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Análisis con perspectiva de género: ¿tenemos el mismo derecho a recibir cuidados?

Familias en un parque

Victoria Sendón de León / Enaus

Miembra del Consejo Ciudadano Estatal de Podemos y de la Fundación Matria / Presidenta de la asociación Amables Titulares de Derechos —

Acostumbramos a hablar de los cuidados que prestamos y a reclamar un reparto más equitativo de la responsabilidad de cuidar a nuestros allegados. Pero, en este contexto, es importante abordar también cuáles son y qué cobertura legal tienen nuestras necesidades de cuidado. Por ejemplo, valorando con perspectiva de género qué derechos de cuidado nos otorgamos monetizados en forma de pensiones, tropezamos con que nueve de cada diez hombres ven reconocidas sus aportaciones a la sociedad a lo largo de sus vidas con pensiones contributivas, mientras que sólo conseguimos lo mismo cuatro de cada diez mujeres. ¿Denota esto una menor habilidad de nuestro género? 

Existen dos modelos de sistemas de pensiones. Algunos países siguen sistemas de capitalización. Las personas ahorran durante todas sus vidas para cuando ya no puedan trabajar. Cuando llega ese momento capitalizan sus ahorros e intentan sobrevivir con ellos. La capacidad de ahorro media de un español, ronda los sesenta mil euros. Preguntémonos cuántos años sobreviviríamos con esta cantidad como único recurso económico. La introducción de planes de pensiones privados camina hacia este modelo. Afortunadamente, en España, aún tenemos un sistema de pensiones de reparto. La pensión de cada generación se paga repartiendo lo contribuido por las generaciones siguientes que, a través de estas aportaciones, adquieren derecho a su propia pensión para cuando ya no pueden trabajar. Es fundamental observar que no se valoran por igual los dos elementos necesarios para que el sistema funcione: trabajo y, lo más importante, personas, trabajadores y trabajadoras que lo realicen.

En resumen, todo esto significa que el derecho a ser cuidadas cuando ya no podemos trabajar, es decir, cuando en muchos casos ya no podemos cuidar, máxime en la vejez, no es universal, sino que es meritocrático, con un importante sesgo de género en la identificación de méritos. Sólo registramos como aportaciones las labores tradicionalmente asignadas a los hombres, la producción. No reconocemos que los cuidados de cada generación se garantizan si y sólo si hay una suficiente reproducción social, tarea encomendada tradicionalmente a las mujeres. Se da, pues, la paradoja de se quedan fuera del sistema de protección social, precisamente quienes garantizan su continuidad aportando hijas e hijos. Y no olvidemos que estamos en mínimos históricos de tasa de natalidad y que estamos cubriendo este déficit humano gracias a los inmigrantes que tienen a bien venirse a convivir con nosotras. 

El derecho a ser cuidadas nos hace tropezar de pleno con uno de los ejes de mayor desigualdad, ya que como quiera que los cuidados dentro de las familias se prestan de forma gratuita, o no mercantilizada, y no están reconocidos ni como trabajo, ni como contribución social; cuando necesitan externalizarse (contratando a una persona ajena a la familia), se negocian bajo el mismo paradigma. En consecuencia, otorgándoles idéntica valoración moral: ninguna. Por ende, son los trabajos más precarizados y más feminizados. Quienes los acometen suelen ser mujeres que se ven con frecuencia privadas de los derechos de protección social de que disfruta cualquier otra profesión. Una privación que se consideraría aberrante para un hombre, está absolutamente normalizada para la mujer. En estos escenarios trabajamos con frecuencia sin contrato, sin Seguridad Social, sin seguro de accidentes, sin derecho a baja, sin pagas extra, sin vacaciones, sin indemnizaciones por despido, etcétera; es decir, sin derechos de cuidado y reconocimiento de la sociedad hacia nosotras. Una mayoría de mujeres, seis de cada diez, que no adquiere derecho a una pensión contributiva, llegan a la vejez en situación de dependencia económica y esto no es ninguna casualidad. Las pensiones no contributivas, que rondan los cuatrocientos euros, no son universales y son escandalosamente insuficientes para que quienes las reciben puedan mantenerse por sí mismas. Estamos hablando de violencia económica estructural. 

Hoy por hoy, cuando un matrimonio que ha venido funcionando en sistema de gananciales con la tradicional división sexual del trabajo se disuelve, el trato que reciben hombre y mujer es completamente asimétrico:

  • En caso de divorcio, por ley, se reparten todos los bienes adquiridos conjuntamente, excepto los derechos de pensión, que quedan adscritos a la persona que se ha hecho cargo de las labores productivas, mayoritariamente hombres, por figurar como titulares de los mismos ya que, cuando los cuidados exigen especializar a uno de ellos, se sacrifica el salario más bajo, casualmente el de la mujer. La brecha salarial tiene un papel clave en este sentido, que suma con que, pese que en gananciales no debiera tomarse en consideración a nombre de quién se han acumulado las retribuciones diferidas, se hace.
  • En caso de fallecimiento de uno de los cónyuges, a él se le reconocerá el derecho a seguir cobrando el cien por cien de su pensión contribuida en gananciales, mientras que a ella se le otorgará poco más de la mitad de su pensión a pesar de haberla cotizado trabajando en equipo.

No caigamos en la trampa de culpabilizar a la mujer que vive dentro de estos esquemas tradicionales, por no haber trabajado además en labores productivas o por no haber realizado separaciones de bienes y lindezas similares. Porque, hoy por hoy, con los niveles de precarización del empleo que nos ha traído el neoliberalismo, la conciliación es una utopía. Muchas familias siguen viéndose obligadas a especializar a uno de sus miembros en labores reproductivas y de cuidados. Señalar a la mujer como responsable de su suerte es cruel y completamente hipócrita. Las reducciones de jornada por cuidados acarrean a corto plazo congelaciones de sueldo, de promoción cuando no conducen al despido a través de largos procesos de mobbing y, a largo plazo, a la acumulación de todo esto en una disminución de los derechos de pensión, si acaso se adquieren, que asume en primera persona quién se acoge a este derecho. Un derecho que sólo tienen quienes disfrutan un contrato indefinido con una cierta antigüedad, porque en caso de contratos temporales, solicitar una reducción de jornada, implica la no renovación y la pérdida del empleo en muy poco tiempo. Y no mencionemos la cantidad de horas extra no remuneradas que exigen realizar para conseguir conservar los trabajos y todos los demás abusos e irregularidades que las reformas laborales nos han traído consigo. Ni tampoco se nos ocurra hablar de los trabajos realizados en negro o en situación de esclavitud, al margen de una ley que nadie vela por que se cumpla. ¿Dónde está la inspección de trabajo? ¿A qué se dedican? 

El prototipo de mujer “Superwoman” que patrocina el neoliberalismo no es la solución, intentar abarcar reproducción, cuidados y producción en la sociedad actual es motivo de estrés e infelicidad, cuando no de enfermedades más graves. No es casualidad que el cuarenta por ciento de las familias monomarentales estén bajo el umbral de la pobreza. Las mujeres necesitamos que nuestras aportaciones de cuidados también sean reconocidas como contribución social y un sinfín de medidas que contrarresten todos los abusos que el mercado viene practicando. La pretendida liberación de la mujer a través de su independencia económica y su incorporación al mercado laboral, pasa muchas veces por trasladar su situación de explotación a otra mujer. Tristemente la única opción de muchas para poder conciliar es convertirse en opresoras. Es por esto que la contratación de estos servicios de cuidados recae mayoritariamente sobre mujeres migrantes y racializadas, con frecuencia sin papeles. Son muy pocas las privilegiadas del sector cuidados que reciben cotizaciones y, cuando esto sucede, tienen un estatus especial en la Seguridad Social que, entre otras cosas, les priva de derechos de desempleo. 

Mirando al futuro, debemos encaminarnos o bien, hacia modelos que blinden los cuidados como un derecho universal, o bien, hacia los que equiparen la valoración de las labores productivas y reproductivas. Ambas son contribuciones sociales imprescindibles para dar continuidad a nuestro sistema de protección social, que tiene su expresión más evidente monetizada en forma de pensiones con un sistema de reparto intergeneracional. Mientras esto sucede y nos transformamos, necesitamos que, al menos, en los esquemas tradicionales de división sexual del trabajo, los bienes gananciales no sigan repartiéndose en contra de su propia definición quedando reservados para quién figura como titular. Estamos privando, mayoritariamente a mujeres, de la cotitularidad sobre los derechos de pensión generados conjuntamente. Las jubilaciones no son más que retribuciones diferidas, ya que, si hablamos de repartir, debemos reconocer que en equipo ambos cónyuges contribuyen a la sociedad y al sistema de protección social, con independencia de que unas labores estén mercantilizadas y otras no. Y no perdamos de vista que es la sociedad y su violencia estructural la que exige que se realice esta división sexual del trabajo.

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