Ya es 2019 en la noche de Madrid
Deben de ser cerca de las 5 horas de la mañana y en un bar de la calle Covarrubias, en Chamberí, la gente baila como si volviese a 2019. Los clientes, treintañeros en su mayoría, ríen, se abrazan, van y vienen a la barra, salen a fumar. Suena rock español y éxitos internacionales del panorama independiente. Habrá un centenar de personas en el local, pero de entre todas ellas destaca Kimberly, porque es la única que lleva puesta la mascarilla. Se le escurre al bailar, pero cada vez que alguien se le acerca, la coloca otra vez correctamente, cubriéndose la nariz. “Es que soy médico, y lo del COVID lo tengo aquí”, explica, tocándose las sienes con los dedos.
La conciencia personal acaba siendo la que dicta, como en el caso de Kimberly, si merece la pena taparse o no las vías respiratorias cuando se sale de fiesta. La mayoría ha renunciado. La Comunidad de Madrid autorizó la vuelta al baile a las discotecas el segundo fin de semana de octubre y desde entonces la presencia de las mascarillas en los locales de ocio se ha vuelto cada vez más esporádica, casi excepcional. “Hay un agotamiento social y de los trabajadores muy grande. La gente llega a los locales sin mascarilla, se la pone para entrar, pero psicológicamente está en otra fase”, admite Vicente Pizcueta, portavoz de Noche Madrid, principal asociación de empresarios del ocio nocturno. Así como se pide la primera copa, el cubrebocas desaparece, y a partir de ahí empiezan los márgenes de interpretación. Se puede bailar si se guarda el metro y medio de distancia de rigor, dice la norma, pero con mascarilla. ¿Y bailar con la copa en la mano? Camareros y porteros se hartan de hacer de árbitros de la legalidad. “La gente busca cualquier excusa. Dicen 'oye, que tengo el cubata', aunque el vaso esté vacío”, lamenta.
La medianoche del viernes, en el arranque del megapuente de la Constitución, se apiñaban los jóvenes en la calle Velarde de Malasaña. Está aquí uno de los bares históricos de la zona, La vía láctea, con una amplia cola. El portero lleva un cuentapersonas que pulsa conforme entran y salen clientes, igual que en el bar de enfrente, hasta arriba y con el chico de la puerta, muy amable, explicando a los que van llegando que tienen que esperar a que salga alguien para entrar, porque está lleno. Pero dentro no se ve una mascarilla y al preguntarle por esto, el hombre se queda callado, con cara de póker. Cambia de tema: “¿No tendrás un mechero?” Una chica que ha oído la conversación ironiza: “Sííí, la llevan todos”.
La ironía es otro recurso habitual estos días entre los empleados de bares y discotecas. Las mascarillas les sirven, al menos, para protegerse de la lluvia de aerosoles, gotículas y demás concentraciones salivales de los clientes que piden las copas a voz en grito. En un local de la calle Ponzano de Chamberí, donde brotaron las terrazas el año pasado por motivo del coronavirus, para fastidio de los vecinos que dedican las noches a dormir, una camarera se resigna el domingo por la noche, víspera de festivo. “No la lleva nadie, ni aquí ni en ningún sitio”. En este lugar, la pista de baile y las barras están separadas del exterior por una estancia intermedia, donde se compran las entradas. Una vez dentro, adiós a la mascarilla. El trabajador que vigila que los clientes no se eternicen en los baños trata de ser pragmático. “Casi prefiero que no la lleve nadie y así no tengo que andar diciéndole a todo el mundo que se la ponga”, cuenta, encogiéndose de hombros.
“Estar aquí es tirar una moneda al aire”
¿Y los clientes? Ángel, Javier y un tercer amigo vienen de Colmenar Viejo. Los tres, vacunados, tienen hijos pequeños y no salen mucho. “Este año, tres veces”, dice Javi, que ha hecho cálculos. “Estar aquí es tirar una moneda al aire”, opina, pero asume los riesgos. Los intentos por ligar, a los que parece que se dedican esta noche, con mayor o menor dignidad, la gran mayoría de los presentes, también influyen en la decisión de descubrir el rostro. “Yo ya lo he pasado [el COVID], pero si te da miedo te dejo, eh”, se despide Ana Belén.
“Lo primero que le pedimos a la Policía es que a la gente también se le haga asumir [la situación]. Es el momento de fijar la responsabilidad sobre la decisión de las personas. Si se produce una inspección en un local, necesitamos que se multe a la gente”, opina Pizcueta, que cree que hay escaso celo controlador. Aunque no es que haya pocos agentes en las calles. Este mismo viernes, las patrullas circulaban por Malasaña con frecuencia. En la calle en cuestión, dos agentes pasaron para llamar la atención a un grupo que esperaba a que la cola disminuyese en el portal del lado, con la música del teléfono a todo volumen. Cuando el barullo bajó de intensidad se marcharon. La semana previa, la Policía multó a la sala Cool, detrás de la Gran Vía. Había 500 personas dentro, sin mascarilla. Pero hay demasiados bares y no se puede estar en todas partes.
En las distintas salas de Medias Puri, a medio camino entre el cabaret con sus números de gogós y acróbatas, en Lavapiés la mascarilla es un objeto en extinción. La llevan los clientes al pagar la entrada –25 euros con derecho a consumición– pero a partir de ahí, escaleras abajo, van desapareciendo. El sábado en torno a las dos de la madrugada cientos de personas saltan, bailan y hacen fotos a los números circenses, la gran mayoría del público a cara descubierta, como los bailarines. En las barras los camareros bastante tienen con servir las copas. Son más escrupulosos con la normativa interna –no se sirven vasos de agua, ni se apoyan las chaquetas sobre el mostrador– que con las mascarillas. En Madrid, a diferencia de otras comunidades, no es que no se exija el pasaporte Covid o la cartilla de vacunación para acceder a los locales, es que por lo visto este fin de semana la ciudad de noche ha regresado a 2019, sin miedo ni restricciones.
La mascarilla, en el bolsillo
Pizcueta insiste en que los locales hacen lo que pueden. Por Halloween, Noche Madrid presentó una campaña de concienciación con la típica calabaza hueca cubierta con una mascarilla. Para Navidad, preparan otras acciones. “No nos podemos jugar las navidades y la salud de las personas”, reconoce, pero también se consuela porque en España, al menos, la gente lleva la mascarilla en el bolsillo. “En el centro de Europa, ni en el transporte público la llevan; seguimos siendo el país que más la usa”. Y recuerda que en las procesiones de gente por las calles de Madrid los fines de semana tampoco se guarda muchas veces la distancia de seguridad. Al aire libre, no obstante, el riesgo de contagio es menor. Apunta, por otra parte, que con los locales cerrados surgen los macrobotellones, como sucedió al final del verano.
Ante la desobediencia generalizada, algunas comunidades autónomas han apostado por imponer el pasaporte COVID, que varios tribunales superiores ya han avalado. “Nosotros ya presentamos en 2020 una aplicación con código QR para poder entrar”, recuerda Pizcueta. Eso era antes de la vacuna. La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha descartado, de momento, imponer el certificado de vacunación. “No hay que convertir a los camareros en autoridad sanitaria”, defendió.
Ni por Huertas, ni por Lavapiés se veían tampoco locales donde se cumpliese la norma con rigor este fin de semana largo. En el Independance club de Atocha, la puerta es doble. Por la derecha se entra, por la izquierda se sale. Pasadas las 2h, todos los que accedían llevaban mascarilla. De los que salían, ninguno. En el bar de Chamberí del principio aparecía, cerca de la hora de cierre, un segundo observador de las normas, con mascarilla FFP2. Creyó que le estaban tomando el pelo cuando le preguntaban por qué se resistía a quitársela, visto el ambiente general, y replicó, no queda claro si divertido o molesto: “Fui al baño y huele mal”.
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