Cuando hablamos de la Guerra Civil suele salir como uno de los principales temas de conversación la destrucción de patrimonio religioso, de cómo “los rojos” quemaron iglesias y obras “sin piedad”. Voy a ser claro: esto fue verdad, pero no del todo, por lo que conviene hacer unos apuntes que contextualicen y desmonten el argumentario del régimen franquista que ha perdurado hasta nuestros días.
El sentimiento anticlerical abundaba en España desde antes de la Guerra Civil, incluso desde antes de la II República. Los españoles no veían con buenos ojos a una institución que sometió al pueblo y que avaló una dictadura como la de Miguel Primo de Rivera, por lo que, cuando Alfonso XIII huyó y se proclamó el régimen republicano, se dieron las primeras manifestaciones anticlericales. En el caso de Murcia vemos cómo se destruyó la estatua en honor a San Francisco de Asís, sita en el Plano de San Francisco, y algunos conventos. Por otro lado, en Puente Tocinos, al calor de la Revolución de Octubre de 1934, jornaleros quemaron la casa del párroco.
Pasando al periodo de la Guerra Civil, los actos anticlericales se sucedieron a lo largo de una Región en la que ningún templo quedó intacto, pero en la que menos actos se cometieron en comparación con otras. Los ataques se dirigieron hacia todo lo que representaba la opresión y dominación del pueblo. Estos no iban como tal contra la religión católica, sino contra aquello que representaba la institución, más aún después de haberse aliado esta con los golpistas. Desde mitad de julio hasta finales de agosto del 36 se generalizaron los asaltos a edificios religiosos, esto era en un momento de descontrol y de enajenación de las masas populares que desataron su rabia contra una institución que les sometió a lo largo de sus vidas. Masas populares en su gran parte analfabetas y que no eran conscientes del valor patrimonial que se llevaban por delante. Así vemos cómo por ejemplo se asaltaron multitud de archivos y se quemaron códices, escritos y demás documentación de gran valor no tanto religioso sino histórico. Por último, la quema de objetos religiosos significaba la destrucción del mundo viejo y el resurgir de un mundo nuevo de estas cenizas.
Si por un lado encontramos la destrucción, por otro lado tenemos la protección, la gran olvidada en la Historia, con mayúscula. A los pocos días de comenzar el conflicto se creó la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico, encargada de custodiar el patrimonio religioso y secular a lo largo del territorio. Posteriormente en las provincias y municipios surgieron también estos organismos que se encargaron de recoger todo el patrimonio artístico y centralizarlo para lograr su protección. De esta forma, frente al alrededor de 650 obras destruidas a lo largo de toda la Región, otras 5.000 fueron custodiadas por distintos ayuntamientos y más tarde depositadas en la Catedral de Murcia, que funcionaría como Museo de Arte. En 1939 estas obras volverían a sus lugares de procedencia, aunque algunas se “perdieron” por el camino.
Cabe destacar la actuación de Fernando Piñuela, alcalde de Murcia y militante del PSOE, que dirigió la Junta de Conservación municipal entre 1936 y 1938 junto a personajes relevantes como el pintor Luis Garay. El alcalde desarrolló un papel fundamental en la protección patrimonial a lo largo del conflicto. Como ejemplo, en una ocasión acudió junto a milicianos anarquistas a la iglesia del Barrio del Carmen para parar a unos vecinos que sacaban obras para quemarlas en la calle. Seguidamente, el 24 de julio del 36 intervino en la radio amenazando a aquellos que causaran daños a centros religiosos, considerándolos enemigos del Frente Popular y dando permiso a las milicias populares para disparar. Según se dice, también colaboró prestando su coche para esconder a la Virgen de la Fuensanta.
Esto no sirvió de nada cuando finalizó la guerra, ya que fue fusilado por las autoridades franquistas el 7 de noviembre de 1939. Caso similar es el de Andrés Zamora Carrasco, alcalde pedáneo de La Alberca que pasó por prisión por supuestamente quemar la iglesia de Santa Catalina cuando hizo todo lo contrario, protegerla.
Por último, y no menos importante, encontramos la acción de la UGT, que instaló su sede y Casa del Pueblo en el Palacio Episcopal. Cuando los milicianos llegaron al edificio, con el fin de que no se destrozara el patrimonio que en él había, lo resguardaron y cedieron más tarde a la Junta.
El periodo de 1936-1939 es convulso y tras 40 años de dictadura se ha construido un relato apoyado por los partidos de la Transición que conviene desmontar o, al menos, puntualizar. Esta es una tarea de los historiadores que ya están formados o estamos en proceso para des-revisionar la Historia.
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