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Los dos extremos de la misma calle

Farmacia ubicada en la plaza de Lavapiés.

Elena Cabrera

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El 8 de marzo me encontré en la manifestación con una amiga a quien le expliqué mis achaques. De inmediato, me recomendó a un buen fisioterapeuta y osteópata. Le llamé al día siguiente y diversos asuntos impidieron concertar una cita esa semana. Cuando lo intentamos para la siguiente, nos llovió encima el chaparrón del estado de alarma y dejaron de ser nuestros obstáculos individuales cotidianos los que nos frenaban, para convertirse en algo tocho y colectivo que no hacía falta explicar. Han pasado dos meses y diez días y hoy por fin se ha producido esa primera cita, así que siento que no solo mis músculos, sino también la vida, se despereza.

Para llegar a su consulta, en el barrio madrileño de Lavapiés, he tenido que cruzar la ciudad en moto a las siete de la tarde. Hacía más de dos meses que no circulaba de esa manera por las calles, ni tampoco me alejaba tanto de mi casa, ni veía tantos rostros y voces diferentes a los habituales. El color y el olor de Lavapiés es excepcional. Me dieron las ocho dentro de la consulta y los aplausos estallaron en la calle central del barrio. Los oíamos bien desde allí. Tumbada en la camilla, dí tres simbólicas palmadas. El fisio me explicó que allí los aplausos no aflojan y que nadie sale a golpear cacerolas. No en Lavapiés. Cuando salí, poco después, las calles bullían de paseantes, clientes salían y entraban en las tiendas de alimentación y también estaban las típicas gentes de Lavapiés que son como gallegos, que ni van ni vienen. Pasé por delante de una farmacia sobre la que había oído hablar: una en la que recogen las mascarillas FFP2 que nos regala la Comunidad de Madrid para repartirlas entre las personas que no tienen tarjeta sanitaria. Entré, pedí la mía y la dejé en una caja. La farmacéutica me echó una sonrisa que era puro paracetamol desde su lado de la mampara de protección. Yo se la devolví con afecto, hasta que me di cuenta, ya fuera de la farmacia, que llevaba puesta la mascarilla sobre la boca.

Regresé a casa recorriendo la Ronda de Valencia, que desemboca en Atocha, y continúa hacia el norte por el gran eje que organiza la capital de sur a norte: el paseo del Prado, Recoletos y Castellana. El sol brillaba, la temperatura era agradable, los árboles del paseo desprendían un olor embriagador y yo misma salía de Embajadores reconfortada. Frente a la estación de tren, donde comienza el Jardín Botánico, me rodeó un enjambre de ciclistas. Como si la bicicrítica, esa masa crítica que circula por Madrid el último jueves de cada mes, se hubiera hecho felizmente gigantesca. Ocupaban dos y hasta tres carriles con bicis veloces, artefactos renqueantes o las eléctricas de BiciMad. Había parejas que se decían cosas bonitas mientras pedaleaban, como solo he visto hacer en Holanda. Y todos ellos se movían acompañados de patinadores y corredores que tomaban la calzada. Algunos de estos en dirección contraria a la marcha de los coches, como hacemos por la carretera en los pueblos, para que se nos vea bien. Yo avanzaba a su mismo ritmo, un poco avergonzada por ir en moto, quemando gasolina a 20 km/h, a veces incluso a 15. No me importaba la lentitud, pocas veces he visto en Madrid una invasión tan bella y quería disfrutarlo. Antes de llegar a Nuevos Ministerios, un grupo de cuatro patinadores se situaron delante de mí mientras circulaba por el carril bus taxi y, durante varios kilómetros avancé a su misma velocidad pero cinco metros por detrás, mientras hacían acrobacias, acompañados por la música de un altavoz que portaban. Parecía la secuela de Xanadú. La Castellana estaba tan vacía de coches que llegué a asustarme por si acaso me había pasado algún control de peatonalización. Fue uno de esos momentos cursis en los que adoras tu ciudad y quieres mucho a la gente. Me emocionó tanto que quería pararme, sacar el móvil y pedirle a todo el que conozco y sepa montar en bici que, cuando den mañana las ocho, salgan a dar una vuelta por la ciudad, porque ha sido conquistada por los ciclistas y es maravilloso.

Pero eran casi las nueve de la noche.

Sentí un primer golpe de cacerola, algo tímido, desde un balcón de la gran avenida. Después, tres o cuatro más. Y, prácticamente a la altura de Azca, antes de llegar al Santiago Bernabéu, delante de la famosa discoteca Gayarre, gran símbolo del casposo ligoteo adinerado de las personas maduras desde hace décadas, donde se abre una callecita que se adentra hacia el Paseo de la Habana, una tormenta. De allí venía el ruido de decenas de cacerolas golpeadas, no en las alturas, sino en las propias aceras, tomadas por 200 o 300 personas manifestándose con banderas españolas y otro tipo de pancartas. Muchas mujeres vestían las banderas como si fueran capas de un disfraz de superhéroe, en vertical. Muchos hombres las llevaban atadas al cuello, pero en horizontal, como esa forma de llevar los jerseys al hombro con las mangas amarradas en un nudo. No pude evitar detener la moto y acercarme a pie hasta hasta el epicentro del alboroto. Algunas personas se movían en círculos, o nerviosamente unos metros arriba y otros abajo, otras cruzaban una y otra vez los mismos pasos de cebra, regulados por los semáforos y por la mirada de la Policía Nacional, que parecía limitarse a pedir a la gente que no se quedara quieta. Daba igual, la mayoría no se movía. El ruido era un dolor atronador en la cabeza. Los gritos pedían “libertad” y también la “dimisión” del presidente del Gobierno. Las personas se agolpaban y era imposible pasar por esas calles mantenido una distancia de seguridad de al menos un metro. Además de los policías, también se dedicaba a observarles (es un decir) la cabeza del poeta revolucionario cubano José Martí, cuya escultura de homenaje se encuentra en esa misma esquina, convertida ahora en otro centro de las protestas ilegales de las derechas y ultraderechas españolas, como viene sucediendo también en el barrio de Salamanca. La ferocidad, la virulencia y la agresividad de los manifestantes y sus consignas, acompañadas del ensañamiento con el que golpeaban el menaje del hogar, me inundó de una profunda tristeza y ansiedad, haciendo añicos toda la belleza que me traía a casa desde el sur de esa misma calle.

Esta mañana me preguntaba una mujer con la que hablaba por teléfono si creo yo que seremos muy distintos, en el postcoronavirus, a como éramos antes. Si me lo hubiera preguntado por la noche, le habría dicho que el problema no era ese, sino lo distintos que seremos (que ya somos) entre nosotros. Quizás nunca hubo un nosotros, ni siquiera contra un enemigo común, pero ahora, con mayor violencia, hay un ellos y unos otros.

¿La situación actual? Por si todo lo anterior no fuera suficiente: 231.606 casos confirmados en España de la COVID-19; 27.709 han fallecido. En Europa, son 1.850.758 los contagios. Y, en el mundo, 4.534.731.

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