Más impuestos, y más progresivos, para mitigar la desigualdad
La desigualdad ha aumentado en las últimas décadas. También se ha acentuado el interés por medirla y analizarla. Y se ha constatado, por si no estaba ya claro, que altos niveles de desigualdad tienen efectos nocivos sobre nuestras sociedades. Aleja la igualdad de oportunidades, necesaria para dotar de justicia social al sistema económico. Constituye un freno al crecimiento y al desarrollo de las sociedades. Y plantea una seria amenaza a la continuidad de los sistemas democráticos.
Tras la gran recesión de 2008 la desigualdad aumentó notablemente. La crisis creada por la pandemia, pese a su origen más “igualitario” (el virus no mira la renta antes de atacar), tiene también consecuencias económicas más dañinas sobre los segmentos más débiles de la sociedad.
El sector público juega, en los países más desarrollados, un papel crucial para mitigar la desigualdad, a través de sus políticas de carácter redistributivo. En España, un estudio reciente concluía que, antes de la pandemia, impuestos y prestaciones sociales reducían en un 35% la desigualdad en la distribución de la renta de los hogares.
La política económica ha generado una respuesta contundente a la pandemia, actuando las políticas fiscal y monetaria al alimón de manera enormemente expansiva, añadiendo instrumentos extraordinarios de gran potencia a los que ya se venían utilizando de manera habitual. Ello quiere decir que, con seguridad, la actuación del sector público reduce hoy la desigualdad en un porcentaje mayor al mencionado. Así, otro estudio más reciente indica que, en pleno confinamiento (primavera de 2020), las prestaciones por desempleo, junto con las transferencias proporcionadas a los trabajadores en ERTE, permitieron amortiguar un 80% de las desigualdades salariales creadas en aquella dramática coyuntura.
Podemos explicarlo de otra manera. Los ciudadanos observamos directamente los muy negativos efectos que ha tenido el virus hoy en términos de salud física y mental. Y vemos los muchos proyectos económicos que han tenido que abandonarse y los trabajadores que vieron mermarse sus rentas salariales. Lo que no vemos, porque no es directamente observable, es lo que hubiera sucedido en ausencia de las políticas públicas. Lo que hubiera pasado si no contáramos con un estado del bienestar construido en los últimos 40 años ni con la actuación decidida de la política económica en el presente. Los datos anteriores apenas permiten hacerse una mínima idea de la catástrofe a la que nos hubiéramos enfrentado.
La respuesta económica a la crisis sanitaria ha implicado un fuerte incremento del gasto público. Se ha afrontado la compra de vacunas, se han aumentado las prestaciones sociales y las ayudas económicas; se han potenciado los ERTEs, rebajando notablemente el coste para las empresas de mantener estos trabajadores en su nómina. Y se han aprobado ayudas a nivel europeo sin precedentes. Este formidable aumento del gasto público se ha financiado con deuda pública. Y a diferencia de lo sucedido hace una década, esa deuda pública aún no ha tenido impactos negativos pues ha sido comprada por el Banco Central Europeo dentro del diseño de esa política monetaria fuertemente expansiva.
Pero ese esfuerzo económico a base de gasto financiado con deuda pública no puede mantenerse durante mucho más tiempo. La política monetaria debe girar si no queremos que las tasas de inflación actuales se consoliden. Y si hay algo que exacerba la desigualdad en una sociedad son las fuertes subidas de precios. En el terreno fiscal, hay que retomar progresivamente la senda de la estabilidad presupuestaria. Ojalá que la reforma de las reglas fiscales que está en estudio en el marco de la Unión Europea concluya con un acuerdo exitoso que nos conduzca a reglas más eficaces, transparentes y sencillas de aplicar. Retomar las vigentes, ahora suspendidas, sería un lastre para la recuperación de la economía.
En el ámbito nacional, es el momento de diseñar una estrategia fiscal de alcance. Que, entre otros objetivos, persiga revertir el avance de la desigualdad. Por razones de justicia y de economía. Para lograrlo debemos garantizar la financiación de un estado del bienestar que genere cuando menos las mismas prestaciones que el actual. Debemos hacerlo al mismo tiempo que reducimos nuestra ratio de deuda pública (si no queremos ser sumamente injustos con las generaciones más jóvenes).
El envejecimiento de nuestra población implica que hay que gastar más (y también mejor, reforzando los pasos ya dados en materia de evaluación de las políticas públicas) para dar las mismas prestaciones. Por si no era ya evidente, la pandemia permite visualizar, a golpe de sufrimiento, los costes necesarios para atender debidamente a la población mayor.
Así pues, llega el momento de una profunda reforma fiscal que eleve la capacidad recaudatoria de nuestro sistema. Los políticos que sostienen lo contrario deben quitarse la careta y mostrar las consecuencias de lo que pregonan: una fuerte disminución de la cantidad y la calidad de los servicios sanitarios, educativos y sociales, en paralelo a un fuerte incremento de la desigualdad. Un escenario futuro con algunos ganadores (los más ricos) y muchos perdedores, y que supone una seria amenaza para la estabilidad de nuestra democracia.
Además, dado que para mitigar la desigualdad el Estado se apoya ahora mayoritariamente en las prestaciones, debemos acentuar el potencial redistributivo de los impuestos, dotándolos de una mayor progresividad. A este respecto, el IRPF es el impuesto que admite un mayor margen de adaptación. El impuesto de sucesiones tiene un potencial recaudatorio reducido, pero es la figura tributaria creada específicamente para contribuir a la igualdad de oportunidades, dado que una gran parte de la riqueza es heredada. El diseño del impuesto es muy mejorable en España, pero los políticos que utilizan su margen para anular esta figura hacen una declaración explícita de su aprecio por sociedades más desiguales.
Confiemos en que los expertos que ha reunido el Gobierno acierten y proporcionen las claves para incrementar la capacidad recaudatoria de nuestros tributos. Eso permitiría seguir financiando un sistema de bienestar que, sobre todo por la vía de las prestaciones, ya contribuye a contener las desigualdades. Esperemos también que estos asesores den las pistas para potenciar la contribución de los impuestos a la redistribución de la renta. Pero luego nuestro Gobierno no debería perder más tiempo.
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