El derecho a morir y la muerte tecnológica
El debate de la eutanasia será mi última contribución a un nuevo derecho que creo que fructificará y beneficiará a millones de españoles
He esperado un tiempo prudencial para leer los argumentos contrarios a la ley de muerte digna y con especial atención a los de la Iglesia y las posiciones de derechas, que son por otra parte sustancialmente iguales, prácticamente desde los inicios de la mencionada reivindicación en el siglo pasado.
Dejo a un lado las teorías conspirativas de la extrema derecha, ante las cuales, en tantas otras cosas, como la más reciente de la gestión de la pandemia, de nada sirven los argumentos. De nuevo esgrimen como prejuicio un supuesto proyecto eugénesico criminal de la izquierda, y su reedición pragmática para reducir el presupuesto de pensiones o de atención a los dependientes y el aún más delirante de facilitarle a los hijos, de natural descastados, el deshacerse de sus padres. Cómo tienen que estar el interior de esas cabezas para que piensen eso, no solo de los demás sino también de los suyos.
Por otra parte, y a pesar de mi renovado interés, tengo que admitir que me han decepcionado las argumentaciones por tópicas y reiterativas de unos y otros sectores políticos y religiosos conservadores, basadas casi obsesivamente en oponer el desarrollo de los cuidados paliativos a la necesidad de regular el derecho a la eutanasia, cuando resulta evidente que se trata de dos cuestiones bien distintas y si acaso desde el punto de vista sanitario complementarias y no sustitutivas.
Los cuidados paliativos se remiten a garantizar el tránsito sin dolor y en las condiciones más humanas posible a la muerte ineluctable. La eutanasia, por el contrario, supone el derecho y la ayuda para una muerte voluntaria 'por causa de padecimiento grave, crónico e imposibilitante o enfermedad grave e incurable, causantes de un sufrimiento intolerable', como expresa la mencionada ley.
Todo esto, además, cuando los mismos que hoy reniegan del derecho a la eutanasia, tampoco han perdido la ocasión de extender el prejuicio y la condena a los cuidados paliativos y a quienes los pusieron en marcha acusándoles de realizar una eutanasia encubierta. Ese fue el caso escandaloso del doctor Luis Montes, jefe de urgencias del Severo Ochoa de Leganés, al cual se calumnió, se lo destituyó de su cargo y se denunció ante los tribunales que finalmente rechazaron las falsas denuncias. Entonces, el único objetivo era agitar el miedo y señalar a un chivo expiatorio con el que distraer la atención y ocultar la gestión privatizadora de la sanidad madrileña.
En el fondo, estas posiciones son las mismas que condenaron en su tiempo como aberrante el suicidio y que aún hoy rechazan la decisión libre y voluntaria de poner fin a la propia vida, considerando ésta exclusivamente como fruto de un dolor insoportable, de la depresión o de la locura. Unas causas, según ellos, controlables mediante los procedimientos médicos, y entre otros con el desarrollo de la psiquiatría o de unos cuidados paliativos, poco menos que omnipotentes, negando la voluntad consciente y lúcida de poner fin a la propia vida así como los límites de la medicina.
Por eso, después de las iniciativas europeas de los años noventa, en España no se elabora una estrategia de cuidados paliativos hasta el año 2007 a la que ha seguido una evaluación para el periodo 2010-2014. A raíz de ella se han ido aprobando leyes autonómicas desde Andalucía y Aragón, luego en Baleares y Canarias, hasta la más reciente de Asturias, la mayoría de ellas paradójicamente a impulso sobre todo de los casos de más impacto mediático conocidos como el de Ramón Sanpedro, José Antonio Arrabal, María José Carrasco o Maribel Tellaetxe que sin embargo reivindicaban la despenalización de la eutanasia y el suicidio asistido. Así, los cuidados paliativos han experimentado una evolución lenta en relación a nuestro entorno y diferenciada entre las CCAA. Principalmente porque no ha estado entre las prioridades políticas de aquellos que hoy tácticamente la instrumentalizan para contraponerla de forma sistemática a la reivindicación de la regulación de la eutanasia y que sin duda requeriría un enfoque más sistémico y un mayor grado de prioridad política y disponibilidad presupuestaria.
Además, la experiencia de los países donde se ha regulado la eutanasia es sin embargo la contraria a esta pretendida contraposición. En todos ellos es compatible dicha regulación con el más alto nivel de desarrollo de los cuidados paliativos. Lo uno no niega lo otro, sino que si acaso es complementario.
Entrando ya de lleno en la materia de la necesidad de regulación del suicidio asistido y la eutanasia, el argumento es que ésta sería innecesaria en el caso de un mayor desarrollo de los cuidados paliativos y que aquella además traería como consecuencia graves inconvenientes como la llamada pendiente deslizante de una utilización abusiva por parte de ciudadanos y sanitarios.
Este razonamiento obvia que incluso en una situación ideal de desarrollo de los cuidados paliativos, éstos no darían respuesta alguna a aquellos que desean tener la capacidad de decidir voluntariamente y sin interferencias morales sobre el momento de su muerte.
El otro argumento tiene que ver con una supuesta pendiente deslizante que llevaría a utilizar la ley más allá de su objetivo inicial, todo a pesar del garantismo sanitario y judicial que supone el pormenorizado contenido de la norma. Para ello se esgrimen casos y cifras de los países en que está legalizada, cosa que lejos de avalar refuta la supuesta escalada en la demanda donde la eutanasia lleva décadas o años regulada y donde se mantiene como alternativa muy minoritaria y estable.
Me interesaba también el enfoque sin duda complejo de los sectores de la iglesia progresista, esperando que ésta no se limitaría a la consabida doctrina. Sin embargo, he visto reproducidos los mismos argumentos, si acaso con alguna referencia crítica a la pérdida de valor de la vida humana y en particular del papel social de los ancianos, y al tabú sobre la muerte, cosa que puedo compartir, pero que obvia lo fundamental: la muerte tecnológica y la necesidad de reconocer la capacidad de decisión al individuo, que es la principal causa del avance de la legislación sobre la eutanasia en fechas recientes en países de tradición católica como España o Portugal.
Porque la muerte tecnológica de nuestro tiempo, independientemente de la legislación de la eutanasia, hace ya tiempo que ha trascendido la decisión divina e incluso la evolución natural de la enfermedad para convertirse en un esfuerzo institucional frente a la muerte del cual hace tiempo que no participaban los sujetos y sus familias, sino los sanitarios, la tecnología hospitalaria y el ámbito legal y jurídico. Ha sido como consecuencia de estas decisiones externas, por lo que han avanzado los derechos del paciente y se han incorporado paulatinamente cuestiones como las voluntades anticipadas, el testamento vital, los cuidados paliativos y el derecho a una muerte digna.
Por eso me ha llamado la atención la atribución al individualismo liberal del derecho a decidir sobre el morir por una suerte de sobreactuación identitaria de la izquierda, que al parecer no tendríamos otras causas materiales de las que ocuparnos. Otra falsa dicotomía entre libertad e igualdad.
Deduzco de ello que por contra se considera social tanto la intervención sanitaria como jurídico-legal cuanto la exclusión del sujeto y el mantenimiento de la consideración penal actual de la ayuda a morir, dentro de lo que alguien ha denominado el principio de la mentira. Los datos de opinión pública contradicen tales aseveraciones tanto entre los ciudadanos en general como en particular entre los sanitarios y los juristas, mayoritariamente favorables a la regulación legal de la eutanasia y el suicidio asistido y preocupados solo minoritariamente por la objeción de conciencia, demandada por el colegio de médicos y contemplada desde un principio en la ley.
Por suerte, en esta ocasión, han desaparecido las excusas que desde el centro izquierda han apelado durante más de dos décadas a la inmadurez del debate social para negarle su apoyo.
Pero sobre todo me ha escandalizado la utilización del rastro de muerte y dolor provocados por la pandemia de la COVID-19 para negar la oportunidad de una ley de muerte voluntaria. No es un algo nuevo, pero no esperaba tanto morbo insano como argumento.
Porque habría que remontarse muy atrás en el tiempo, al menos un cuarto de siglo, para ver las primeras iniciativas que han pretendido primero la despenalización y luego el reconocimiento del derecho a una muerte digna en España. Tampoco se trata de una ley menor y merecía la pena tomarse su tiempo en el proceso legislativo que se inició mucho antes del inicio de la pandemia. La acusación de oportunismo, como la de inoportunidad no tiene ningún sentido. Porque como bien dice el preámbulo de la ley ya en vigor: “no existe un deber constitucional de imponer o tutelar la vida a toda costa y en contra de la voluntad” de la persona, por lo que el Estado “está obligado a proveer un régimen jurídico que establezca las garantías necesarias y de seguridad jurídica”
Que así sea.
5