La cuarta exhumación de José Antonio Primo de Rivera
La primera vez que se exhumó el cadáver del fundador de la Falange fue a raíz de la toma de Alicante por las tropas italianas de la División Littorio, contribución del Duce a la definitiva derrota, cautiverio y desarme del “ejército rojo” español. De la fosa común en la que había sido sepultado por las autoridades republicanas en noviembre de 1936, los restos pasaron a ocupar un nicho en el cementerio local de “Alicante de José Antonio”, como pasó a llamarse oficialmente la ciudad levantina. No sería por mucho tiempo: el Caudillo, precisado de una cobertura ideológica homologable a la de las potencias del Eje, dispuso el traslado de los despojos del líder del fascismo español al monasterio de El Escorial, esa metáfora arquitectónica de la intransigencia de Felipe II tallada en granito de Guadarrama. La ceremonia estuvo ornada con los rasgos de un culto en el que se amalgamaba mesianismo y necropolítica. Miles de falangistas, entre camisas viejas de la “Falange de la Sangre” y arribistas de aluvión en ansia de figuración y estancos se disputaron el honor de portar a hombros el féretro durante los más de cuatrocientos kilómetros que separan Alicante de Madrid. Aquel viaje póstumo fue una versión celtibérica del camino al Walhalla. Antorchas, cohortes uniformadas y, en cada etapa del itinerario, un sacrificio humano en el altar de la venganza: sacas y ejecuciones irregulares cobradas en vindicta por el fusilamiento del Ausente. Había sobrada cantidad de presos rojos para pagar por ello.
El mausoleo de la monarquía no fue, sin embargo, la última morada del abogado e hijo del primer dictador del siglo XX. En 1959, Franco, cuya pretensión era no solo la de señorear el presente de España, sino la de reescribir su pasado y determinar para siempre su futuro, dispuso que aquel a quien había convertido deliberadamente en mito se alineara junto a él en su futura tumba. En la basílica de Cuelgamuros, un remedo de pirámide azteca erigida sobre cráneos por un ejército de trabajadores conscriptos, ambos esperarían las trompetas del juicio final a los pies del altar mayor, sahumados por la solícita orden benedictina que interpretaba la regla del ora et labora en clave de la más eficaz exaltación de una tiranía alzada sobre las vidas sacrificadas de un cuarto de millón de compatriotas.
Hay que lamentar que la democracia haya llegado tarde a la tarea de retirar honores a los personajes prominentes de la dictadura, pero cabe congratularse de que lo acabe haciendo y sin posibilidad de marcha atrás. Lastradas por la inercia del uso de los pies de plomo en los tiempos iniciales de la transición, hay interpretaciones que han tratado de diferenciar entre la figura de Franco y la de Primo de Rivera como si no hubieran sido ambas el haz y el envés de la misma espada. Se ha dicho que José Antonio —usando de la familiaridad derivada de su omnipresencia en las placas de todas las parroquias de nuestra geografía encabezando el listado de “caídos por Dios y por España”—, a diferencia del general superlativo, fue una víctima de la guerra civil. Por ello, habría podido permanecer en la basílica de Cuelgamuros, aunque no en un lugar destacado. La equidistancia le ha presentado con tonos casi costumbristas, un bon vivant de origen jerezano frecuentador de tertulias mundanas como la de La Ballena Alegre en los bajos del café Lyon y de las cenas de Carlomagno en el Hotel París de la Puerta del Sol, alguien a quien cuadraba mejor un esmoquin que la camisa azul mahón, un discreto letraherido arrojado a la pugna política por la vindicación de su padre, un hijo de su generación con un sino trágico.
Todos ellos son trazos anecdóticos que no pueden negar la evidencia. José Antonio Primo de Rivera no se limitó a impugnar a la República por lo que pudiera reputar de ultrajes a su legado paternal, sino que puso todo su empeño de derribarla. A tal fin, fundó un partido troquelado en el molde de los fascismos rampantes en la Europa de los años 30, una organización con escalas de mando que tomaban su denominación del léxico militar —triunviros, falanges, escuadras—, una ideología cuyo objetivo era la implantación de un estado totalitario que enmendase —lo dejó grabado para un noticiero extranjero— la triple división engendrada por la democracia liberal de la que abominaba: la territorial, la de clase y la de partidos. Un grupúsculo que adoptó como táctica la basada en la “dialéctica de los puños y las pistolas” y que actuó como elemento de provocación y fuerza auxiliar de la conspiración monárquico-militar, como han demostrado los trabajos del profesor Ángel Viñas.
Para muestra de su naturaleza, un par de ejemplos. El 16 de marzo de 1935, un centenar de falangistas asaltó las instalaciones de los almacenes SEPU, en la Gran Vía de Madrid, muy cerca de la Telefónica. Irrumpieron blandiendo porras de goma, rompieron el escaparate y destrozaron vitrinas, sembrando el pánico de los clientes. ¿El motivo? La campaña desplegada por el partido liderado por José Antonio a través de su periódico, Arriba, contra SEPU, Nestlé y el “capitalismo judío” al que acusaban de arruinar con su política de precios rebajados al pequeño comercio y a los productores nacionales. Cristales rotos y antisemitismo: no es necesario buscar en exóticas latitudes el origen de estas influencias. Por otro lado, Luis Jiménez de Asúa, socialista, catedrático de Derecho, presidente de la comisión que redactó la Constitución de 1931 y candidato a la vicepresidencia de las Cortes sufrió el 12 de marzo de 1936 un atentado en el que murió su escolta. Un mes después la misma Falange que había reivindicado su autoría asesinó al instructor de la causa, el juez Manuel Pedregal. No se trataba de una mera dinámica de acción-reacción en un contexto de confrontación con otros grupos extremistas, como justificó cierta lectura sobre la época: era el resultado de la “actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos”, según la tercera acepción en el DRAE de la palabra “terrorismo”.
En definitiva, José Antonio Primo de Rivera fue el líder de un grupo organizado de carácter violento que actuó como colaborador necesario en la creación de un estado de necesidad legitimador de la sublevación militar. Como aprendiz de brujo, pereció a consecuencia de los efectos derivados de sus actos. No fue más víctima de la guerra civil de lo que Reinhardt Heydrich lo fue de la Segunda Guerra Mundial. No pueden establecerse diferencias de consideración entre el jefe del Estado y el fundador de la Falange que, en triada inseparable completada por el crucifijo, presidieron las paredes de aulas, comisarías y covachuelas administrativas durante toda la duración del régimen del 18 de julio. Quienes se encuadraron en su partido ejercieron la violencia, usurparon propiedades, participaron de la corrupción institucionalizada y usufructuaron los beneficios de la victoria hasta la desarticulación del Movimiento Nacional en 1977.
La salida del líder del fascismo español del mausoleo oficial de la dictadura es un paso más en el desmontaje de la necrópolis sobre la que ha acampado durante demasiado tiempo la memoria histórica de España. Sus deudos no pueden quejarse: tendrá una salida digna, si se la compara con la situación de las de las otras víctimas que aguardan la ocasión de que los suyos puedan honrarlas en paz y con dignidad. Cuando eso ocurra, me confieso pesimista sobre la posterior resignificación del denominado Valle de los Caídos. Albergo dudas acerca de que pueda cumplir alguna vez una función de educación cívica. Quizás fuera mejor que el tiempo, la erosión y la tectónica hicieran su lento e implacable trabajo hasta convertir el entorno en algo parecido a los grabados de ruinas de Piranesi, la única forma posible de que un lugar tan nefasto logre ostentar algo de belleza.
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