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Cuando todo es mentira, cualquier cosa puede ser verdad

Alexis Lara

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“Estamos viviendo una tremenda farsa. Esto es un holocausto. Las elecciones en Estados Unidos son FAKE. La Covid fue creada en una empresa francesa y la liberaron en China para echarles la culpa. Bill Gates quiere exterminar a la población y en las vacunas hay nanopartículas para localizarte a través del 5G”. Estas fueron algunas de las respuestas de mi amigo francés cuando le preguntamos en un grupo de Whatsapp tras una serie de publicaciones en las redes un tanto extrañas. Fue entonces cuando comencé a cuestionarme por qué las teorías conspirativas estaban ganando tantos adeptos y tan diversos desde el inicio de la pandemia.

“Esta es la primera generación que está insatisfecha con la forma en que funciona la democracia”. La afirmación es del investigador Roberto Foa, codirector del Cambridge Centre for the Future of Democracy, que recientemente ha publicado un informe con conclusiones alarmantes. Entre ellas, que la democracia española presenta máximos históricos de insatisfacción. El documento no revela nada extraordinario acerca del funcionamiento de nuestra democracia que no supiéramos ya si leemos los barómetros del CIS. Los políticos en general, los partidos políticos y la política eran considerados como uno de los principales problemas para la ciudadanía. Esta categoría alcanzó su máximo histórico en diciembre de 2019, cuando un 49,5% de la población la consideraba como el segundo principal problema del país.

Pues bien, la falta de confianza en nuestros representantes tiene varias causas, más allá de los propios errores de algunos políticos. Una de ellas es la brocha gorda que aplican algunos medios de comunicación y que, lejos de especificar, optan por generalizar con categorías como “los políticos”. El riesgo de esta generalización es la posible traducción en lo cotidiano a la expresión de “todos son iguales”, y cuando todos son iguales, ¿de qué vale participar en la vida política? ¿Para qué sirve votar si todo es una farsa?

Otra causa de la desafección política y la insatisfacción con la democracia es el afán de algunos medios por proyectarse ante la audiencia como adalides de la imparcialidad, donde todas las opiniones valen por igual. Las noticias falsas o contra-científicas, también. ¿Quién no recuerda a la mujer más franquista de España negando las atrocidades de la dictadura una y mil veces demostradas por la historiografía? ¿O al terraplanista Javi Poves paseándose por algunos platós de televisión explicando sus locas teorías? La consecuencia inmediata que se deriva de esto es el ensanchamiento del mercado de la opinión pública, donde cada cual puede comprar la afirmación que mejor refuerza lo que previamente creía. Es decir, encontramos una mayor oferta de opiniones que alimentan a una demanda cada vez más incrédula.

Pero la falta de confianza en la política y la imposibilidad de construir un relato común sólido, a través del cual avanzar, acaba por salpicar también a los medios, que ven mermada su credibilidad. La confianza en las noticias en general ha bajado siete puntos porcentuales y se sitúa en solo el 36%, según el último informe de Reuters Institute. Un día das bola a los conspiranoicos y otro te encuentras con que parte de tu audiencia se ha ido tras ellos a otros canales no necesariamente televisivos.

Confabuladores, conspiranoicos, incrédulos… Como les quieran llamar, pero ya están ahí y el hilo que les une es el negacionismo científico. No es que no debatan dentro de los márgenes establecidos, es que ni siquiera se encuentran en ellos. Empezaron los negacionistas históricos del holocausto nazi o de los asesinatos del régimen franquista, les siguieron los negacionistas del cambio climático, los terraplanistas, los antivacunas y recientemente los conspiranoicos que recogen de todo un poco. Estos últimos creen que una élite mundial tiene intenciones ocultas y que la sociedad es víctima de un profundo engaño, no les importa lo que para el resto de la gente son hechos ni las evidencias científicas. Con todo, han sido capaces de articular narrativas que disputan la verdad con cualquier otro relato, digamos, oficialista.

Tenemos una generación rota, como la de mi amigo francés, que ya atraviesa por dos crisis mundiales en menos de tres lustros. Una generación que venía a ser la más preparada de la historia, a la que se le había prometido vivir mejor que sus padres y que sin embargo está experimentando lo contrario. El gran relato generacional se ha roto y con él las expectativas de progreso. Ha caído un mito, se ha quebrado la confianza. Cuando todo lo que te han contado es mentira, cualquier cosa puede convertirse en verdad. Y ese espacio lo están ocupando las sombras de un futuro aún más pesimista.

Por eso es necesario recuperar el papel de la ciencia y en particular el de la ciencia social, para explicar lo que sucede a nuestro alrededor. Los medios de comunicación y los dirigentes políticos tienen la responsabilidad de promover la confianza en ella, y la ciencia la responsabilidad de hacerse entender. Cada vez son más los divulgadores científicos que trabajan su comunicación, como los valencianos Rocio Vidal, Andreu Escrivà o Alberto Soler. Es hora de contar con ellos, con sus análisis que van más allá de la mera opinión individual, editorial o partidista. Y frente a las sombras que acechan para reabrir debates que concebíamos superados, es necesario recuperar las certezas. ¿O vamos a seguir debatiendo si la tierra es plana o redonda?

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