Salvoconducto para ratones
Pareciera que me hubiera instalado en esta rutina intramuros como si siempre hubiera sido así y así sea para siempre. Una vez vi un reportaje televisivo terrible en el que la periodista encajaba un micrófono entre los barrotes del ventanuco de la puerta de un convento de clausura. “¿Saben ustedes quién es el presidente del Gobierno?”, les preguntó. “Aquí dentro tenemos televisión, tan aisladas no estamos”, le contestó la monja. La pregunta era ridícula, obviamente, porque estar a un lado o al otro del muro no cambia tu relación con el presidente del Gobierno.
Era inevitable que en estos días, entre la repostería y el recogimiento, me viniera este recuerdo a la cabeza. También otro más personal: en mi adolescencia, viví una etapa en la que tenía tantas ganas de que el mundo me dejara en paz, que se olvidara de mí, que dibujé un rótulo con la palabra “clausura” y lo pegué en la puerta de mi habitación, prometiendo pasar el mayor tiempo posible dentro de ella, cortando casi todos los puentes con el exterior. Eso me hacía sentir bien y también mal. Lo que yo deseaba, si no recuerdo mal, es que el mundo cambiara para encajar en mí, pues todo me hacía daño. Cuando decidí abandonar la clausura, probé de nuevo y las piezas encajaban mejor, pero no había conseguido doblegar al mundo sino que fue la habitación la que me cambió a mí.
Estoy en ese punto de la curva, tan distante del comienzo como de la conclusión, que no me imagino la vida en el exterior. No puedo visualizar el futuro. Como en mi adolescencia, me he prometido no salir de aquí hasta que el mundo cambie y no me haga más daño pero temo, basándome en mi experiencia, que cuando salga por esa puerta seré una persona mayor que ha perdido una batalla, que se ha rendido un poco más.
Al igual que aquella monja, contemplo el mundo a través del televisor, pero sé que es una realidad editada, así que no me la acabo de creer. Alberto, que sale a trabajar, es mis ojos al mundo. Me cuenta cómo está la calle, qué pasa en su trabajo, qué dicen sus compañeros y otras personas con las que habla. A veces, me trae historias terribles. Ha estado hablando con un hombre que tiene un negocio, cerrado durante el estado de alarma, cuya madre, de edad avanzada, tenía la salud delicada. Debido a la falta de camas en los hospitales, la mujer estaba en su casa, donde falleció. Habían pasado cinco días y ni los servicios sanitarios ni los hospitalarios habían podido pasar por la casa para recoger el cuerpo.
Hay un reverso en la gestión de la vida (la salud y los cuidados) que es la gestión de la muerte (la logística, el rito funerario y, también, los cuidados a los que se quedan) que tampoco nos está saliendo bien, por lo que me llega. Una muerte sin la despedida adecuada te carga con un peso para siempre. A veces, no hay tiempo y, otras veces, hay un tiempo excesivo que también provoca dolor, como en el caso de este hombre, donde el ritual se queda suspendido y no puedes avanzar. No me gusta pensar en la muerte, me paraliza de terror, pero hoy, la editora pesimista que hay en mí cambiaría el titular “lucha por la vida” por el de “lucha contra la muerte”. En fin, hoy llevo unos calcetines que dicen: “una vez me divertí y… fue terrible”. Ya me han dicho que me pegan mogollón.
Es necesario mantener todos estos sentimientos oscuros lejos de los niños y dejarse permear por sus tonterías y sus juegos, para ahuyentar las nubes negras. A mi hija Eleonor se le cayó la muela por voluntad propia, sin que yo pudiera intervenir. Hoy tuvo una videollamada con la mitad de su clase y una de sus profesoras, circunstancia que aprovechó para dar la noticia. Al parecer, una de sus compañeras quedó francamente preocupada por si el Ratoncito Pérez estuviera confinado en su agujero y no pudiera venir a recoger el diente. Hay un refrán que dice que cuando el gato no está, hacen fiesta los ratones; si alguien tiene salvoconducto para tomar la ciudad, con el humano depredador recluido, son precisamente los animales. No hay de qué preocuparse. De hecho, tenemos hormigas en casa, quizás hayan venido a traernos algo: el subsidio del paro o la devolución de Hacienda serían de agradecer.
A Eleonor le chiflan esos juegos de la tablet en los que puedes maquillar a una chica o cambiarle la ropa. En la última actualización de uno de ellos, se han incorporado nuevos complementos. Eleonor pegó un chillido: “¡mamá!”, al que acudí rápidamente pensando que era un asunto relacionado con esto de la muela. Y no. Me enseñó la pantalla, acompañando el gesto con una palabra henchida de orgullo y asombro: “mira”. Ahora podía ponerle mascarillas a la muñeca con diferentes diseños. No podía estar más contenta.
Son estas cosas las que me levantan de mis caídas a través de pozos tan profundos que parecen interminables. La vida vista a través de la tablet está, más que editada, fabricada, y por eso a veces parece más real. Tengo miedo de que no seamos nosotras las que manipulemos las muñecas de esa app, sino que sean ellas las que nos manipulen a nosotras. Por eso, cuando salgamos a la calle, la mascarilla con purpurina forme parte de la normalidad.
Situación actual (editada): 182.816 contagiados de COVID-19 en España, 1.003.117, en Europa y, el mundo, a punto de superar los dos millones: 1.918.138.
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