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Ciencia y cultura: nervio republicano

Director del Instituto Universitario José Ortega y Gasset - Gregorio Marañón (UCM)
Ilustración de Patricia Bolinches para la revista 'Las luces de la Segunda República' de elDiario.es
27 de diciembre de 2021 22:34 h

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La República la han hecho posible los intelectuales. Vosotros, los que ocupáis el poder, habéis sido los parteros de la República; pero permitidnos que os digamos que quienes la han engendrado hemos sido nosotros. Nosotros, unos humildes y otros ilustres, quienes a lo largo de treinta años hemos hecho poco a poco, con trabajo, con perseverancia, que el cambio de la sensibilidad nacional se efectúe“. Así saludaba Azorín la República en un conocido artículo publicado en el diario orteguiano ‘Crisol’ en junio de 1931. Y tenía razón.

La República fue, ante todo y sobre todo, un Estado científico y cultural, como advirtió hace ya tiempo J. P. Fusi. A pesar de que los historiadores nos hemos fijado hasta la obsesión cómo fue posible el paso “de la fiesta popular a la lucha de clases” –por decirlo con Santos Juliá– y por desentrañar las motivaciones que llevaron al golpe de Estado del verano de 1936 que, fracasado y no sometido, despeñó al país por el precipicio del odio, el rencor y la incomprensión en la más incivil de nuestras guerras, lo cierto es que la República asistió al momento de mayor modernización y esplendor científico y cultural de nuestro país hasta entonces; solo superado por el actual período democrático.

Aquella República, en cuyas Cortes había más de un centenar de profesores, periodistas y escritores, era fruto de la conjunción de múltiples circunstancias, sociales, económicas o políticas. Con todo, el origen remoto del régimen de abril de 1931 se puede encontrar en el proyecto educativo liberal de Francisco Giner de los Ríos y su Institución Libre de Enseñanza. A hombros del mismo y de los postulados regeneracionistas que sancionó Joaquín Costa con la crisis de 1898 –“escuela y despensa”–, Ortega y Gasset habló en 1910 de la necesidad de ‘europeizar España’, entendiendo por tal la de asomar el país a la modernidad. Ciencia, cultura, investigación y universidad eran el camino. Incorporar a la mujer al proyecto, el imperativo. La Residencia de Señoritas, regentada por María de Maeztu desde 1915, y otras sedes culturales y científicas de similar procedencia ideológica –como, por ejemplo, el International Institute, de origen norteamericano, o el vanguardista y moderno Lyceum Club, entre otros–, dieron instrucción y cobijo a las pioneras que conquistaron para la mujer ámbitos que hasta entonces les habían sido vedados en razón de su género. Azaña fue un paso más allá: el ‘problema de España’ era a sus ojos, por encima de todo, un problema político. La solución: la implantación plena de la democracia –sufragio universal masculino y femenino– y de un Estado moderno, fuerte y articulado.

Así, llegada la República, científicos e intelectuales se autoerigieron en el nervio del nuevo régimen. Tras haber tenido mucho que ver en el plano inclinado que llevó al final de la monarquía alfonsina de manera cívica y pacífica –Santos Juliá habló del año de 1930 como un “año de intelectuales”–, muchos fueron nombrados embajadores de la nueva República: Sánchez Albornoz, Américo Castro, Pérez de Ayala, Fernando de los Ríos, Madariaga, Gabriel Alomar o Luis de Zulueta. Otros, como el propio Fernando de los Ríos que fue responsable de Instrucción Pública, Valle-Inclán que desempeñó como director de la Escuela de Bellas Artes de Roma, o Victoria Kent que fungió como directora general de prisiones, ostentaron cargos institucionales estratégicos o ministerios. 

Con estos mimbres, durante el primer bienio –el conocido como ‘social-azañista’–, la legislación atendió cuestiones como el cuidado del patrimonio artístico y bibliotecario –con la implantación de una red de archivos nacionales– o la construcción de miles de escuelas y la convocatoria de plazas para nuevos maestros, con un aumento del 50% del presupuesto en educación. Junto a ello, numerosos ejemplos bien conocidos muestran la pulsión educativa, cultural o científica del régimen republicano de 1931: las colonias de verano que mostraron por vez primera el mar a las niñas y niños más desfavorecidos, la primera feria del libro en el Retiro, la Barraca lorquiana o las Misiones Pedagógicas –que llevaron el teatro clásico español y crearon miles de bibliotecas populares por toda la geografía nacional, respectivamente–, o, claro, instituciones universitarias sobresalientes como la Universidad Internacional de Santander o la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, en cuyas aulas enseñaban en los treinta el propio Ortega, Menéndez Pidal, García Morente, Américo Castro, Sánchez Albornoz o José Gaos, entre otros.

Así, tal y como advertía Azorín, en aquel periodo que conoceríamos como Edad de Plata encontramos los cimientos de aquella República que quiso resolver con carácter inmediato los problemas estructurales del país: caciquismo y corrupción electoral, subdesarrollo económico de amplias zonas rurales, intervencionismo y estructura militar arcaica e injerencia clerical en la vida pública y ciudadana. Instituciones como la Junta para Ampliación de Estudios –que ofreció pensiones a cerca de dos millares de licenciados para completar conocimientos en los centros más vanguardistas del extranjero–, institutos de investigación y laboratorios como los de Blas Cabrera (física y química), Julio Rey Pastor (matemáticas) o Juan Negrín (fisiología) –por citar tan solo, entre los muchos que salpicaron la geografía nacional, algunos de los vinculados a la propia Junta–, revistas culturales –como la ya casi centenaria Revista de Occidente–, la visita a España de figuras de relieve mundial –como Einstein, Schrödinger, Marie Curie, Marinetti o Le Corbusier– o la celebración en nuestro país de congresos y reuniones científicas internacionales, fueron el magma en el que aquellos hombres y mujeres desenvolvieron su labor en las primeras décadas del siglo. Así, tras brillar con luz propia en sus respectivas disciplinas y atesorar un gran prestigio académico y profesional, muchos de ellos asumieron responsabilidades políticas en la coyuntura republicana.  

Más allá del ya clásico debate sobre cómo tanta inteligencia en el puente de mando del país no logró abortar el golpe y evitar la catástrofe, la advertencia que Azorín hacía en junio de 1931 sobre el fundamento último que inspiró ese cambio de ‘sensibilidad nacional’ seguiría ausente del análisis de los estudiosos durante décadas. El horror vivido durante la Guerra Civil, cuando las dos Españas se ‘helaron el corazón’ en el campo de batalla –por decirlo con Machado–, y la prolongada dictadura de Franco, hicieron que nuestra historiografía se centrase en tratar de comprender las enormes resistencias que enajenaron a importantes sectores de la población de la República y alimentaron el golpe de 1936. Estudios acerca de la polarización política, la oposición aristocrática, la conspiración de buena parte de la cúpula militar y el combate que, desde el púlpito, enarboló la Iglesia católica contra la República postergaron, junto a otros análisis, los estudios sobre la arcadia científica y cultural que se vivió entonces. 

Afortunadamente, en las últimas tres décadas, nuestra historiografía ha venido cubriendo de una manera más que solvente este vacío con estudios de aspectos sectoriales, biografías o análisis comparados que muestran como, en un contexto caracterizado por la destrucción del sistema de cooperación internacional y por el ascenso de opciones nacionalistas y totalitarias, la II República fue el laboratorio de una serie de reformas y cambios estructurales que solo llegarían a España prácticamente medio siglo después de nuestra más dolorosa travesía del desierto. 

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