Si los padres no castigamos, ¿qué hacemos?
Disciplina positiva, educación respetuosa, crianza con apego... Desde diferentes corrientes educativas o de crianza crece el consenso en apostar por una educación alejada de imposiciones, coacciones, chantajes, gritos o castigos. Van quedando atrás el “si no te lo cenas te lo desayunas”, el “porque lo digo yo” y, por supuesto, la zapatilla voladora. Pero en un día a día marcado muchas veces por las prisas y el estrés surgen las dudas. Sabemos lo que no deberíamos hacer, pero, ¿conocemos las alternativas frente al conflicto?
Para el psicopedagogo y especialista en mediación de conflictos César de la Hoz, aunque no existe una guía ni una fórmula universal para educar bien o mal, gestionar las crisis con niños y adolescentes comienza por entender que “la educación es un proceso que empieza desde que el niño tiene un día”. Por eso cree que es básico “anticiparse” en la medida de lo posible y trabajar de manera temprana en la definición de normas, roles y rutinas dentro de cada familia. Se trata de acompañar a los niños en su aprendizaje para que entiendan lo que puede o no elegirse y sepan, en general, “a qué atenerse” de manera que, de darse una situación de crisis, esta pueda afrontarse sin recurrir al castigo.
A pesar de este ideal, de la Hoz cree que no hay que tener miedo a hablar de límites y, llegado el caso, de sanciones “entendidas siempre como la consecuencia de un acto o comportamiento inadecuado”. Lo importante es, recalca, que no se recurra nunca a ellas como primera opción ni con el ánimo de hacer sufrir sino únicamente de manera puntual, razonada y muy definida y acotada en el tiempo para responder a una conducta o acción concreta que es importante cambiar, teniendo en cuenta siempre además el perfil del niño. “Los niños necesitan unos límites que tienen que ver con que vivimos en una sociedad en la que hay que tener en cuenta a los demás”, afirma.
En este sentido, Alberto Soler, psicólogo autor del libro Hijos y Padres Felices y del videoblog Píldoras de psicología, se refiere a los premios y castigos como fenómenos que forman parte de la naturaleza y, desde ese punto de vista inevitables –una sonrisa como refuerzo positivo, un enfado ante una mala conducta–. Ahora bien, prefiere hablar de las consecuencias concretas agradables o desagradables que se derivan naturalmente de una acción –si no comes tendrás hambre– o que un adulto propone desde la lógica –si pintas la pared, tendrás que ayudar a limpiarla–, no como castigo, sino como aprendizaje.
Por ejemplo, ante conductas muchas veces tildadas de “retadoras” como tirar o romper cosas, lo más adecuado en su opinión sería transmitir cuáles son las consecuencias insistiendo en mensajes como: “Lo que se tira se recoge y lo que se rompe se arregla o se repone”, siempre desde la naturalidad y teniendo en cuenta la edad y capacidad de comprensión del niño. En todo caso, como aclara Soler, “el objetivo no será nunca la revancha o que pague por lo que ha hecho, sino que aprenda progresivamente a asumir las consecuencias de sus actos”.
Por su parte, aunque cree que los límites son necesarios en aspectos como la seguridad, la salud o el bienestar de los niños y adolescentes, Tania García, directora de Edurespeta y autora de Guía para madres y padres imperfectos que entienden que sus hijos también lo son, cree que en demasiadas ocasiones estos se confunden con los castigos, o se utilizan las consecuencias como “castigos encubiertos”. Es tajante. Para ella una educación respetuosa pasa por asumir que “si no vamos por ahí imponiendo consecuencias a nuestras parejas, a nuestros amigos o hermanos por sus acciones, a nuestros hijos tampoco deberíamos imponérselas”.
Conexión y acompañamiento emocional
Aunque en materia de educación cada receta tenga sus propios ingredientes, hay uno en el que tanto García como Soler y De la Hoz, ponen especial énfasis: la necesidad de acompañar emocionalmente a los niños en las situaciones de crisis. Las rabietas son un buen ejemplo. Todos afirman que nunca se debe ignorar o abandonar a un niño ante una pataleta ni hacerle sentir rechazado o castigarle.
Se trataría, más bien, de intentar estar presentes física y emocionalmente en el proceso, ofrecerles cariño y consuelo en la medida que lo acepten para que lleguen a un estado más receptivo y calmado desde el que entender o poder abordar lo ocurrido. Intentar, como afirma Soler, “que se sientan comprendidos y aceptados y, más allá o a pesar de su comportamiento concreto, transmitir el mensaje de que desaprobamos su conducta en este momento, pero les seguimos queriendo y aceptando”.
Para Tania García “cuando mejor acompañes emocionalmente, más amor profeses en ese momento y más paciencia tengas antes se les va a pasar”, y critica que muchas veces ante las típicas rabietas o pataletas de los niños, “los padres estamos más pendientes de lo que opinan los demás que de lo que necesita el niño”.
Con todo esto tiene mucho que ver la empatía. También con entender que los niños tienen sus propias necesidades, preferencias y derechos, incluido el de negarse a algo o enfadarse y, más allá de eso, como afirma De la Hoz, asumir “que muchas veces, aunque nos empeñemos, no vamos a conseguir lo que pretendemos o que hay cosas que no van a cambiar por mucho que insistamos”. Se trata, de alguna manera, de elegir las guerras que libramos como padres o educadores y no extralimitar, sobreproteger ni decir todo el rato a los niños lo que tienen que hacer ni hacerlo por ellos.
Para De la Hoz, “estamos en una época de pautas y de modelos educativos y parece que siempre que el niño hace algo hay que darle una respuesta positiva o negativa, pero estar todo el día encima del niño no es bueno, y puede ser contraproducente porque, entre otras cosas, se acostumbrará a que cada cosa que haga tenga que tener la respuesta de otra persona”.
En un sentido similar, Soler se refiere a las malas contestaciones: “En la mayoría de casos es más útil la extinción que el castigo; ignorar estas respuestas -nunca al niño- hace que tiendan a disminuir en intensidad. Cuando las castigamos y cuanta más importancia les damos, más cumplen el objetivo inicial, que suele ser llamar la atención; el castigo, de hecho, puede incrementar esas respuestas actuando en realidad como recompensa”.
Desde dónde actuamos los mayores
Más allá de las acciones concretas que llevemos a cabo como educadores, el tono y el lenguaje desde el que lo hacemos no son algo anecdótico ni superfluo. Mantener la calma y el cariño incluso cuando estamos sancionando una conducta es fundamental. Se trata de mantener activos el respeto y la amabilidad en la medida de lo posible, de no perder la calma y entender, como dice García, “que como mejor aprenden los niños es con el ejemplo y que no podemos exigir algo que no somos capaces de hacer”.
En este sentido, todos coinciden, por ejemplo, en que las conductas violentas no deben ser ignoradas y en la importancia de transmitir que la violencia nunca puede ser una respuesta válida; pero, para que el mensaje llegue, es fundamental no caer en actitudes violentas como apartar a nuestro hijo de un manotazo si pega a otro niño o gritarle... En opinión de García “a veces se nos olvida ser amables con nuestros hijos” y otras, que sus rabietas o sus respuestas no son algo personal sino “el reflejo de una necesidad por resolver”.
Sea como sea, si no encontramos la respuesta, siempre podemos volver a la pregunta inicial. Es precisamente lo que muchas veces en las escuelas de padres se propone plantear a los más pequeños ante una conducta inadecuada: ¿De cuántas otras formas crees que puedes hacerlo? Se trata de conseguir que sea el niño el que, a través de sus propios razonamiento y el acompañamiento y refuerzo de los padres o educadores, genere alternativas positivas que sustituyan a la conducta a evitar. “El problema muchas veces es que nos centramos en una conducta concreta o en que el niño haga lo que queremos y nos olvidamos de generar alternativas desde su punto de vista”, que es lo que realmente sería efectivo y valioso a largo plazo, concluye De la Hoz.