Bolivia: ¿Golpe de Estado o farsa?
La visión de soldados y blindados en la plaza Murillo de La Paz, intentando forzar la entrada de la Casa Grande del pueblo, sede del poder ejecutivo boliviano, trajo de nuevo a la mente de muchos el recuerdo de tristes episodios pasados, en Bolivia y en otros países latinoamericanos, de golpes de Estado que condujeron a dictaduras prolongadas y sangrientas. Pero por poco tiempo, porque –sorprendentemente– bastó que el ministro de Defensa nombrara un nuevo jefe del Ejército y este diera la orden de volver a los cuarteles para que la reducida fracción armada protagonista de la asonada, dirigida por el general Juan José Zúñiga –destituido como comandante del ejército 24 horas antes–, cesara inmediatamente en su actitud y todo volviera a la normalidad.
En Bolivia ha habido 36 golpes de Estado desde que obtuvo su independencia en 1825, que podrían llegar al centenar si contáramos todos los pronunciamientos o presiones –internas y externas– que han provocado cambios políticos no democráticos. El último de ellos fue de carácter civil-militar y obligó a dimitir y a exiliarse del país al presidente Evo Morales, que acababa de ganar por quinta vez las elecciones (octubre 2019). La excusa fue un presunto fraude electoral avalado por la Organización de Estados Americanos, sin pruebas, ya que posteriormente varias investigaciones académicas independientes demostraron que el fraude no había existido. La senadora Jeanine Áñez fue investida presidenta interina de la mano de los militares, por un procedimiento irregular, y convocó un año después elecciones –a las que se presentó–, que fueron ganadas por Luis Arce, antiguo ministro de Economía y Hacienda de Morales y miembro como él del Movimiento al Socialismo (MAS).
Desde su regreso al país, en noviembre de 2020, Evo –que está muy próximo a los movimientos indigenistas– ha mostrado públicamente diferencias de criterio con Arce, llegando en algunos casos al enfrentamiento dialéctico, y no ha descartado ser el candidato del MAS en la próxima elección presidencial –que tendrá lugar en 2025–, a pesar de que el Tribunal Constitucional Plurinacional boliviano dictaminó en 2023 que no podría presentarse de nuevo por haber gobernado tres períodos consecutivos. La oposición en Bolivia está muy debilitada y desprestigiada, con la mayoría de sus dirigentes –incluida Jeanine Áñez– en prisión o amenazados de imputación. Actualmente la oposición está dentro del propio MAS y la lidera el antiguo presidente.
Morales tiene muchos enemigos en Bolivia, especialmente entre las clases acomodadas –en su mayoría blancas– y algunos altos mandos del ejército, que toleran mejor a Arce, tal vez por el origen indígena del primero. Esas fuerzas no quieren que él vuelva al poder en ningún caso, y harán todo lo posible para que no suceda. El general Zúñiga fue destituido precisamente por unas declaraciones en las que afirmó que se opondría a una posible candidatura de Morales en las próximas elecciones, amenazando incluso con detenerlo. En contraste, durante las horas que duró el golpe, afirmó que no tenía ninguna intención de destituir al presidente Arce. Por esto no se puede descartar que el golpe haya sido un capítulo más del enfrentamiento entre ambos dirigentes.
Antes de que las tropas salieran a la calle, el presidente Arce se encontraba en una situación política muy delicada. La economía boliviana –que precisamente con él como ministro responsable había alcanzado sus mejores cifras– se encuentra en una situación lamentable, tal vez por la acusada pérdida de ingresos derivados del gas natural, cuya producción ha decaído hasta el punto de impedir las exportaciones. La inflación es muy alta, faltan combustibles y, sobre todo, faltan dólares para comprar todo lo que Bolivia tiene que importar, que es mucho. En consecuencia, su popularidad se había hundido y los sindicatos y movimientos indígenas habían comenzado a movilizarse en su contra.
Muchos analistas bolivianos, dentro y fuera del país, han considerado verosímil que este débil intento de golpe hubiera sido consensuado con el actual presidente para reforzarle en su pulso con Morales y –sobre todo– para provocar una reacción de adhesión que neutralizara el descontento generalizado en el país por la situación económica. El propio líder de la asonada, Zúñiga, acusó en el momento de su detención al presidente Arce de haber acordado con él el intento de golpe para levantar su popularidad y de haberle dado luz verde para sacar los blindados a la calle.
Lo cierto es que, farsa o autogolpe, Arce sale reforzado de este episodio político, enarbolando la bandera de la defensa de la democracia. Los movimientos sociales le muestran su apoyo, el MAS se cohesiona en su favor, la oposición le respalda, y la comunidad internacional es unánime en la condena del golpe y la defensa de su legitimidad. Incluso el peligro de involución le puede permitir tomar medidas de excepción que contengan el descontento popular.
No obstante, el actual presidente puede haber ganado un cierto respiro político y social momentáneo, pero este incidente no va a arreglar la economía boliviana, ni menos aún los problemas sociales y medioambientales. La tensión política aumenta con vistas a las elecciones de 2025, para las que no se puede descartar que se produzca un enfrentamiento fratricida entre Arce y Morales, lo que aumentaría la división interna en el MAS y en los movimientos que lo apoyan, y produciría una mayor inestabilidad, lo que podría conducir al país a un nuevo episodio antidemocrático.
Hay además otro elemento importante a tener en cuenta. Bolivia posee las mayores reservas del mundo de litio –23 millones de toneladas–, un mineral estratégico que ha sido considerado el petróleo del siglo XXI por su amplia utilización en la industria actual, principalmente en baterías de dispositivos electrónicos y vehículos eléctricos, o como combustible para láseres y cohetes. El litio boliviano ha sido sin embargo apenas explotado hasta ahora, el único acuerdo del Gobierno en relación con este mineral ha sido con la empresa estatal rusa Uranium One Group, perteneciente a Euratom, para la construcción de una planta piloto de explotación que empezaría a producir este año, a la que seguirían otras en 2025. Es fácil comprender que en EEUU y Europa este estado de cosas no es precisamente el más deseado y que verían con buenos ojos un Gobierno más afín a los occidentales.
Es difícil vincular este asunto del litio con el reciente intento de golpe de Estado, sobre todo porque ha sido una chapuza y los golpes preparados desde países poderosos suelen ser muy eficaces y cumplir sus objetivos (véase Chile 1973). No obstante, favorecer a Arce por delante de Morales puede tener ciertos resultados en la dirección deseada por Washington. Aunque ambos pertenecen al mismo partido, es notorio que Evo –que fue quien nacionalizó el litio en 2008– tiene una posición más radical, mientras que un tecnócrata como Arce podría abrirse a la participación de empresas occidentales que aporten la tecnología necesaria para la explotación del codiciado mineral.
En los próximos meses y en la elección presidencial de 2025 veremos –si no pasa nada antes– en qué desemboca la rivalidad entre Arce y Morales, quién de los dos es el candidato del MAS y, en el caso improbable de que se presentaran los dos, quién gana. Esperemos que Bolivia consiga mantener una democracia social –duramente alcanzada– y aprovechar los enormes recursos que tiene en beneficio de su población y con respeto al medio ambiente, a pesar de las presiones exteriores que sin duda va a recibir, porque ese sería el único camino de progreso para uno de los países más pobres de América Latina.
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