40 años de VIH: la pandemia que nunca se fue
“Carla, tengo el sida”.
Nunca olvidaré ese día. Fue la primera vez que alguien me confesaba, con la voz quebrada y su mano sobre mi rodilla, que tenía VIH.
Aquella bella flor del sur tardó muy poco en marchitarse. Nos dejó demasiado pronto, como millones de personas por todo el mundo.
La gente recuerda los años 80 por su brillo y lentejuelas, por el despertar y la euforia. Pero también fueron años de sombra, de pérdida y estigma. Fueron años en los que las personas de los márgenes morían devoradas por la vida cuando apenas empezaban a caminar a plena luz.
“El cáncer gay”, le decían. Aquella pandemia se cebó con los hombres que tenían sexo con hombres, con las mujeres trans, con los consumidores de drogas y con las personas que ejercían la prostitución, claro que sí. Pero poco tardamos en saber que “el bicho” no tenía nada que ver con ninguna orientación o identidad, sino con las prácticas de riesgo.
De nada servía la evidencia científica. Daba igual: nos grabaron el estigma.
Y como la sentencia de muerte no era suficiente castigo, ahí estaba la penitencia. Todavía lloro de rabia al pensar en la gente que murió sola y muerta de frío en su coche, en los chicos que no pudieron despedirse de los chicos a los que amaban o en las chicas trans que tuvieron que vestirse de hombre para que sus familias las dejaran morir en casa.
Todavía me pesa toda la dignidad arrebatada.
Han pasado cuatro décadas y hemos avanzado muchísimo, lo sé, pero no podía empezar este artículo sin antes reivindicar la memoria. No por melancolía, sino por ponernos frente al espejo.
Porque si te diagnostican del VIH hoy, en un país desarrollado, tienes esperanza de vida. Con el debido análisis a tiempo, con tratamiento y hábitos saludables, la enfermedad se mantiene a raya. Gracias a la medicina, se puede convivir con el virus, se puede tener carga viral indetectable y ser, por lo tanto, intransmisible.
Pero vivir en un país desarrollado es un gran “si…”. Con datos de ONU-Sida en la mano, cientos de miles de personas mueren cada año de sida, fundamentalmente en el sur global. Especialmente las mujeres jóvenes del continente africano. Hablamos de un virus catalizador de las desigualdades y propagador de la discriminación, ¿nos suena de algo?
Como no me dan las palabras para hacer una radiografía del planeta, permítanme centrarme ahora en nuestro país:
Los 80 y los 90 pasaron, los avances científicos llegaron, la sociedad civil despertó y la sanidad pública se hizo cargo de una epidemia que antes suponía una sentencia de muerte y ahora acarrea una pena de silencio.
Hemos reconquistado la salud física de las personas que viven con VIH, pero todavía nos quedan pendientes las batallas de la salud mental y la salud democrática.
Porque la pandemia que nunca se fue sigue siendo motivo de estigma y señalamiento, de ansiedad y vergüenza propia, de pérdida de oportunidades afectivas y laborales. Todavía hoy hay personas migrantes con VIH a las que se les niega el tratamiento en la Comunidad de Madrid, pese a que desde 2018 España recuperó la cobertura sanitaria universal.
Y es que el VIH es hoy el armario del que nadie quiere hablar.
Ante eso, no se me ocurre mejor arma que la visibilidad y la concienciación: colectivos, personalidades, partidos políticos, instituciones. Todas, todos y todes de la mano, estamos llamados a erradicar la desigualdad.
Aunque soy pesada de tan peleona, al final siempre me puede la resiliencia, así que voy a cerrar este artículo hablando de algunos motivos que me esperanzan:
Me esperanza la cultura. Las representaciones audiovisuales y literarias han evolucionado lo que no está escrito. De “Philadelphia” hemos pasado a “Élite” o “It’s a sin”. Contamos con historias mejor contadas, contamos con personajes profundos y poliédricos. Por fin nos cuentan vidas verosímiles sin caer en morbo ni estereotipos. Y créanme si les digo que las pantallas y las páginas abren las mentes más cerradas.
Me esperanza la sanidad pública. Cada vez hay más profesionales especializados y empáticos, cada vez hay más información y acceso (eso sí, no en todas las CCAA por igual). Tenemos, además, a la ministra de Sanidad más implicada de nuestra historia, Carolina Darias. Una auténtica embajadora del VIH que en un puñado de meses ha hecho del lazo rojo política pública prioritaria: expandiendo la PrEP por toda España, impulsando un Pacto Social por la No Discriminación y llevando a todos los foros internacionales el mensaje de que la respuesta al VIH es una cuestión de Derechos Humanos.
Y me esperanza el activismo. Organizado o informal, en las calles o en las redes. Sexagenario o “Z”. Me esperanza ver que la lucha sigue, que las alianzas se forjan y que la causa no decae.
Y acabo así, optimista. Porque vivir en positivo es la más radical de las esperanzas.
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