Tenet y la vuelta al cine
No soy de los que conciben la experiencia cinematográfica como un ritual religioso, aunque sí que confieso que prohibiría la entrada a la sala de cualquier tipo de alimento que huela y/o haga más ruido que un recipiente de palomitas... Pero eso es otro tema. Tampoco pertenezco a ese “club privado” de cinéfilos, empeñados en desarrollar la definición más selecta posible de “cine” y en dejar fuera de ella las películas de superhéroes y las que no se han bautizado en las salas. Pero sí que creo en la gran pantalla como un lugar especial, cuyos atributos técnicos hacen de ella un medio hiperconductor y un puente directo entre el cineasta y el espectador. Un espectador que, a su vez, se ve a sí mismo un poco más vulnerable y, desde luego, mucho más a merced de la historia que con su sofá con el móvil en la mano. Y es por eso, por el mismo motivo por el que esperamos a ocasiones especiales para ir a sitios especiales, quise reservar el estreno de Tenet para mi vuelta a las salas de cine.
También lo fue por ser hija de su padre, Christopher Nolan. Aunque todavía no tenga ninguna estatuilla, Nolan llena su estantería con el calor del público y el beneplácito de la crítica, que no duda demasiado en considerarle uno de los mejores cineastas de los últimos años. Además, en el caso de Tenet, su empeño por aprovechar la reapertura de las salas para hacer de su estreno un acontecimiento mundial, levantó el suficiente ruido como para que las expectativas no parasen de crecer a lo largo del confinamiento. Unas expectativas, a su vez, retroalimentadas por la promesa de ser una demostración más de su absoluto dominio de las narrativas más enrevesadas (Memento (2000), Origen (2010) e Interestellar (2014)) y habilidad para entregar grandes obras, como El caballero oscuro (2012) y El truco final (el prestigio) (2006); por nombrar alguna de ellas. Es decir, Tenet solo podía existir de una forma: siendo muy compleja y buena. Como mínimo.
Pero a Nolan no le pesa lo más mínimo lo que todo el mundo espere de él: él mismo lo construyó y lo hizo sabiendo que se mantendría, por lo menos, imbatible. Tenet no es un prototipo futurístico que vaya a revolucionar el cine –tampoco creo que lo pretenda–, pero es tan compleja y buena como cabria esperar. Es, más bien, un nuevo modelo de gama que, por sus grandes cualidades, nos recuerda las deslumbrantes capacidades de la empresa. Tenet es la nueva experimentación de un inventor que, tras sellar la patente, se limita a jugar y disfrutar con las distintas posibilidades que esta le brinda. Desde fusionar con elegancia el estilo James Bond con futuristas escenas de acción, hasta apostar por una banda sonora casi electrónica (Ludwig Göransson); una propuesta mucho más vertical y atrevida que a la que nos tenía acostumbrados Hans Zimmer.
De hecho, si cabe cierto comentario al respecto de Tenet, este deriva de su propia naturaleza. Para que, como espectadores, podamos llegar a comprender los cimientos sobre lo que la película de sostiene, debemos despreocuparnos de cualquier otro asunto que nos distraiga del desarrollo racional de la historia. Un truco marca de la casa que nos mantiene imantados a la pantalla, pero que también puede vaciarla de cualquier connotación emocional para el espectador; huellas que podrían hacer de Tenet una película mucho más perenne. A no ser, claro, que su recuerdo ya venga ligado a otro sentimiento.
Probablemente, Tenet no sea más que una pieza más de la obra de Cristopher Nolan. Una pieza que no perduraría en el tiempo de no ser porque su innegable calidad y rasgos la hacen sumamente adecuada para ecuadrarse junto al resto de la colección. Una colección que, quizá en no muchos años, salga a la venta –física o digitalmente– bajo un título tan interesante como “Saga del tiempo”. Quizá entonces sí que la señalaremos, pero para explicar que fue la primera película que vimos cuando reabrieron los cines.
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