`Correspondencias´, de Pepe Espaliú yJuan Muñoz: muchas nueces y poco ruido
Estamos de enhorabuena en Murcia. Se ha abierto la nueva temporada de exposiciones en la Sala Verónicas y lo hace por todo lo alto, congregando a dos de los más importantes artistas de la generación de los 80. Por un lado el cordobés Pepe Espaliú (1955-1993), y por otro Juan Muñoz (1953-2001), uno de nuestros artistas contemporáneos más (re)conocidos. Todo un evento, sin duda, que nadie se debería perder.
“Pepe Espaliú/Juan Muñoz. Correspondencias”, que así es como se denomina la nueva exposición, no se trata de una retrospectiva (se necesitarían cuarenta salas como Verónicas para tal empeño), ni siquiera de una exposición conjunta de los dos creadores, de hecho, aunque se admiraban mutuamente, nunca expusieron ni trabajaron conjuntamente. Se trata, por tanto, de un proyecto curatorial llevado a cabo por el comisario y crítico de arte Jesús Alcaide (Córdoba, 1977) en el cual realiza el ejercicio intelectual de relacionar, o de establecer correspondencias, entre estos dos artistas a través de las 15 obras expuestas para la ocasión. Y la verdad es que como tesis curatorial funciona, incluso resulta redonda, aunque no deja de ser un ejercicio subjetivo, personal y, a mi modo de ver, un tanto forzado. Pero todo esto pasa a ser secundario cuando uno entra en la sala Verónicas y se topa con la apabullante obra de estos dos gigantes.
Si bien es cierto que se necesita bien poco, sensibilidad básicamente, para disfrutar de las obras que se exponen, esta no resulta una exposición fácil para los que no estén familiarizados con la obra de estos artistas. Y tampoco es que el planteamiento expositivo lo ponga muy fácil. Y es que las obras se presentan así, desnudas, sin más, mezcladas y sin una mínima cartela que las identifique, cosa que se agradece. Aunque es cierto que existe un pequeño dossier disponible, conformado por tres folios grapados, donde uno puede formarse una mínima idea de la propuesta expositiva y de la localización de las piezas, pero poco más. Bueno, siempre se puede adquirir el catálogo de la exposición a un módico precio de 10 euros, donde, además de las correspondientes imágenes de las obras, se incluyen unos artículos escritos ex profeso por Juan Vicente Aliaga y Manuel Segade, así como el texto curatorial del comisario. En cualquier caso, olvídense de todo, déjense llevar y adéntrense en la Sala Verónicas para disfrutar de piezas verdaderamente únicas.
Nada más entrar uno se topa en la nave central con dos palanquines negros, compactos, férreos, e inaccesibles (Carrying IV y VII). Se trata replicas de esas sillas, o tronos, usadas básicamente en Oriente para trasportar en ellas a las personas importantes. Aunque en esta ocasión Pepe Espaliú los transforma en tronos inaccesibles y férreos, con apariencia de ataúdes, donde más que portar a gente de renombre parecen fabricados para trasportar residuos radiactivos. Apestados, en definitiva, ocultos y distanciados de los sanos, donde no se puedan ver ni tocar. Esa es la pretensión de Espaliú con estos cuerpos escultóricos opacos y herméticos, pretender hacer visible a los enfermos de sida que a principios de los 90 sufrían el rechazo y la demonización por los sectores más conservadores de la sociedad, e intentar elevarlos a una esfera de más dignidad.
Probablemente quienes recuerden a Espaliú pensaran en su famosa acción “Carrying” que abrió los telediarios de medio mundo y que llevó a cabo el 1 de Diciembre del 92, coincidiendo con día internacional del sida y la publicación de su mítico artículo en El País (“Retrato del artista desahuciado”) donde reconocía abiertamente su enfermedad. En “Carrying” el propio artista era portado en brazos por una larguísima cadena de personas, dispuestas de dos en dos simulando el popular juego de “la sillita de la reina”, sin dejarle pisar el suelo durante todo el trayecto, desde el Congreso de los Diputados hasta la entrada del Museo Reina Sofía. Visibilizando de esta manera, al más puro estilo de escultura social de Joseph Beuys, tanto la dolencia, como la necesidad de ahuyentar el miedo al sida, así como empatizar con sus víctimas. En palabras del propio Espaliú: “Los enfermos estamos en una paradoja, seguir en el mundo sin tocar el mundo, seguir caminando sin tocar la tierra”.
Si continuamos la visita, nada más girar la vista hacia la derecha, nos sorprende una deslumbrante instalación que ocupa todo el crucero de la iglesia de Verónicas. Se trata de una pieza consistente en tres grandiosas jaulas de hierro de cuyas bases, como si hubieran explosionado, se descuelgan en largos filamentos desparramándose por el suelo, entrecruzándose y fundiéndose entre sí, otorgando una hermosa continuidad material y simbólica. De nuevo aquí, Pepe Espaliú utiliza las jaulas como un recurso metafórico, de silencio y soledad descorazonadora, para incidir en el aprisionamiento y la reclusión que suponía para los enfermos de sida vivir con una enfermedad que se había relacionado interesada y malévolamente con comportamientos heterodoxos, y de la necesidad de escapar de ese rechazo y demonización. Así es el arte de Espaliú, repleto de metáforas y símbolos para interrogar a la sociedad, para hacerle ver lo que no quería ver y cuestionar la realidad. El arte como medio para el despertar de la conciencia.
Uno podría quedarse indefinidamente extasiado por el magnetismo de estas obras. Son “sobre(a)cogedoras” en el amplio sentido de la palabra. Son escuetas, limpias y sobrias, mínimas incluso. Son frías y gélidas, de hierro, pero cálidas y entrañables. No muestran nada y a la vez lo muestran todo. Donde la presencia se hace terriblemente patente a través de la propia ausencia. Y si a todo esto le sumamos la calidez, el refugio y el sacro silencio que ofrece la Sala Verónicas estas obras (y el resto) se elevan hasta la enésima potencia.
Por mi parte ya daría igual seguir con el recorrido. Llegados a este punto el resto de las obras pierden gran interés (aunque son excelentes una a una), hasta se podría decir, exagerando, que incluso llegan a molestar, en el sentido físico al menos. Y es una pena, porque son todas obras magnificas, pero tal aglomeración de piezas más que establecer un diálogo generan un murmullo molesto que complica la escucha.
Y es que el diálogo entre las obras de los dos artistas, aparte de forzado resulta claramente desigual. Las obras expuestas de Juan Muñoz son maravillosas pero ocupan un protagonismo menor y bastante periférico, lo que les hace perder gran parte de su brillo. A pesar de todo, merece la pena abstraerse e intentar disfrutar de todas ellas. Aunque si van buscando al Juan Muñoz de los tentensiesos, de los grupos de humanoides monocromáticos con rasgos asiáticos, de los enanos, de las bailarinas, de los espejos, las columnas, o de los suelos barrocos; mejor ahórrense el disgusto. Y es que como he dicho no se trata de una retrospectiva, ni una muestra de las obras más representativas, aunque se hace inevitable acusar las ausencias. En el caso de Espaliú serían sus máscaras, sus muletas, o sus cuerdas y nudos. Pero es lo que es.
Por el contrario, nos podemos congratular de la presencia de algunas piezas icónicas del primer Juan Muñoz como: sus balcones (London Balcony), sus pasamos (Pasa a mano), o sus ventadas cerradas (Two Windows).
Al igual que Espaliú, Muñoz trabaja en estas piezas “arquitectónicas” con la ausencia, con mostrarnos lo que no se ve más allá de lo es. Juan Muñoz entendía que la única manera de llegar representar el presente y la muerte es precisamente por su ausencia. A eso nos invita este artista con estas piezas, a imaginar quien se expone en sus balcones, la huella de esa mano que acaricia el pasamanos, o que se oculta tras esas ventanas compactas… Así que déjense llevar, en todos los sentidos, porque la escultura de Juan Muñoz es narrativa y teatral y hay que subirse el escenario para interpretarla.
Mención aparte requiere la única pieza con representación de la figura humana, posiblemente una de sus obras más tardías (Broken noses carryng a bottle. 1999), donde se reconoce al instante al mejor Juan Muñoz. Una pieza maravillosa concebida como una confrontación constante de estabilidad y un equilibrio, de juego y de violencia. O como un relato violento que conduce desde una peana con edificios en llamas, hasta los pies donde dos figuras luchan a garrotazos al más puro estilo Goya. Una pena que se encuentre arrinconada y amenazada por las sombras y los tentáculos de las jaulas de Espaliú. Aunque, quien sabe, igual estos elementos de diálogo generan narrativas nuevas y más enriquecedoras, pero lamentablemente no sucedió en mi caso.
La muestra continua adentrándose en el coro bajo, tras la celosía que lo separa de la nave central. Allí, como escondidos, nos aguardan cuatro maravillosas piezas que, esta vez sí, materializan un evidente diálogo dos a dos. Un diálogo, eso sí, puramente formal (silla-silla, tortuga-tortuga), otra cosa sería hablar del fondo, del significado. En esa acogedora habitación, púrpura para la ocasión, de nuevo, el diálogo resulta claramente descompensado. Y no es que la escultura de la tortuga con su balcón adosado (Contemplación) o el grabado (Mobiliario XVII) de Juan Muñoz no sean magníficos, pero es que las sillas y, sobre todo, los caparazones de Espaliú son tan impresionantes que se hace imposible destacar ante ellos.
Una vez acabada la exposición, cuando uno abandona la Sala Verónicas y se enfrenta a la realidad, tiente la sensación que se ha dejado muchas cosas pendientes. Como si fuera incapaz de retener o de asimilar todo lo que allí se expone y subyace. Y es que son muchas obras para aclararse y muy pocas para contarlo todo. Demasiadas nueces para tan poco ruido.
“Pepe Espaliú / Juan Muñoz. Correspondencias”, permanecerá en la Sala Verónicas hasta el 5 de Enero del 2020, tiempo más que suficiente para no tener excusa en visitarla. Incluso en más de una ocasión. Porque esta es una de esas exposiciones poliédricas y llena a múltiples recovecos, como una de esas buenas películas en las que uno descubre algo nuevo en cada pase.
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