La gran escapada
Cuando yo nací, mi madre tenía casi 40 años. Algunas personas le dijeron que ese bebé sería, en el futuro, el consuelo de su vejez. Mi madre me contaba que ella les contestaba “pobriña ella, si tiene que vivir para eso” y me advertía que viviría en su casa mientras pudiera valerse por sí misma y, cuando no, se pagaría una residencia, “que para eso estaba el dinero”. Bueno, no llegó esa circunstancia. Siempre he vivido con mucho miedo a las enfermedades y mucha tristeza por la vejez y nunca he tenido las ideas tan claras como mi madre. He llorado en todas las residencias de ancianos que he visitado y no consigo imaginarme viviendo en una de ellas, salvo cuando me imagino como la abuela de la película Mars Attacks, que escucha en sus cascos, feliz, siempre el mismo disco de vinilo en la habitación de su residencia.
Si vivir en una residencia es ya un apartarse del mundo, estar confinado en las habitaciones, como sucede estos días, debe de suponer un aislamiento terrible para los mayores conscientes de la vida y lo que les rodea. Un suceso acaecido esta semana en el pueblo vecino al de mi padre, confirma esta teoría. Hartos de estar recluidos en sus habitaciones, dos de los residentes decidieron escaparse, saltando por la ventana de un primer piso. Les quiero imaginar trazando el plan a escondidas, quizá a la hora de la comida. Efectuaron la salida de noche, sin mayor problema pero con cierta lentitud, debido a que uno de ellos andaba con muleta. Los empleados se dieron cuenta rápidamente de la fuga y salieron en su busca por las calles desiertas de un pueblo ya de por sí deshabitado, dando alcance a los señores a la altura del bar, que por supuesto estaba cerrado, no explicando las fuentes conocedoras del hecho si fue pura casualidad o era ese el destino de los fugados. La aventura acabó rápido, no así las chuflas y el cachondeo que se esparcieron como virus sin vacuna rápidamente por los pueblos de toda la comarca.
De la residencia de mis tíos hemos recibido noticias médicas que en mi grupo de primos han sido celebradas con alborozo. El Servicio Gallego de Salud efectuó pruebas del coronavirus a todos los residentes, así como al personal. Todas dieron negativo. No había síntomas, pero la noticia nos deja más tranquilos. Pregunto a mi padre si en la residencia del pueblo de los fugados hay algún caso y me contesta que no, que son cuatro gatos. Solo hay un positivo conocido en todos los pueblos de alrededor y ya ha pasado la COVID-19, reincorporándose a su trabajo. Se quejan en este pueblo soriano de no poder salir a caminar, cuando las probabilidades de encontrarse con alguien, en condiciones normales, son más bien escasas. Se sabe de una persona que tiene salvoconducto médico, por ser diabético y estar obligado a hacerse sus kilómetros diarios para bajar el azúcar. Supongo que los vecinos le observan tras los visillos con envidia, mientras comen torreznos a discreción a ver si a ellos también les aplican medidas extraordinarias. Yo es lo que haría.
Mientras tanto, en mi casa, esperamos al 27 de abril con tanta impaciencia como para todo lo demás: la nómina (o el paro), los aplausos de las 19:58 (no sé qué pasa pero cada día empiezan antes) y la segunda temporada del Mandaloriano. “¿Qué querrás hacer el 27 de abril cuando te dejen salir a la calle?”, le pregunto a Eleonor. “Me iré andando hasta casa de los abuelos”, me contesta. He de decir que nosotros vivimos en Madrid y ellos, en Alcobendas. Imaginé a mi hija como el diabético soriano, echándose a andar por la nacional I, con tozudez y energía infinita. “¿No prefieres dar una vuelta en patinete a la manzana?”, le contesto. “¿¿Patinete??”, me mira como si le estuviera ofreciendo brócoli con Nutella para merendar. Yo lo que en verdad estoy pensando es que haga el máximo de ejercicio posible (descartando lo de caminar hasta Alcobendas) en el tiempo que nos dejen salir, porque en el confinamiento ha habido cero brócoli y mogollón de Nutella. Hoy he visto cómo se abrochaba con dificultad los botones de una chaqueta que el 12 de marzo le quedaba holgada. Yo ya le he dicho que mover bloques de Minecraft no es hacer deporte.
Salir por salir, es tontería, me parece que es lo que piensa Eleonor. Ella quiere salir para ir a algún lado y el mero hecho de dar una vuelta a la manzana le sabe a poco. Quiere ir al parque, al cine, a merendar fuera de casa y, atención, al colegio. Quiere ir al colegio. Eso nos avisa de que estamos en un punto de la curva bastante descendente. Se ha aplazado un año la boda de mi prima, que tendría lugar en junio, y a Eleonor le ha dado pena, pero luego se ha acordado, con cara de pavor, de otras cosas que también pasan en junio: “¿y la fiesta de fin de curso del colegio? ¿¿Y mi cumpleaños??”. Alberto le contestó con la imitación de un papá viejo y cascado, encerrado 20 años en casa con su hija. Eleonor, sinceramente, le contestó: “no lo pillo”. Y no es que la imitación fuera mala, es que realmente no lo concibe.
La imitación de Alberto me devolvió al inicio de todo esto, a cómo me imagino de vieja: si llegaré a serlo, dónde y cómo viviremos, cuántos pelos me quedarán en la cabeza (sospecho que pocos) y si me dejarán tener un tocadiscos en el que poner, al menos, mi disco favorito. Igual la vejez es el lugar ese en el que solo puedes escuchar un único disco, como la maldita isla desierta por la que siempre te preguntan. No sé, al final me veo un poco como los dos hombres fugados, saltando por la ventana a escondidas, procurando llegar al bar antes de que me pille la enfermera, pidiéndome un licor café, que si mata las penas, seguro que también los virus.
El coronavirus ha dado positivo en 200.210 personas en España. En Europa son 1.144.071 y en el mundo, 2.245.872.
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