro a repartidores con las cajas de marras, a veces a pie, a veces con la bicicleta. Jonathan viene de Santa Eugenia y reparte por el centro, y el trayecto en tren le ahorra una hora diaria a sus piernas. “Pero tengo que terminar a las 23.00, si no, no me da tiempo a coger el de vuelta”, explica. Guillermo señala la pendiente de la Calle Atocha. “Si tienes el abono transporte, te compensa”, opina. “Está flojo hoy”, indica Erwing, que cree que estos días hay menos gente en Madrid por las fiestas. “A partir del 6 se normalizará”, confía. Hay que ajustar también con los horarios, porque las normas en tiempos de pandemia cambian cada poco. “La policía nos dijo que hasta las 0.40 podíamos estar”, cuenta. Los 40 minutos tras medianoche es un cálculo del tiempo que lleva volver a casa tras desconectar la aplicación.
Es cierto que no hay mucha gente por la calle. En la calle Ponzano de Chamberí, donde los restaurantes queman gas para calentar a los clientes en las terrazas que antes eran plazas de aparcamiento, hay mucho espacio vacío y apenas circulan riders cuando pasa de las 23.00. Solo se ve a uno, que no viene a recoger un pedido sino a entregarlo a una de las viviendas. No consigue que le abran el portal. Revisa la dirección en el teléfono, a ver si se ha confundido.
Las grandes plazas con restaurantes de comida rápida son punto de encuentro. Tiene sentido, pues son los que más tarde cierran y en algunos dejan entrar a descansar entre turnos. Aunque pueden llegar a concentrarse una decena larga, esta noche, en Cuatro Caminos, hay dos repartidores sentados frente al Mcdonald’s, resguardados por el quiosco. Uno es José, de 28 años, que confirma que aquí tampoco hay mucho movimiento y no es muy optimista sobre las perspectivas de la actividad. Lleva ocho meses de ‘rider’ y si sigue es “para sobrevivir”. Esta semana las cifras no dan. Para justificarlo, muestra la pantalla del teléfono, con una gráfica de barras con la facturación día a día: 24 euros, 13 euros, 12 euros, 30 euros. El viernes algo más, 50. A su lado está Amato, de 16 años. “Uso la cuenta de mi madre”, ríe.
Ambos son venezolanos, “como el 90% de los ‘riders’”, pero Amato es mucho más festivo, y cree que, aunque normalmente se cobren unos 150 euros semanales, en una semana buena se puede llegar a los 300. “No sé de dónde te sale esa cuenta”, replica José, y otro compañero, que estaba en la ventanilla del restaurante y ha oído la conversación, se acerca para refrendar que el benjamín exagera. Las jornadas varían. Amato solo trabaja por las tardes. Y un festivo señalado puede salir bien. El adolescente cuenta que, en Nochebuena, un compañero no facturó nada durante el día. Por la noche, otro que decidió no cenar con la familia llegó a los 80 euros.
Aparece al rato Carlos Barragán, de 22 años y tanta cara de niño como Amato. Tiene más experiencia que sus colegas, sin embargo, pues lleva ya más de un año como repartidor. “Tenía un contrato de camarero, pero no pude firmar porque aún no tengo el permiso de trabajo”. Dice que cumple todos los requisitos y ya se lo deberían haber dado, pero con la COVID ha habido un tapón en la gestión administrativa. “No dan citas”, se queja.
La experiencia de Carlos le permite saber que este local da buen resultado, porque está cerca de Ciudad Universitaria y los universitarios piden mucha comida basura, que de vez en cuando no recogen. “Glovo nos paga el servicio y nos dice que la destruyamos, pero para qué, si nos la podemos comer”, razona. A medida que pasan los minutos, el grupo aumenta de tamaño. Carlos se anima y cuenta la historia de un ‘sprint’ hasta Eloy Gonzalo cuando sorprendieron a los ladrones de la bicicleta de un compañero. “Los tiramos y la policía se los llevó”, presume. Se acerca la hora del cierre, las alertas del teléfono han dejado de sonar. Algunos chocan puños, se despiden. José apurará la jornada: “Me voy a quedar un rato más”.
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