La solidaridad es un invento vallecano
Una bandera republicana pinchada en un plato de plástico abarrotado de anchoas y boquerones. El popular “matrimonio”. Sus patatas fritas que no falten. Hay decenas de ellos repartidos sobre varias mesas que forman un círculo y en todos hay una bandera del país de la receta que han elaborado las vecinas y vecinos. “Comidas del mundo para un barrio con buen gusto”, se lee en el flyer abarrotado de actividades con el que Somos Tribu Vallekas convoca a la celebración al aire libre.
La asociación ha montado una jornada en el antiguo colegio público okupado La Atalaya. Hay juegos, teatro y magia, además del “pintxo intercultural”. Todos los beneficios son para la despensa que mantienen abierta desde el inicio de la crisis del coronavirus. El Parlamento Europeo reconoció hace unos meses a la asociación con el Premio Ciudadano Europeo 2020 por todas las iniciativas de apoyo que el proyecto solidario ha mantenido a lo largo de este año y medio en Vallecas, uno de los barrios de Madrid más castigados por la pandemia.
Maya forma parte de los cerca de 1.500 voluntarios que han remado a favor en este tiempo. Nunca se había comprometido con el barrio. Es vecina de Conchi desde hace años y no se conocían a pesar de vivir en portales contiguos. Nunca antes habían hablado. Quizá porque una es gitana y la otra paya. Ahora son inseparables. Maya prepara los pedidos que Conchi reparte con su coche. Maya tiene en casa a su suegra, a sus hijos y una nieta. Se hace cargo de todos junto con su marido. Antes tenía suficiente con sus problemas. Vivía aislada de los demás. Nada extraño en una gran ciudad, pulmón del capitalismo.
Hace un año su suegro falleció y en septiembre decidió entrar a ayudar en la asociación y llenarse de problemas ajenos. Ahora dice que no sabría seguir sin su nueva familia, que se siente mucho más satisfecha con esta vida recién estrenada. Hay 130 hogares pendientes de la despensa que ella gestiona. Abre tres horas el viernes y otras tres el sábado. El resto de la semana está lista y atenta para ordenar los pedidos, recibir donaciones, etc. Conchi también duerme con la conciencia tranquila, dice, aunque no tiene una situación mejor que aquellos a quienes ayuda. “Aquí ayudan todos, también los que necesitan ayuda”, apunta. Forman parte de un tejido social que ha salido reforzado con la crisis sanitaria ante el apagón de las administraciones.
El barrio responde
La respuesta inmediata no es extraña en un barrio donde la ayuda vecinal se remonta más allá de cinco décadas. Hay comunidad, fuerza y resistencia. Hay una tribu. Ni sombra de derrota a pesar de las historias al límite que cuentan Maya y Conchi. Cuando en el Congreso de los Diputados se habla de “cohesión social” no se refieren a un colegio público abandonado y okupado, donde el barrio se reúne para ayudarse, para compartir, para hacerse la vida menos difícil. Eso es La Atalaya.
Los viernes hacen “terapia”, dice Maya. Una “horita”. Las familias se juntan antes de ponerse a las tareas y se cuentan sus pesares. Como si la palabra hiciera digerible todo aquello que se les atraganta. Paco Martínez está sentado en una mesa, cerca de Conchi y Maya, disfrutando de una ración que acaba de servirse. A su lado está Isaías, con otro plato. Cualquiera adivinaría que son padre e hijo, pero a simple vista no puedes ver ahí dos generaciones que luchan por hacer del barrio una aldea inquebrantable.
Paco conoció Vallecas cuando todavía era barro; ya estaba ahí cuando llegaron los sacerdotes ofreciendo ayuda antes que evangelización. Aquellos “curas rojos”. Los recuerda con el compromiso de dar conciencia a los vecinos y enseñar en las parroquias a luchar por lo suyo. En estos centros emergió el movimiento asociativo, para reivindicar lo propio en un momento en el que juntarse más de diez era delito. Franco mantuvo la prohibición de las asociaciones hasta que la presión internacional le obligó a dictar una ley a favor. Entonces entró en escena una joven abogada laboralista que colaboró con los vecinos y les ayudó a legalizarse: Paca Sauquillo. Muchos años más tarde, en 2016, la entonces alcaldesa Manuela Carmena la nombró presidenta del Comisionado de la Memoria Histórica del Ayuntamiento de Madrid y tuvo un papel fundamental en la retirada del callejero franquista.
Gracias a la ayuda de Sauquillo, la asociación de los vecinos de Vallecas fue la primera en pasar a la legalidad -la Galia madrileña-. Su lucha ahora tenía más peso. El estallido vecinal era inevitable y miles de personas salieron a la calle a manifestarse por una vivienda digna. La conciencia política nació con las reclamaciones del Plan Parcial de Urbanización. “Únete a tus vecinos”, se cantaba. Y en las pancartas se pintaba: “Viva la organización popular”. Fue el primer paso de aquellos vecinos que habían construido el barrio y aprendido a colectivizar los problemas. Del barro a la COVID-19, de la clandestinidad al reconocimiento.
Aprender a reivindicar
Paco todavía se ve en aquel nuevo socialismo y entre los cristianos de izquierda. Con el mismo pelo enmarañado y las mismas ganas de ayudar a los demás, cuenta que la conciencia obrera del aluvión campesino que llegó a las zonas industrializadas “en busca de pan” la sembraron aquellos sacerdotes. “Cuando todavía se hablaba de guarderías, aquí surgieron las escuelas infantiles. No es lo mismo”, señala. Aunque sí hay una diferencia notable entre lo de entonces y lo de ahora: “En los 70 había un nivel cultural bajo y mucho líder. Los liderazgos eran muy fuertes y la mentalidad era más sometida. Ahora no es liderazgo, es participación. Ese ha sido un cambio muy fuerte en este movimiento contra la pandemia. No se impone, se dialoga”, explica.
Es pensionista, no jubilado. Quiere matizarlo. No le gusta hablar de jubilados porque nunca dejas de trabajar ni de luchar. Paco se formó políticamente en la Hermandad Obrera de Acción Católica. “A los 15 años ya tenía conciencia de clase”, zanja. Nació en Granada y vino a Madrid a estudiar Ciencias Económicas en la Universidad Autónoma. Lo dejó en tercer curso para ponerse a trabajar. Primero camarero y luego en artes gráficas. Hacía folletos para la formación de militantes. Y no ha salido del gremio desde entonces. La imprenta de la Comunidad de Madrid ha sido su último trabajo, el que más años le ha llevado. Ahora sigue trabajando, pero para los demás. Ha estado en la despensa que gestiona Somos Tribu Vallekas desde el inicio de la pandemia.
“Cuando uno prueba la fuerza del grupo, ya no puede dejarlo”. Este entrecomillado da sentido al grupo del millar de personas voluntarias que colaboran en la asociación, organizadas en una treintena de grupos de trabajo. Paco advierte, además, que si queremos derechos, tenemos que participar todos. No es una arenga, no es un manifiesto, simplemente lo suelta como una obviedad: no se trata de ir por libre, porque es la comunidad lo que funciona. “Una forma de funcionar más humana”, resume este vecino.
Territorio de conciliación
Isaías habla de lo mismo que su padre, pero él usa la expresión “capital humano”. Cada generación es soberana de crear su propio diccionario, que lo representa y retrata. Se siente “un poco heredero” de las posturas políticas y participativas de su padre, Paco. “He aprendido de él a implicarme, a aportar y ayudar sin esperar ni recibir nada”, cuenta. Isaías ha montado en la pandemia un huerto en el antiguo colegio de Vallecas, pero siempre ha estado vinculado al movimiento asociativo del barrio. En su vida laboral se dedica a la educación ambiental y, como Paco, en su tiempo libre se dedica a intentar mejorar la vida de los demás.
Isaías es ateo, pero ha aprendido de Paco a reconocer la ayuda que ha aportado la iglesia al barrio. Una iglesia que él escribe en minúscula para distinguirla de la del lujo. Ya tardaba en salir el activo de la parroquia de San Carlos Borromeo. “Esta es la iglesia de base, la que aporta a los necesitados, la que vive con ellos. Así ha sido Vallecas siempre: territorio de conciliación, con colectivos que no tienen que ver y que se ayudan. Anarquistas y comunistas han pedido paellas a mi padre”, recuerda.
Y nunca dar a nadie por perdido, dice Isaías. Otra reflexión imprescindible para entender por qué el tejido social ha impedido la caída o, al menos, un golpe mortal de la parte más vulnerable de la sociedad. Ya lo hacían hace años en el centro social la Brecha, donde Paco se dedicaba a ayudar en la reinserción laboral de los vecinos.
La red de ayuda se había dormido en los últimos años, pero cuando la carencia volvió a asomar, “los vecinos salieron en masa”, dice Isaías mientras continúa trabajando en el huerto que ha montado en el patio de arena de la antigua escuela. Cuantos más vecinos en la calle, más fuerza para reclamar a la Junta de Distrito lo que el barrio necesita. En el fondo, tratan de volver a desplegar la conciencia de que si no se participa, el privilegio se hace más fuerte.
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