Un Estatuto para la cultura
El Congreso de los Diputados ha aprobado por unanimidad la creación de una Subcomisión de estudio para la elaboración de un “Estatuto del Artista”, del creador y del trabajador de la cultura. Tendrá una duración de seis meses –puede prorrogarse otros seis–, hasta la elaboración de un dictamen que servirá como diagnóstico del estado del sector y propondrá medidas para la mejora. Hasta aquí se ha llegado por la lucha sostenida en el tiempo de muchas personas y de colectivos del mundo de la cultura, que por fin han sido capaces de situar este tema en la agenda política.
Allí los partidos políticos harán sus planteamientos, pero también pasarán por la misma organizaciones del ámbito cultural, expertos en materia fiscal, laboral… Se trata de una gran ocasión para que la sociedad pueda tener una radiografía fiel de cómo es el sector cultural español y de cuáles son las condiciones en las que los/as trabajadores de la cultura están desarrollando su actividad. Será ocasión, digo, de que gran parte de la sociedad tome conciencia de ello, porque desde el ámbito cultural se es muy consciente de las dificultades que atraviesan las personas que deciden dedicarse profesionalmente a esta actividad.
Si este debate consigue trascender de entre los que habitualmente suelen merecer la atención de los mass media, gran parte de la población española tendrá la oportunidad de rascar ese fino papel que es el glamour, para descubrir la realidad de precariedad que sufre la mayoría de quienes se dedican a este desempeño.
Que al fin se debata durante tanto tiempo en el Parlamento sobre la cultura es un hito en sí mismo y, además, un desagravio histórico con un sector que ha sufrido toda clase de calamidades –muchas de ellas perpetradas en el BOE últimamente– y que ha pasado todo el calvario de la crisis económica, desde una posición previa que ya era de extraordinaria debilidad. Que se sostenga un debate sereno, analítico, será oportunidad también para que cierta parte del espectro ideológico-político, normalice la relación con el mundo cultural. Existen notables coincidencias en los programas de los partidos políticos en este asunto, qué mejor ocasión para conseguir que el consenso se traduzca en mejoras.
Durante el debate además descubriremos que, más allá de las primeras que nos vienen a la cabeza, son muchas las profesiones que desarrollan su actividad en el sector cultural y que además son imprescindibles en el proceso: guionistas, maquinistas, ilustradores, técnicos de sonido, traductores… conforman un universo de decenas de miles de empleos. Y la mayoría ni siquiera encuadrados en el espectro del régimen de artistas.
El Tribunal Constitucional hace tiempo que interpretó la igualdad que consagra el artículo 14 de nuestra Carta Magna, como dar tratamiento diferente a las situaciones que lo son. Pues bien, articular unas reglas específicas para el sector de la cultura es practicar la igualdad, por cuanto nos hallamos ante un espacio muy singular. Hay algo que comparten prácticamente todos y que condiciona mucho su ejercicio profesional: la intermitencia. Efectivamente, la mayor parte de estas profesiones se ejerce en función de cada proyecto creativo concreto y puede pasar mucho tiempo entre uno y otro. Esto conforma lamentablemente un ámbito de desprotección social (cobertura sanitaria, desempleo, cotizaciones del sistema de pensiones) que en otros países hace años que se solucionó –no hace falta mirar solo a la recurrente Francia– y una necesidad de trato fiscal específico a la irregularidad de la adquisición de rentas. Por no hablar de las dificultades que existen para la defensa colectiva en el caso de trabajadores por cuenta propia, en mercados muy desequilibrados en favor del empleador.
Dignificar el ejercicio de las profesiones culturales no solo es una cuestión de justicia social, o una inversión en sociedades más cohesionadas. Es además una inversión económica importante a futuro. En primer lugar, una regulación más adecuada permitirá aflorar actividades que se estaban practicando de manera informal por mera supervivencia; eso significará más recaudación fiscal y más cotizaciones. Pero hay más aspectos que se pueden observar.
Leía hace poco una entrevista a Carl Benedikt Frey, profesor de la Universidad de Oxford. Sus afirmaciones acerca del futuro del mercado de trabajo estremecían. Según él, el 47% de los trabajos actuales están en riesgo de desaparición como consecuencia del proceso de automatización y además se cebará con los de baja cualificación, más fácilmente sustituibles. Esto evidentemente tendrá (ya está teniendo) una gran trascendencia política, que tendrá que ver modelos de reparto del trabajo y, tan importante al menos, de redistribución de la riqueza en escenarios de creciente desigualdad.
Pero el profesor británico también apuntaba como solución la apuesta por la economía creativa, la inversión en talento, investigación y formación. Y aquí evidentemente tenemos una ruta que recorrer como país para que la creación y la cultura forme parte importante de nuestro modelo económico. Nos hallamos todavía por detrás de la media europea (no digamos en cuanto a los grandes países) en empleo y actividad cultural y creativa. Tenemos grandes oportunidades de crecer y crear puestos de trabajo; éste es un sector de futuro para economías desarrolladas como la nuestra, que ni pueden ni deben competir internacionalmente en precariedad laboral. Es fácil deslocalizar una industria manufacturera, es más difícil hacerlo con el talento.
La cultura nos conforma como seres humanos y también como sociedad. Las sociedades más desarrolladas, las más prósperas, coinciden con aquellas de más alto nivel cultural. Sumémonos a ese carro y comencemos por darle un trato digno aquellos y aquellas que nos hacen todos los días soñar.