La desmemoriada ley de la memoria
A principios de diciembre de 2004, Isabel González entró en las dependencias del Palacio de la Moncloa para acudir a una reunión con los representantes de la Comisión Interministerial que iba a elaborar la ley de la memoria histórica. Isabel llegaba desde la localidad leonesa de Palacios del Sil y buscaba a un hermano desaparecido. Casi sesenta años antes había acudido a la Sociedad de Naciones para denunciar allí las desapariciones de la represión franquista, porque ella buscaba a su hermano Eduardo y a uno de sus cuñados.
Isabel acudía a aquella reunión como parte de la representación de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), el colectivo que en el año 2000 había llevado a cabo la primera exhumación científica de desaparecidos de la dictadura fascista del general Franco y había abierto ante la ONU el caso de las personas desaparecidas en España.
Después de contar su historia, un asesor del Ministerio de la Presidencia le pidió a la representación de la ARMH que dejara de realizar exhumaciones hasta que la ley estuviera aprobada. Y la persona que escribe estas líneas le contestó. “Dígale eso a Isabel, que debería haber estado sentada en esta silla por las mismas razones en 1976 y ahora que tiene más de 80 años viene aquí a que la ayuden y le piden que siga esperando”.
Si Isabel González hubiera esperado, que no lo hizo, lo habría hecho en vano, porque la ley de la memoria se aprobó un año y medio después de que ella muriera y en su articulado hablaba del que las instituciones tenían que facilitar la búsqueda de desaparecidos, algo contrario a los derechos humanos porque en una democracia no deben facilitarse, si no deben garantizarse.
La Ley de la Memoria entró en vigor el 28 de diciembre de 2007, un día después de haber aparecido publicada en el BOE. En su preámbulo hacía una declaración de la debilidad política que iba a tener porque repetía que la memoria de las víctimas de la dictadura era “personal y familiar”, que es algo así como dudar de que sea un asunto público y por lo tanto político. ¿Alguien desde el Estado le diría a una víctima del terrorismo que su memoria es personal y familiar?
La mejor explicación de su espíritu y de su falta de efectividad política está en el Artículo 4. Declaración de reparación y reconocimiento personal. Se trata de un certificado que recibe de formar privada en su buzón una víctima de la dictadura. Es un certificado en el que se le dice algo que ya sabe: usted fue preso político, es hijo de un desaparecido, se le condenó al exilio… El certificado no lo entrega un representante del gobierno en un acto público, en el que al menos de manera simbólica se reconocería una deuda del Estado con las víctimas. Entonces, ¿dónde está la reparación? En ninguna parte, se trata sólo de una pirueta semántica, un artificio del lenguaje. ¿Se imagina alguien que el único reconocimiento público que recibiera una víctima del terrorismo fuera una carta que le cuente lo que le ha ocurrido?
La Ley de la Memoria nació como lo hizo para no solucionar los problemas que quedaban pendientes. Prácticamente ninguno de esos problemas ha sido resuelto diez años después, porque María Teresa Fernández de la Vega la diseñó para que no resolviera nada. Esa es la razón por la cual, el primer Gobierno en incumplirla fue el mismo que la aprobó, que sólo al final de la legislatura encargó un informe de expertos sobre el Valle de los Caídos, que recomendaba sacar a Franco del Valle de los Caídos y que fue hecho público unas pocas semanas antes de la victoria del Partido Popular, o sea, estaba diseñado para dejárselo al PP para luego echarle en cara no haberlo llevado a cabo. ¿Pero por qué el PSOE que estuvo en el Gobierno casi cuatro años con la ley aprobada no lo hizo?
Eso nos lleva a pensar que igual lo que hacía y hace falta para resolver los derechos de las víctimas de la dictadura franquista es voluntad política y no una ley. Lo que hacía y hace falta es que el poder judicial español investigue, juzgue y determine cuál es la reparación a la que tienen derecho. La Ley de la Memoria fue la apropiación política de una realidad que debería resolverse en el ámbito judicial.
A esa debilidad de voluntad política podemos añadirle muchas medidas y cuestiones que ni siquiera fueron tratadas en ella. La Iglesia Católica, que fue una herramienta para el ejercicio de la represión y la legitimación del fascismo ni se menciona. Los homosexuales y las lesbianas, que también sufrieron la dura represión, no son mencionados en el texto. Las propiedades confiscadas por pistoleros de falange, caciques locales y pantomimas de juicios tampoco se mencionan en un país en el que algunos partidos políticos y sindicatos que existían en 1936 fueron reparados y las personas no. El texto de la ley tampoco incluye la palabra mujer, cuando muchas de ellas fueron rapadas y humilladas públicamente, violadas y convertidas en la dictadura en casi animales domésticos por su falta de derechos y posibilidades de llevar a cabo un proyecto de vida propio.
El primer debate parlamentario acerca de la ley se produjo el 14 de diciembre de 2006. Unos días antes, el 23 de noviembre, la jerarquía de la iglesia católica entró en el debate a través de un documento titulado “Orientaciones morales ante la situación actual de España”. En uno de sus puntos “La reconciliación, amenazada” se decía que: “Una sociedad que parecía haber encontrado el camino de su reconciliación y distensión, vuelve a hallarse dividida y enfrentada” por “una utilización de la ”memoria histórica“, guiada por una mentalidad selectiva”. Unas semanas después de defender que había que dejar de actuar en el pasado, la Conferencia Episcopal española anunciaba la beatificación de más de cuatrocientos mártires de la guerra civil, volviendo a utilizar su pasado de víctima para seguir escondiendo su enorme papel desempeñado en la represión.
Con esas limitaciones marcadas por la falta de voluntad política llegó la Ley de la Memoria al Boletín Oficial del Estado. En sus diez años de vida ha dado la nacionalidad a descendientes del exilio, ha servido en algunos casos de palanca para retirar del callejero honores a los franquistas y ha dado la nacionalidad española a unos pocos brigadistas internacionales. Pero lo que no ha impedido es que en esta década hayan muerto miles de descendientes de las personas, que la represión fascista hizo desaparecer, sin haber recibido ninguna atención por parte de un Estado que ha seguido renovando los títulos nobiliarios concedidos por el dictador Francisco Franco a criminales de guerra y escondiendo en los libros de texto los contenidos de la dura represión.
La causa de la falta de políticas de memoria y de investigaciones penales de las violaciones de Derechos Humanos de la dictadura tiene que ver con la estructura social: España ha sido gobernada desde la muerte del dictador por una estructura de poder y unas élites formadas en las universidades en los años cincuenta, sesenta y principio de los setenta, cuando salvo excepciones sólo llegaban a ellas los hijos del régimen.
Frente a tantos esfuerzos por sostener y restaurar la impunidad, una sociedad civil que no ha cejado en su empeño de investigar, exhumar, identificar, enunciar y denunciar. En un año como este sirve el ejemplo de Ascensión Mendieta. Cumplió 88 años en un avión en el que viajaba a Argentina para que la justicia de aquel país le garantizase los derechos que se le negaban en España. Finalmente, este año la justicia que fue a buscar a miles de kilómetros ha permitido que la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica exhumara en Guadalajara los restos de Timoteo Mendieta, los identificara científicamente y se los entregara para darles una digna sepultura.
En un país con una ley de memoria en vigor el viaje de Ascensión Mendieta nos ha mostrado una radiografía de la cultura democrática española, marcada por la falta de voluntad política para tratar la dictadura como un enorme crimen. Algo que han hecho: la ONU, el Consejo de Europa y numerosos organismos internacionales. Los gobiernos de España viven una autarquía en materia de Derechos Humanos. Las élites le llaman consenso, le llaman sentido de Estado, pero es impunidad. Quizá la mayor debilidad de nuestra democracia y la causa y el refugio de lo peor de nuestra realidad política.