'Leer el presente' es un espacio que dedicamos a libros desde eldiario.es/murcia. Del mundo a la página y viceversa. Coordina José Daniel Espejo.
El fútbol es un terreno en disputa
Hace poco estrenaron Les misérables, la ópera prima de Ladj Ly. El arranque de la película tiene mucho que ver con este libro. Son imágenes de jóvenes viendo en las terrazas de París la final del campeonato mundial de fútbol, en 1998. Francia se enfrentaba a Brasil. ¿Por qué comenzar una película sobre los suburbios y sobre la violencia policial y sobre la posibilidad de una revuelta con planos del ambiente durante un partido de fútbol? Tiene todo el sentido.
Este ensayo de Mickaël Correia habla de fútbol, desde sus orígenes a la actualidad, y de cómo ha sido y está desarrollándose la disputa política en ese terreno. Desde que el mundo es mundo, los actos, cualesquiera, son políticos. Por supuesto en el deporte, que es un gesto lúdico pero también un gesto popular o capitalista, comunitario o patriarcal. Porque los gestos inanes no existen. Correia, en un trabajo de investigación encomiable y con una prosa clara, a veces trepidante y a veces calmada, y que todo lo cuenta de manera pedagógica -docere delectando-, nos lleva de un lado a otro y de un tiempo a otro, remarcando a cada paso esta naturaleza compleja y completa del fútbol: aquí se dirime tanto un gol en la portería contraria como una forma de entender la vida.
Cuánto se aprende, qué importante el ejercicio de visibilización que lleva a cabo el autor de Tourcoing (Francia). Uno desde Murcia había oído hablar del Sankt Pauli, de algunos jugadores que se habían salido del tiesto, de la revista Panenka, del libro de Quique Peinado sobre los futbolistas de izquierdas, de un ensayito que le regaló Dani, de Walden, y había gritado algunos domingos en las gradas del CAP Ciudad de Murcia. Pero poco más. Y aquí hay 500 páginas de nombres y apellidos, equipos de fútbol, campos, sucesos históricos, revoluciones, derrotas y victorias. Y como en todo ensayo maestro, enhebrando la vida ex campo con la vida in campo, aprendiendo historia cultural (tal cual) a la vez que historia chica del deporte rey.
Pongo un par de ejemplos. Cuenta Correia que el primer plan quinquenal soviético, entre 1929 y 1933, provocó un éxodo masivo a las ciudades. Los hombres, desreferenciados, lejos de casa, socializaban, recuperaban el calor en el fútbol: “Para millares de obreros que acaban de llegar a los suburbios moscovitas, al igual que para sus homólogos confrontados al anonimato en las metrópolis de Europa occidental o de América latina, el esférico constituye una nueva forma de socialización masculina (…) Para los miles de inmigrantes procedentes del campo, asistir a un partido de fútbol es una forma de recuperar el simulacro de identidad” (pp. 120-121). La política afecta a la ciudadanía, y la ciudadanía refleja la afección en el fútbol. Otro caso (hay cientos en el libro): en los años 30, cuando los fascistas se encaraman al poder afectan al fútbol, porque quieren afectar a la ciudadanía y tratan -un clásico- de rehacer la genealogía del balompié. Dislocándolo a voluntad, emborronan la procedencia británica de ese deporte y “decide[n] presentarlo como digno heredero del calcio fiorentino, juego de pelota colectivo de carácter popular que se originó en Florencia durante la Edad Media” (p. 113). Dicen: este deporte que nos hace comunidad, este lugar donde sois sociedad, también es propiedad nuestra, desde siempre.
Como en cualquier libro de historia, se pueden aprender y repasar muchas cosas con Una historia popular del fútbol, cosas para el día a día, quiero decir. Por ejemplo, que la revolución no será televisada, que habrá que buscar más allá. Casi nadie vio, en la inauguración del campeonato del mundo de Brasil, el 12 de junio de 2014, cómo una de las tres personas que soltaron una paloma al aire, símbolo de la paz entre los pueblos, sacó de su bolsillo una bandera roja, en la que estaba escrito: “Demarcação Já”. “El eslogan es una alusión a la lucha de los indígenas para lograr que el Gobierno establezca los límites de las tierras ancestrales indias que está sufriendo, en detrimento del derecho constitucional, la presión inmobiliaria de los especuladores” (p. 253). Esa imagen fue censurada, se ordenó desde realización pasar a un plano de, precisamente, las tribunas. Tampoco vamos a escuchar, si no nos arremangamos, que lo que ocurrió el 1 de febrero de 2012 en la ciudad portuaria de Puerto Saíd, al término de un partido de fútbol entre el Al Masry y Al Ahly, fue una venganza ideológica.
“Los Ahlawy son apuñalados, estrangulados, pisoteados o arrojados desde lo alto de las gradas. Poco después del comienzo del ataque, las luces del estadio se apagan bruscamente y las puertas de salida permanecen bloqueadas durante una veintena de minutos. En cuanto a los agentes de seguridad, se quedan prácticamente impasibles. La agresión se convierte en masacre. Resultado: 74 muertos y cerca de doscientos heridos graves” (p. 192). Para los Ahlawy, los ultras del equipo visitante, se trata de una acción planeada por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, presidido por Mohamed Tantawi,y que tomó el poder un año antes tras la dimisión de Mubarak.
Una venganza contra los ultras, por haber sido parte fundamental en las revueltas contra el gobierno militar egipcio. Todo esto no está en la cabeza de quien ve un partido de fútbol, de quien se alegra por el fichaje de un jugador brasileño, de quien sigue con interés y cerveza un partido de su selección contra la de Egipto. Si cada vez que vemos un regate pensáramos que esa forma de baile se originó en Brasil cuando al delantero centro Arthur Friedenreich le cosían a patadas, faltas que los árbitros, racistas, no pitaban por tratarse de un jugador afrobrasileño, y tuvo que aprender a esquivarlas (p. 237), ¿qué pasaría?
Correia revela, desvela y libera. Nos han hecho pensar, abundo en la idea de más arriba, que nada de lo que ocurre en torno al fútbol es ideológico, que el fútbol no tiene nada que ver con la política. Que cuando un jugador habla de, por ejemplo, independentismo, está fuera de su competencia, y es un ultraje para la causa del deporte, que es por antonomasia aideológica. Pero es un error, porque todo es político, y lo que se dice que no es político responde a una ideología muy precisa, muy concreta: el neoliberalismo, la cara más común del Capital en el siglo XXI. No hablar de política es dejar el terreno del fútbol a disposición del mercado. Y eso es una forma de pensar, como otra cualquiera. El capitalismo, de manera muy inteligente, ha logrado dejar de ser considerado una ideología. Un blanqueamiento perfecto. Como el que hacían en 1914 con polvo de arroz sobre el rostro de Carlos Alberto, primer jugador mulato del Fluminense FC, antes de salir al verde. Como el que se hacía cuando una mujer -un cuerpo femenino liberado- disputaba un partido de fútbol y los medios generalistas patriarcales lo tildaban de curiosidad, de divertimento estético.
Los ultras del Besiktas, los Carsi, decían en un comunicado en 2014: “El sistema pretende que nuestras vidas queden limitadas a noventa minutos durante los cuales debemos alegrarnos de los goles que hemos marcado o deplorar los que nos han metido […]. Quieren que 'no veamos nada, no oigamos nada y no hablemos de nada' que tenga relación con lo que ocurre fuera del campo de juego, como si los momentos anteriores al saque inicial no contaran para nada” (p. 368). En realidad, pensamos que los ultras y los futbolistas no tienen nada que decir, y nada que transformar, porque está prohibido preguntarles por nada que no sea fútbol, o considerarlos nada más allá que futbolistas, o peor -en el imaginario construido-: ultras. Ése ha sido el mandato. Hasta que a un entrenador se le pregunta por el veto parental, o a un jugador por el sueldo de los jugadores, o a otro por el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Es una grieta en el sistema, puede ser un cambio sustancial.
Es posible liberar al fútbol del Capital. Basta que un equipo no pida créditos estratosféricos y quede en manos de bancos, basta con que decida no aceptar nunca publicidad de casas de apuestas, basta con que un jugador salte al terreno de juego con un brazalete multicolor, una jugadora se plante por sus derechos labores; que no se toleren actos racistas, homófobos o fascistas desde la grada y desde el césped; o simplemente que un club decida no hacer concentración previa a los partidos para dejar a los jugadores que se comporten como lo que son, personas responsables. Las contraindicaciones son la pérdida de capital. Pero no habrá más: porque la máxima competitividad, el máximo esfuerzo, el máximo compromiso, la máxima conciencia social y la máxima responsabilidad de afición, jugadores y jugadoras permanecen inalterables. Incluso potenciados, porque la exigencia se concentra ahí, en esos valores, en los valores del fútbol.
Los jóvenes que están viendo el partido de fútbol al inicio de Les misérables lo hacen desde la plaza. El estadio se ha cerrado para ellos porque las entradas tienen un precio prohibitivo. En la calle, gratuitamente, disfrutan del partido, entrelazan sus voces, se desgañitan juntos, hacen comunidad, construyen identidad, defienden su patria. Les han expulsado del campo, donde sólo si tienes dinero y no armas escándalo (el guardar formalidad que se decía) puedes permanecer. Pero la energía de la calle está intacta. Francia ganó 3 a 0.
Hay una revolución latente. Este libro habla de las escaramuzas, de las guerrillas, caballos de troya de madera, hierba y tierra, o drones desatados que irrumpen con estrépito; habla de de dónde viene esto, de quiénes fueron los y las pioneras, porque Una historia popular del fútbol es tanto una reivindicación como un acto de justicia. ¿Odias el fútbol? ¿Crees que no tiene que ver contigo, que no habla de ti? Lee este ensayo de Correia. El fútbol es un terreno en disputa que afecta a cualquiera. Ahí se explica.
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