Isabel nació sana. Su desarrollo fue como el de cualquier bebé. El giro llegó cuando tenía algo más de dos años. Un día, sus padres notaron que se le había torcido un pie. También se dieron cuenta de que sus compañeros de clase avanzaban más rápido en el lenguaje, por sus dificultades para incorporar vocabulario. Ahí comenzó una llamada “odisea diagnóstica”, que finalizó tras año y medio con el peor resultado. Isabel tenía algo incurable, una enfermedad rara de carácter neurodegenerativo llamada Tay-Sachs. Algo que tambaleó aún más la idea que unos padres primerizos pueden hacerse de cómo hay que afrontar el desarrollo de un niño cuando ha dejado de ser un bebé.
El crecimiento de los niños con una enfermedad considerada rara, que son aquellas que afectan a un número muy limitado de la población, puede suponer un desafío para los padres de dos maneras distintas. Por un lado, están los que conocen la situación de su hijo desde que nace, algo que puede facilitar una preparación para el futuro. Pero también se dan casos en los que los niños pasan sus dos o tres primeros años aparentemente sanos, hasta que todo cambia por una dolencia inesperada y probablemente no diagnosticada. Además, hay que diferenciar entre los niños con una dolencia neurodegenerativa y los que no tendrán tan condicionado su futuro. Y tener en cuenta que los propios afectados, a pesar de su corta edad, pueden ser muy conscientes de que algo les ocurre.
“El marco de enfermedades es amplísimo”, dice Francesc Palau, director del Instituto Pediátrico de Enfermedades Raras (IPER) del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona. La variedad diagnóstica “es tan grande que puede haber situaciones en las que, si se manejan bien, el paciente puede llegar a tener una vida normal. Pero también hay casos que condicionan mucho, ya sea en aspectos motores, intelectuales o incluso dietéticos. Esto hace que la vida sea más corta a priori, hasta los 30 ó 40 años”, explica Palau.
El Tay-Sachs de Isabel
El Tay-Sachs dio un vuelco a los planes que sus padres tenían para Isabel. “Tras el diagnóstico, nos mandaron a un centro para ver cuáles eran sus capacidades en función de su edad. Ahí vieron que tenía un sistema de alertas sensoriales porque no se veía capaz de hacer cosas que sus compañeros sí. Por ejemplo, lloraba mucho cuando le quitábamos los zapatos ortopédicos por la noche, ya que sabía que sin ellos se caería”, cuenta Beatriz, la madre de Isabel, que falleció cuando iba a cumplir seis años, a causa de la enfermedad.
El aspecto psicomotor es el que marcó su desarrollo. La vida de sus padres cambió por completo, ya que pasó de ser la principal preocupación de una lista vital (trabajo, carrera, vida familiar, ocio o vida social) a ser la única prioridad que existía.
“La ayuda del hospital fue clave. Ella llegó a tener a 10 personas pendientes de su salud todos los lunes, que fueron las que nos entrenaron. Yo hablaba con otras familias y el panorama cambia al no haberles preparado para ciertos momentos. Ellos podían tener red, pero no sabían gestionar episodios de convulsiones o epilepsia como nosotros”, apunta Beatriz. Esta rutina de 24 horas pendiente de su hija también afectó a la salud de sus padres.
Por ejemplo, Beatriz tuvo problemas de espalda, ya que tenía que cargar con todo el material que necesitaba Isabel, además de con la propia niña. Solo con la complicidad de su marido se pudo permitir ir al fisioterapeuta o a clases de yoga para sentirse mejor.
El síndrome nefrótico congénito de Nora
La falta de ayudas públicas para las familias con niños con una dolencia rara es la que motiva el trabajo de ciertas asociaciones o de los hospitales con unidades especializadas. Nora tiene cuatro años y el conocido como Síndrome Nefrótico Congénito Finlandés, que le impide alimentarse de la manera habitual. Sus riñones, en lugar de diferenciar entre lo que es nutriente y desechable, reconocen todo como lo segundo, lo que ha motivado que a su corta edad ya necesite diálisis.
Fue su madre, Emma, la que notó que algo le pasaba al observar que cogía mucho peso o lo perdía rápidamente. En el ambulatorio, Emma asegura que le dijeron que era una “madre primeriza exagerada”. De ahí pasaron al hospital, donde sí confirmaron que veían algo raro. Tras una analítica, la ingresaron directamente. “Nos dijeron que nunca habían visto una analítica tan mala, y que todo apuntaba a una enfermedad genética. Nos avisaron de que no tuviésemos esperanza”, cuenta la madre de la niña.
Todo esto ocurrió en Burgos, donde residía la familia. En el hospital de la ciudad burgalesa operaron a Nora para ponerle una sonda, algo para lo que ella no estaba preparada, cuenta Emma: “No salió bien, y se tuvo que quedar en la UCI. No podían quitarle la intubación porque se le encharcaban los pulmones. Así estuvimos tres semanas, más otra en planta. Ahí fue cuando decidimos pedir segunda opinión”. De ahí llegaron al Hospital La Paz de Madrid, cuando la niña ya tenía cinco meses, y recibieron más esperanza: Nora podría vivir con su dolencia gracias al tratamiento, la medicación y, cuando fuera posible, un trasplante de riñón.
Esto último será lo que permitirá que dejen de ser “esclavos de una máquina”, como dice su madre. Pero conllevará dificultades: tendrán que extirparle el bazo para poder ponerle el riñón. “Cuando reciba el trasplante será una mejora total. Ahora mismo su analítica está bien. Hasta hemos logrado que coma purés por la boca”, apunta Emma.
Cuando el niño sabe que algo está mal
Uno de los objetivos de la familia de Isabel era que ella no se sintiese desplazada, lo que hacía aún más importante a nivel psicológico que tuviese un asistente en el colegio. Haber desarrollado el Tay-Sach más tarde provocó que fuese más consciente de lo que le ocurría. “Se caía mucho, siempre del mismo lado, y una vez me preguntó qué le pasaba. Ahí fue clave el apoyo que tuvimos del hospital”. El centro que les ayudó fue el Hospital Niño Jesús de Madrid, que desde su unidad de cuidados paliativos asistió a Isabel y a sus padres. Aunque para esta ayuda tuvieron que mudarse a Madrid, donde no tenían red familiar.
Porque el componente económico también es clave cuando se tiene un niño con una enfermedad rara. “Uno de los grandes retos es el de la economía familiar”, recuerda el doctor Palau, que señala que los esfuerzos que deben hacer estas familias “son algo de lo que este país debe darse cuenta”. “No nos paramos a pensar que muchas veces hablamos de niños que tienen afectada su biografía completa. No tienen una enfermedad crónica, sino que su vida está afectada de forma crónica”.
La de Nora es una experiencia distinta: ella se ha adaptado a hacer vida en el hospital, al que va prácticamente todos los días. Y a pesar de llevar un catéter, nunca dice que está mala. Salvo si tiene un catarro. “Una profesora va a darle clase al hospital, y va a inglés una vez a la semana”, destaca Emma, que apunta que su hija podría ir al cumpleaños de un amigo. Más difícil es que se quede a pasar la noche en casa de otra persona, ya que necesita que por la noche le pongan la hormona de crecimiento y la alimentación.
En el caso de Isabel, “iba a un colegio normal, y cuando comenzaron los problemas hubo que gestionar que tuviese un acompañante psicoterapeuta. Una maestra de apoyo que le facilitase la vida con sus compañeros. Era quien se preocupaba de que le hiciesen la comida puré o se encargaba de adaptar el juego para que ella pudiese participar con el resto”.
Desde el punto de vista médico, Palau señala que “uno de los grandes problemas es la falta de experiencia para estos pacientes cuando empiezan a crecer. Los médicos tienen que ir preguntando, ya que requiere manejo terapéutico”. Pero niega que los niños con enfermedad rara estén desamparados por el sistema, aunque con matices: “Tenemos un sistema sanitario que se acerca bien a la enfermedad rara. Pero hay retrasos de terapias o de diagnóstico. Son cosas que han de mejorar”.
Que los padres lo asuman
Los encargados de criar al niño afectado con una enfermedad rara también se enfrentan a situaciones que no esperaban y que se suman a las que ya implica tener un hijo. “Desde ahí, es necesario que los padres sean atendidos por profesionales que les guíen. No se puede caer en generalidades”, explica Concepción Fournier, psicóloga clínica del Hospital Niño Jesús de Madrid. Según la experta, “el diagnóstico puede ser tan traumático que hasta que no pase un poco de tiempo, los padres viven en una especie de nube en la que no son capaces de digerir la información que se les da”.
Según Francesc Palau, contarle a unos padres los años que su hijo puede vivir “no es la mejor herramienta de entrada”. El doctor considera que existen “otras cuestiones más urgentes, como comunicar la situación con empatía”, o relatar que los pronósticos han mejorado gracias a la investigación. Una actitud que los médicos que tratan a estos niños desarrollan al verles con frecuencia. “Te implicas emocionalmente, ya que toda o gran parte de su vida está afectada. Con sus padres tienes que hacer más de comunicador que de psicólogo”, admite el pediatra, que pone el foco en esos “padres jóvenes que no padecen la enfermedad, pero que se ven afectados desde un principio”.
Beatriz admite que ella supo afrontar lo que estaba viviendo. Algo de lo que no todo el mundo puede ser capaz: “Estudié mucho, esa fue mi manera de aceptar que ella no iba llegar a tiempo a una cura. Me sirvió para gestionarlo mejor”. Esto le ayudó a permitir que Isabel “tuviese una vida intensa”. “Hasta pudimos llevarla a Disneyland para que conociera a Mickey Mouse. Tuvimos que renunciar a cosas como ir al cine o a cenar fuera. Pero sobrevivimos gracias a toda la ayuda”, afirma la fundadora de Actays, asociación que creó para ayudar a los niños con la misma dolencia que su hija.
Para Emma, la clave está en cómo lleva Nora lo que le ocurre. “Si ella está bien, cómo no vamos a estarlo nosotros”, asegura la madre, que revela que hablaron con psicólogos y que ahora están bien: “Lo hemos afrontado gracias a la ayuda de nuestra familia”. Sin embargo, admite que su tiempo libre se limita a cuando la niña está en clase de inglés o algún fin de semana que la dejan con sus abuelos porque son los únicos que saben atenderla en todo lo que necesita.
“De cara al futuro, lo más inmediato es afrontar la transición niño - adolescente, en la que todo depende de si el problema es motor o intelectual”, señala el doctor Francesc Palau.
La ayuda de las asociaciones
La resiliencia permitió a Beatriz volver a ser madre de una niña llamada Sofía meses después de la muerte de Isabel. Y que llegó gracias a la información genética que dio su hermana. “Me resulta increíble que ella se tome el biberón sola o que me diga qué le duele”, admite. Antes, fundó la asociación Actays, que asiste y orienta a las familias cuyos hijos tienen la misma enfermedad que vivió la suya. Desde ahí, recuerdan a los padres que tienen que intentar cuidarse y que “asumirlo no es perder la esperanza”. Pero no es sencillo y, muchas veces, la negación no es ni siquiera consciente. “Sé que muchas familias de mi asociación no han tenido una aceptación del diagnóstico. Si no lo aceptas, no eres consciente de la pérdida, y cuando el niño se va es una hecatombe”, analiza.
La asociación NUPA es la que facilita a Nora y sus padres vivir a caballo entre Burgos y Madrid. Les prestan un piso al lado del hospital La Paz, además de otras ayudas, como una bomba de alimentación nocturna. “Sin ellos no habríamos salido adelante. Yo dejé de trabajar. Sin ayuda y con solo el sueldo de mi marido... Tendríamos que habernos buscado la vida de otra manera”.