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Los de la banda de El Jaro: historia triste de miseria, delincuencia juvenil y cine quinqui

Recorte de prensa sobre la muerte de El Jaro

Luis de la Cruz

3 de octubre de 2021 21:55 h

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“Esta historia está basada en hechos reales, aunque son imaginarios todos los personajes que en ella aparecen.” Se abre la cámara hacia un descampado, la ciudad al fondo y la cárcel de Carabanchel, donde un abogado se encuentra con El Jaro. Luego, tras un breve diálogo, comienzan los títulos de crédito con las características guitarras de los Burning al fondo.

Es el comienzo de Navajeros (1980), película dirigida por Eloy de la Iglesia y protagonizada por un debutante José Luis Manzano, que adaptaba a la gran pantalla la peripecia de El Jaro, un conocido delincuente juvenil que murió (como veremos) un año antes.

 José Joaquín Sánchez Frutos (Villatobas-Toledo, 1962 – Madrid, 1979) empezó a robar para comer. Su madre, alcohólica, les encerraba a él y a sus hermanos con solo una barra de pan y un poco de chocolate. Ellos, claro, aprendieron a forzar la puerta e ir a procurarse comida.

Viajarán a Madrid después de que su madre salga de la cárcel (donde entra tras liarla en una de sus borracheras), van con su padre en autocar, con lo puesto, huyendo de la mala fama. Su aterrizaje en la capital fue en una casa ocupada en la calle Ofelia Nieto, a la que siguió otra en la carretera de Barajas de la que pronto serían desahuciados. Casi desde el primer momento, su padre desapareció de sus vidas, dejando a José Joaquín y a sus hermanos a merced del instinto de supervivencia y de la mendicidad.

Pero con ocho años El Jaro ya volaba solo por las calles del norte de Madrid. Mientras que sus hermanos Donato y Joaquín, y su hermana María del Pilar, vivían en un pequeño piso del barrio de Valdeacederas con un familiar, él vivía solo y solo de vez en cuando aparecía por allí con los problemas pisándole los talones. Aun tenía otra hermana, Carmina, que vivía con su madre y fue abandonada cuando esta entró en un centro psiquiátrico.

1973 es la primera línea de una lista interminable de robos, detenciones y entradas en reformatorios. Aunque no tiene aún edad penal, su nombre es muy familiar para la policía. Y no solo es El Jaro, la banda que hereda su nombre está compuesta por un puñado de menores de dieciséis que han visto la película Perros Callejeros, se ven reflejados en aquel Torete y no le van a la zaga al volante de los coches robados. Son, además de El Jaro, El Gasolina, El Melones, El Carlos, El Payaso, El Juanillo, El Villa, El Guille o El Gordo, cuyos motes son conocidos a través de los recortes de prensa que se mueven en los barrios y eclipsan sus auténticos nombres.

 Poco a poco, empiezan a caer con más frecuencia. El 5 de enero de 1978 se publica en prensa la detención de Ángel Segura, de diecinueve años; Celestino López, de dieciocho; Miguel Rodríguez Morales, de diecisiete, y Paloma Bellido. Solo un mes después fueron detenidos otros miembros de la banda en un piso de Tetuán y en un descampado de la calle de Los Yeros (en La Ventilla), no sin antes estrellar el Simca 1200 contra el vehículo de la policía. Caen El Jaro y, poco después, una veintena más, y la policía da por desarticulada la banda. Se les atribuyen más de 200 tirones. En realidad, la leyenda de El Jaro se acrecentaba con cada nota aparecida en el periódico y, además, muchos de los muchachos escapan pronto del reformatorio.

Después de esta primera desarticulación, El Jaro fue internado en un centro de Lugo, un centro de régimen abierto del que al poco tiempo se marchó libremente: algunos de sus colegas fueron a por él con la noticia de que iba a ser padre.

En 1978 la banda tuvo un enfrentamiento con la Guardia Civil en el transcurso de un robo a un chalet de Somosaguas en el que El Jaro pierde un testículo por un disparo. Este es un evento de su vida en el que Eloy de la Iglesia se recrea especialmente en Navajeros, igual que sucede con la muerte del pandillero José Villa García durante el intento de robo a otro chalet, en Moratalaz.

El 24 de febrero de 1979 llegó el final esperado para una biografía como la de El Jaro. Andaban dando vueltas con un Seat 131 robado y acabaron en la calle de Toribio Pollán (hoy Veracruz, por El Viso). Vieron a un hombre de unos cincuenta años salir de un coche y, en la oscuridad de la noche, decidieron abalanzarse sobre él para atracarle. La víctima iba a tomar algo a casa de un amigo, que vio por la ventana a los navajeros rodeando a su invitado y bajó con su escopeta Beretta, del calibre 12. Disparó, según contó en comisaría, para ahuyentar a los pandilleros, pero el cartucho se alojó en el cuerpo de El Jaro, que murió poco después. La prensa nunca publicó la identidad del autor del disparo –en El País le llamaron el madrileño cuatro millones– y los magistrados que instruyeron el caso tampoco vieron necesario juzgarle.

La muerte le encontró con 16, un puñado de recortes de periódico con su nombre en los bolisllos y un hijo en camino, al que aún llevaron a portada los periodistas de El Caso. El hijo de El Jaro, podía leerse, refiriéndose a David, que años después sería de nuevo objeto de búsqueda por periodistas, que preguntaban por él en el Barrio del Pilar.

Durante su estancia en el centro tutelado de menores Santo Anxo, en Rábade, El Jaro fue tratado por la psicóloga Ángeles Luengo, que lo cataloga como “un niño que jugaba a ser mayor”. Según contaba en una entrevista la facultativa, “se podría decir que tenía algunos rasgos psicopáticos. Era el líder de su banda, así que intentamos que fuese el líder del colegio. Cuidaba el estudio de los otros niños, a nuestro lado, y le dábamos un trato muy personalizado”. Con El Jaro no pudo llevar a cabo la labor de reinserción que hubiera querido –y que creía posible–; tampoco con El Guille (que vivió en su casa unas semanas pero fue detenido por la policía), aunque sí con otro de los lugartenientes de la banda, que pudo rehacer su vida. Tampoco Fernando Saleta Tato pudo sacar adelante a El Jaro, al que conoció en su estancia en la cárcel de Zamora (centro al que se llevaba en la época a delincuentes juveniles que aún no tenían edad penal pero se consideraba peligrosos). Luego, se alquiló con su compañera un piso barato en la Ventilla y se dedicó echar una mano a los epígonos de El Jaro que por allí campaban.

Los robos de la banda de El Jaro hay que entenderlos dentro de un Madrid Norte que no es el de hoy, donde los barrios más pudientes se abrían aún paso entre descampados, infraviviendas y calles sin asfaltar. Ya no queda nada de las viejas casas bajas de Peña Chica y la zona del Paseo de la Dirección se ha dejado morir en aras del progreso. Esos eran sus dominios y las tensiones de la geografía hacían que se movieran a dar el palo a los vecinos barrios de El Viso o, Barrio del Pilar mediante, a Mirasierra.

En el libro Las vidas que me habitan. El viejo almacén de Buenos Aires, que cuenta la historia de un establecimiento que estuvo situado en la calle Villaamil, se recogen algunos recuerdos de antiguos vecinos del desaparecido barrio de Peña Chica. Entre ellos, los de César, que recuerda los tiempos de la banda: “Estaban la banda del Jaro, la del Carahuevo. Una vez pasó un coche de la policía persiguiendo a uno en moto. El de la moto se metió por el campo de fútbol y la policía no pudo entrar. El que iba en la moto era el Jaro. En realidad, no eran individuos tan peligrosos. Para la gente de fuera del barrio quizá sí”. Punto que, a continuación, ratifica otro vecino de entonces: “Yo recuerdo que cuando tuve mi primer coche, lo dejaba abierto y si me faltaba la radio, sabía quién me la había cogido. Iba a su casa y le decía: ”Devuélveme la radio, que es mía“. Y el otro me lo devolvía. Para la gente del barrio no había problema”.

No era la primera vez en la historia que la prensa dedicaba espacio a los desarrapados del extrarradio entrando en el centro de la ciudad, o a los barrios burgueses, para hacer cundir el pánico. Hay una escena en Navajeros que refleja bien el hermanamiento lumpen irrumpiendo más allá de sus dominos. En ella, El Butano, compinche de El Jaro, decide ir a vengarle a un bar después de que un grupo de matones liderados por El Marqués (Enrique San Francisco) humille a su compañero. El delincuente juvenil dice: “vamos esta misma noche, pero hay que ligar a muchos pibes, hay que llamar a los de la banda del Menkes, a los del Gasolina, a los del Quique, a toda la baska de Chamartín, a los de la Ventilla, a los de Tetuán... tenemos que ir TODOS, TODOS”. Y, a continuación, se ve a decenas de chavales bajando frenéticamente las escaleras del metro, camino del bar.

La generación quinqui fue víctima de la miseria de la emigración en poblados de absorción, cara b de la supuesta modernidad que Madrid vendía al exterior y realidad incómoda para apologetas románticos del esteticismo quinqui. Por aquella moda de las pelis protagonizadas por delincuentes juveniles, que coparon titulares para después morir prematuramente, muchos chavales querían ser El Pirri (El Nene de Navajeros). ¿Qué otra vía de escape ofrecía el futuro para ellos? Pero El Pirri, con sus catorce pelis en el currículum, murió de sobredosis en Vicálvaro. Los propios José Luis Manzano y Eloy de la Iglesia acabarían también muy mal.

Joaquín Sabina compuso aquella de Macarra de ceñido pantalón… para que la cantara Pulgarcito (¡Qué demasio! Una canción para El Jaro) el mismo año que Navajeros se estrenaba en los cines. Sin embargo, ¿podría resultar el estribillo de una de las canciones que salen en la película el epitafio de toda aquella generación? Y no te quedan lágrimas.

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