La situación que se vive en las aulas en la Región de Murcia es cada año más insostenible, y lo digo de primera mano, como docente que soy. Por ejemplo, la semana pasada tuve cuatro alumnos con lipotimia por las condiciones insalubres en las clases, con un calor insoportable, en las que no existe ningún medio de refrigeración, con persianas y ventanas rotas, que no se pueden arreglar por falta de presupuesto (Sé bien de lo que hablo, pues he sido muchos años parte del equipo directivo de un instituto). Parece evidente que es una maniobra claramente orquestada para intentar ahogar poco a poco a la educación pública.
Treinta y tres alumnos en la ESO y cuarenta alumnos en bachillerato auguran una enseñanza poco personalizada, donde atender a la diversidad, que la hay y mucha, es prácticamente imposible. Y no me vale esa frase de “en nuestra época éramos más y no pasaba nada”. Sí que pasaba, lo mismo que ahora: niveles de fracaso y abandono escolar terribles, con un alumnado que no tiene ninguna perspectiva laboral halagüeña, desmotivado y sin futuro. Quisiera recordar en este punto que Murcia cuenta con un tercio de la población infantil-juvenil en riesgo de pobreza y exclusión social.
Se nos exige que impartamos una educación propia del siglo XXI, con medios del siglo pasado. ¿De qué sirve formarnos en competencia digital docente, elaborar planes digitales en los centros, si tenemos ordenadores obsoletos, cañones que se apagan como una “enana blanca” para no despertar jamás y compañeros y compañeras RMI que no dan abasto a parchear todo este desbarajuste?
Como docente tengo la sensación de ir siempre corriendo para no llegar a ningún lado, que gastamos energía en batallas baldías, que cada vez nos alejamos más de la realidad que nos rodea, que se nos escapan muchas cosas importantes, que nos faltan recursos y formación para comprender y tratar muchas de las circunstancias vitales que están surgiendo: autolisis cada vez más frecuente, mayor número de alumnos de necesidades educativas, de trastorno del comportamiento, TEA, bullying, conflictos en las redes sociales, ludopatía y un largo etcétera de problemáticas que surgen el día a día en un instituto. Además, la Consejería de Educación nos ha convertido en unos auténticos burócratas, hundidos bajo los informes, trámites, actas, anexos y documentos varios que nos quitan tiempo vital para preparar clases, hacer reuniones de coordinación con nuestros compañeros para elaborar proyectos de innovación, oír a nuestro alumnado. En definitiva, dar un sentido práctico a nuestra labor como docentes. Documentos que, por otro lado, no llegan a ningún sitio. Muchas de estas consideraciones se hacen cada año en nuestras memorias finales, pero nada cambia.
Creo que las familias también tienen algo que decir sobre esta situación tan precaria en la que dan clase sus hijas e hijos, agudizada este año por la falta de transporte escolar, fundamental para los institutos. Muchos con alumnado disperso por pedanías, la huerta, zonas alejadas de núcleos urbanos, sin posibilidad de transporte público alternativo, e incluso con casos más clamorosos, como lo ocurrido con los centros de educación especial. Y, como todos los años, empezando el curso con falta del profesorado interino, muchos de los cuales son tutores de grupos que quedan huérfanos durante semanas.
Por desgracia, todo esto que expongo no es ninguna novedad, todos los años añadimos grietas en el edificio educativo, que va hundiendo más y más los cimientos de nuestra sociedad futura. Si no tenemos ciudadanos bien formados, educados, escépticos, capaces de tener sentido crítico, pero ser a la vez empáticos, creativos, multidisciplinares y comunicativos estamos abocados a un empobrecimiento moral generalizado, a una pérdida de talento que no revertirá nunca de nuevo a la sociedad. Esta labor la debe llevar a cabo la educación pública, que hasta hace poco ha servido también de ascensor social para su alumnado. Aunque cada vez lo es menos ante la falta de plazas en los ciclos formativos, notas de corte altísimas en el acceso a la universidad, que impiden a una gran parte de alumnos entrar en las carreras universitarias de su interés, revirtiendo así una posibilidad de mejora social y avocando a muchos jóvenes con talento a abandonar sus sueños especialmente a aquellos más vulnerables. Constituyendo esta falta de oferta pública, a su vez, una inyección de vitaminas para el sistema privado y concertado que va creciendo cada día más y ocupando lo que debía ser de todos.
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