Crímenes terroristas desde la marginalidad del odio
“Unidos contra el odio” rezaba una de las pancartas llevada por algunos ciudadanos a la Plaza de la Bolsa de la capital belga en la jornada de luto tras los atentados terroristas que tuvieron lugar en ella. En medio del dolor por la treintena de víctimas mortales y los más de doscientos heridos que provocaron, atravesando la rabia por la destrucción causada y a la vez que aceptando cívicamente las medidas de seguridad aplicadas en una ciudad que trataba de recuperar su aliento ciudadano y su vida cotidiana, el contenido de dicha pancarta aportaba una pincelada de enorme lucidez.
De forma certera, situar el odio como uno de los factores del terrorismo yihadista era pintar fino en el cuadro de los análisis que reclama una acción terrorista que actualmente, sumándose a la lista negra de otras que ya hemos padecido en Nueva York, Madrid, Londres y París -más las que han tenido lugar en Sira, Irak, Líbano, Pakistán, Nigeria...-, es reivindicada desde el fundamentalismo político-religioso del DAESH o el mal llamado Estado Islámico.
Esa llamada de atención sobre el papel del odio, a la vez que se expresaba una profunda solidaridad entre los ciudadanos y ciudadanas impactados por la violencia terrorista desatada sobre la cosmopolita Bruselas, podía asociarse al penetrante análisis de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal” al asistir al juicio de Albert Eichman, el criminal nazi llevado ante la Justicia en Jerusalén. Arendt levantó acta de la capacidad para el mal que desplegó uno de los mayores criminales de la historia, la cual, sin embargo, no fue incubada en una personalidad en principio especialmente violenta, sino que el protagonista de enormes monstruosidades a la hora de aplicar la terrible “solución final” decretada por Hitler para los judíos era un “hombre normal”, y así se presentaba incluso ante el tribunal que había de juzgarle. No es banal -ni mucho menos, sino todo lo contrario- el mal causado, sino que banales son los caminos por los que muchos llegaron a situarse en la posición desde la que causaron los estragos de un mal brutal -posición tantas veces amparada bajo principio de obediencia debida-.
Ahora, de manera análoga a como la autora de Los orígenes del totalitarismo descubrió la banalidad del mal tras la barbarie nazi, ante los asesinatos múltiples provocados por unos terroristas con gran capacidad de matar aparece ante nosotros la marginalidad del odio como elemento causante de la deriva que a determinados individuos les lleva a sumarse a la dinámica criminal del Estado Islámico o, en otros casos, de Al Qaeda o similares. Entender eso es fundamental para combatir dicho terrorismo, al cual hay que hacerle frente, por lo demás, con todos los recursos de los Estados democráticos de derecho para acabar con la violencia terrorista que en ellos y fuera de ellos liquida miles de vidas a la vez que ataca, con pretensiones de propaganda mediática y destrucción simbólica, significados lugares e instituciones de nuestras sociedades.
La parálisis política de los países occidentales ante los conflictos desatados en Oriente Medio y el norte de África, las consecuencias de las desastrosas intervenciones en Irak, Afganistán y posteriormente en Libia, los intereses cruzados ante los enfrentamientos entre Irán y Arabia saudí en su disputa por la hegemonía de la zona -que tanto repercuten en el trágico bloqueo que se da en Siria y que tanto sufre su castigada población-..., todo ello creó el caldo de cultivo y dejó el espacio libre para que surgiera y creciera el Estado Islámico.
Con potencia militar creciente, con recursos disponibles, con financiación asegurada y con reclutamiento de efectivos humanos en marcha, el monstruo del sedicente Califato extiende su azote allá donde se implanta y allá a donde llegan las células terroristas generadas desde la red que sus estructuras sostiene. Poner freno a todo eso, reducirlo y vencerlo es tarea insoslayable. Pero no será posible si no se acomete la tarea política de vencer al odio.
Es imprescindible, en un análisis que nos ponga sobre la mesa todas las causas que están a la raíz de un fenómeno tan complejo y mortífero como el del terrorismo yihadista, adentrarnos en el porqué de los modos y formas de la violencia que practica. Si el DASH o ISIS actúa con una violencia objetiva extrema, podemos decir además, siguiendo al ensayista francés Étienne Balibar, que dicha violencia tiene, por un lado, un marcado carácter reactivo frente a lo que se puede considerar la “violencia ultraobjetiva” de un sistema-mundo capitalista -diríamos con Wallerstein- que a inmensas mayorías árabe-musulmanas ha dejado fuera, en una posición de ausencia de mundo, en la que se reubican nihilistamente, a la vez que de forma paradójica buscan cobertura de sentido en un fundamentalismo religioso que les sirva de aglutinante identitario como suministro de orden simbólico frente al mundo occidental.
En relación a éste se acumula un odio colectivo enorme, marcado por la frustración de una modernidad que fue prometida y luego traicionada hasta en las formas más elementales de modernización. Es en ese marco de una cultura del odio en donde se incuba la que, por otro lado, Balibar presenta como “violencia ultrasubjetiva”, es decir, la que ponen en juego individuos que en la destructiva construcción -digámoslo de nuevo con expresión paradójica- hacen de la violencia el eje de sus vidas para afirmarse a sí mismos. ¿Cómo no recordar los estudios de Fromm acerca de comportamientos destructivos en los que de manera patológica se pretende dar perversamente sentido a lo que no lo tiene?
El resentimiento es muy poderosa incubadora de odio, incluso para asumir un mal que actúa contra el propio sujeto que lo provoca. Fue el descubrimiento freudiano que el esloveno Žižek trae a colación para tratar de explicar precisamente ciertas pautas del terrorismo yihadista, cuyos protagonistas vemos actuar contra sus propios intereses, incluso hasta el punto del suicidio. Pudiera pensarse que tales individuos, empapados de espíritu martirial, se ofrecen en contradictorio sacrificio al morir matando. Sin duda, es la (i)lógica de la guerra santa -insostenible como concepto, pero así entendida- la que lleva a tal desmesura donde la razón se pierde. Mas es esa locura la que les hace actuar con ventaja en sociedades postheroicas, en las que su secularidad, como recuerda el sociólogo Bauman, tampoco admite mártires. Es por ahí donde se muestra el fondo de impotencia de un odio que subjetivamente nutre los motivos de jóvenes musulmanes, incluso con antecedentes familiares de neto arraigo en sociedades europeas, los cuales, desde la marginalidad no superada de quienes no se autoperciben como ciudadanos en plenitud de derechos, acuden a la llamada del reclutamiento yihadista.
Metidos en una lucha de largo recorrido contra el terrorismo es imprescindible estar unidos contra el odio, pero no sólo para recomponer vínculos sociales tras sus mortíferas manifestaciones, sino para erradicarlo allí donde se gesta. La marginalidad real de jóvenes a los que en sus barrios y ciudades no llegan los mecanismos de integración de una verdadera democracia inclusiva acaba provocando reacciones violentas, destructivas para los demás -incluida las dinámicas que desencadenan en y en relación a sus propias comunidades de pertenencia, y de ahí la imperiosa necesidad de que las comunidades musulmanas se distancien de un terrorismo que no comparten- y autodestructivas hasta el extremo para ellos.
Si a ello se añade la marginación sentida en procesos de subjetivación individuales y colectivos no resueltos con los frutos que requiere la convivencia en sociedades pluralistas, secularizadas y democráticas, se acumulan los ingredientes para una violencia nihilista que, bajo la cobertura de una religiosidad tan fundamentalista como superficial, es desgraciada respuesta a una experiencia de sinsentido. Hay que ir a la raíz para vencer al odio desterrando sus causas. Sólo así, en el largo plazo, será más corta la batalla política, social y cultural contra el terrorismo.