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Mascarillas para siempre

La modista Lissa, detrás de la máquina de coser en su taller.

Elena Cabrera

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Estábamos a punto de quedarnos sin mascarillas. Nos hemos ido apañando con las seis o siete del tipo quirúrgico que teníamos en casa desde el principio del confinamiento, además de la de tela de Eleonor (tipo kawaii, comprada en una Japan Weekend hace años y que jamás podríamos haber imaginado que le daríamos un uso real) y de la que le habían dado a Alberto en su trabajo. Por otro lado, habíamos comprado online una de color negro, que cuando llegó por correo resultó ser una full, así que solo la hemos usado para posar con ella.

Por eso, empecé a buscar qué tipo de mascarilla, y dónde, debíamos comprar. Una de mis grandes preocupaciones relativas a este asunto es el aumento en un 300% de los residuos sanitarios, que supongo que llevará parejo también más residuos en los hogares. En Madrid, los vertederos y las incineradoras están desbordados. Han tenido que habilitar Valdemingómez para quemar 50 toneladas diarias de residuos que habían estado en contacto con el COVID-19. Cada vez que echaba al cubo de basura una mascarilla de un solo uso, agarrándola con cuidado por una de las cintas y dejándola caer a la bolsa del resto, como si cogiera una lagartijilla por la cola, me ponía nerviosa, mirando los desechos con culpabilidad. El Laboratorio de Ideas sobre Residuos ha lanzado un proyecto para que personas voluntarias pesen en sus casas, antes de tirarlas, las bolsas de los residuos generados durante el confinamiento, del 5 de de mayo al 5 de junio. Me apuesto a que los resultados van a ser espeluznantes. El plástico ha resurgido durante el coronavirus, vemos mascarillas y guantes tirados por las calles y el campo y, el colmo fue verlas llegar al mar, en la foto de las mascarillas pescadas por un activista de OceansAsia.

Siguiendo la Guía para la compra de mascarillas del Ministerio de Consumo, me quedó claro que en casa necesitamos mascarillas higiénicas, no quirúrgicas ni con efes ni con pes. De hecho, en cuanto pase por la farmacia a recoger la FFP2 que nos regala la Comunidad de Madrid, la donaré en mi centro de salud. Las dimensiones de la pandemia (por usar una frase hecha que me encanta) merecen pasar al siguiente nivel, que no significa una mascarilla de mejor calidad, sino una que no tenga que tirar a la basura. Si fuera una señora adinerada y despreocupada, compraría por 40 euros unas máscaras de seda maravillosas que hace Susie Cave, la esposa de Nick Cave, en su marca The Vampire’s Wife, donando el cien por cien de lo que gana con ellas a la OMS. Se agotaron en un día, casi como las quirúrgicas en el peor momento de la pandemia en Madrid. Las marcas de moda están haciendo mascarillas con el mismo tejido que vestidos y bañadores, para pasar un verano chic, a unos precios de escándalo. No hay revista de moda o femenina que no haya hecho ya su reportaje sobre eso.

Mientras buscaba en tiendas online y preguntaba a mis amistades de dónde habían sacado las suyas, recordé aquellos carteles que habían aparecido por mi barrio, prácticamente uno por calle, en paredes y farolas, de una costurera que las vendía en su taller. “Estamos juntos”, había añadido en cada una de esos hojas, escritas a mano. Rescaté la foto del móvil y llamé al teléfono indicado. Me atendió Lissa. Me dijo que podía pasar por su local de arreglos a por ellas o se las podía encargar con alguna otra tela que tuviese. Cinco euros cada una.

Cuando fui a su taller, un pequeño local en la calle Nieremberg 4 de Prosperidad, no había nadie. Eché un vistazo al interior por el escaparate. Se veía que el sitio era antiguo. Tenía el suelo de baldosas marrones, como de portal o piso viejo. Tenía dos máquinas grandes de coser ancladas a una mesa robusta, un maniquí, bobinas de hilo, un perchero del que cuelgan perchas con ropa, un pequeño mostrador al fondo con un ramo enclenque de margaritas amarillas en un jarrón, un probador con una cortina en una esquina y algunos montones de tela de diferentes colores, no muchos, doblados y apilados en una pequeña estantería. Hay una foto grande clavada en la pared. Unas revistas desordenadas con fotos de vestidos y un cartel de cartón donde se podía leer, a mano, “estoy en la mercería”. Lissa tardó un rato en llegar. No estaba en la mercería. Me contó que había ido a llevar unas mascarillas a la casa de alguien que prefería no salir de casa. Abrió con llave la puerta y entramos. Me enseñó las que ya tenía hechas. Me hizo muy feliz ver que entre los cinco o seis estampados, uno era de camuflaje, que es justo lo que Alberto quería. Escogí una de tiburones para Eleonor y una negra para mí. Lissa me explicó que al principio la gente solo las quería blancas, como si tuviéramos la impresión de que lo blanco es más higiénico o más curativo; el efecto bata blanca, pensé. Más recientemente, han empezado a pedir flores y colores alegres. No sé qué pensaría Lissa cuando le pedí una negra para mí, quizá vio que me conjuntaba bien con lo que llevaba. Me la probé y ahí mismo, en apenas unos minutos, le descosió las gomas para quitarle unos centímetros y volver a pasarlas por la máquina, ajustándola a la medida de mi cabeza.

Mientras lo hacía, me ofreció asiento y aproveché para preguntarle si había hecho muchas. Me dijo que habría cosido unas mil. Al principio del estado de alarma cerró el negocio y pidió una ayuda por cese por actividad. Pero unas semanas después, alguien le dijo “tienes que hacer mascarillas”. Lissa es una persona religiosa y sintió que era un mensaje que se le hacía llegar. Ni lo pensó. Se metió en su taller, vio qué materiales tenía y se las ingenió para conseguir más gracias a una amiga. Se gastó 800 euros en telas y gomas, aunque la ayuda del Gobierno no llegaba y tampoco tenía trabajo de arreglos, que es lo que hace en el día a día. Su marido escribió cientos de carteles y se ocupó de pegarlos por todo el barrio. Las llamadas comenzaron a llegar y Lissa trabajó incansablemente, muchas horas al día. “Me dije: lo tengo que hacer por mi barrio”, me cuenta.

Mi mascarilla ya está lista. La pasa por la plancha a vapor para higienizarla una vez más. Como había hecho antes y también con las otra dos. Me la pruebo. Me queda perfecta. Ahora que Lissa ha reabierto el negocio al público, alguna persona comienzan a llegar con arreglos de ropa para el verano, pero son las mascarillas lo que le está dando de comer. Aunque son baratas, ha podido pagar los gastos del local y ha sacado lo suficiente para pasar estos meses. “Soy autónoma, no tenía ahorros, esto nos ha salvado”, me cuenta, sonriente.

A Eleonor le encantó su mascarilla. La tuvo puesta en casa por la tarde y hasta salió a aplaudir con ella al balcón. Así que, todos contentos.

La situación actual en cifras nos recuerda que quedan muchas mascarillas por coser: 229.540 contagiados en España; 1.763.814, en Europa y 4.179.479, en el mundo.

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