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Moción de clausura

Ramón Tamames junto con los dirigentes de Vox Ignacio Garriga y Santiago Abascal.

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Vivimos una época en que prima el relato vertiginoso de los acontecimientos sobre el análisis basado en la larga duración, cuando es este último el que posibilita, gracias a la existencia de precedentes y parangones, una mejor comprensión del presente. Para cualquier menor de 40 años interesado por la política, Ramón Tamames no sería hasta antes de ayer, y en el mejor de los casos, más que un personaje vagamente adivinado entre los que pueblan la ya polvorienta galería de personajes de la modélica transición. Para la gran mayoría, sic transit gloria mundi, un ilustre desconocido. De ahí que las biografías de urgencia hayan coincidido en destacar como un prodigioso ejercicio de acrobacia su triple salto mortal desde las filas del PCE hasta la candidatura de Vox a la presidencia del Gobierno, moción de censura mediante. El cortoplacismo es un fértil humus para la germinación de la sorpresa, que deja de serlo cuando los binoculares dejan de apuntar a las propias narices y se enfocan hacia la línea del horizonte.

El nombre de Ramón Tamames sonó por primera vez en el tumultuoso ambiente universitario que alumbró los sucesos de febrero de 1956, la primera movilización masiva de estudiantes —“hijos de los vencedores y los vencidos”, según rezaba el manifiesto inspirado por Jorge Semprún, responsable comunista del trabajo entre los intelectuales— que provocó la colisión interna entre fracciones del régimen y una crisis de gobierno. Junto con Javier Pradera y Enrique Múgica, Tamames integró el “trío de La Mezquita”, epónimo de la cafetería donde se reunían para preparar el Congreso de Escritores Jóvenes, una cuña para romper el espinazo del sindicato estudiantil falangista, el SEU. A su calor acudieron estudiantes comprometidos como Julio Diamante o Jesús López Pacheco y diletantes como Fernando Sánchez Dragó, gracias a cuya proverbial facundia la policía descubriría años después quién se escondía tras la identidad clandestina de “Federico Sánchez”. Todos fueron detenidos y acabaron en Carabanchel tras ver en la prensa del régimen la lista de sus nombres con el Don delante porque, aunque rojos, todavía había clases. Fue por entonces cuando Tamames comenzó a paladear el agridulce néctar que apuran los segundones. Pese a sus protestas en contrario, el partido, en virtud de su nueva línea política basada en la reconciliación nacional, encumbró a Pradera como paradigma del hombre renacido de las ruinas de su clase y autorredimido de su estirpe tradicionalista.  

Hasta 1975, Tamames mantuvo una relación puntual con el PCE. Colaboró durante los años sesenta en los trabajos de la Comisión Económica del Comité Central dirigida por Tomás García (“Juan Gómez”), si bien, en su condición legal de técnico comercial del Estado y luego de catedrático, pudo publicar periódicas reediciones de su Estructura económica de España en las que volcaba los análisis que nutrían el argumentario del partido. Por esa misma condición de legal fue utilizado por el PCE para tantear a militares en activo en el siempre frustrado empeño de penetrar en los estratos superiores del Ejército, el más firme baluarte de la dictadura. Su labor se vio compensada en junio de 1975 con la cooptación al Comité Central y al Comité Ejecutivo, pasando a ser uno de los rostros visibles de la Junta Democrática.

Ahora bien, poco se sabe —y tardará en saberse si no se desclasifican los archivos pertinentes— sobre la naturaleza de su participación en la Fundación PROMESA, entre cuyos miembros se encontraban algunos de los accionistas promotores del diario El País: Manuel Fraga Iribarne, Pío Cabanillas, Jesús de Polanco y él mismo. Según Juan María Peñaranda y Manuel Fernández Monzón, miembros del Servicio Central de Documentación (SECED) del almirante Carrero Blanco, los integrantes de PROMESA fueron invitados a participar en la elaboración del denominado “archivo Jano”, nombre alusivo al dios romano de las dos caras. Una metáfora impecable. Se trataba de confeccionar un fichero de las personalidades susceptibles de ocupar puestos de relevancia en cualquier ámbito tras la muerte de Franco. Su última reunión tuvo lugar en el restaurante madrileño Lhardy el 19 de diciembre de 1973, la víspera del arranque del juicio por el proceso 1.001 contra la cúpula de Comisiones Obreras y del atentado contra Carrero. Tamames y sus colegas habrían aportado en ella 25 nombres cada uno a una lista de trescientos sobre los que los dos antiguos espías del SECED no albergaban dudas de que ocuparan ministerios, subsecretarías y consejos de administración en la España transicional. Es probable que de aquellos polvos vinieran los lodos que pretendieron enfangarle en una suerte de gobierno de salvación nacional contemplado por una de las tramas golpistas del 23-F.

Durante los años comprendidos entre 1975 y 1979, Tamames fue el mascarón tecnocrático de un Partido Comunista que aspiraba a presentarse ante la sociedad española con una imagen de solvencia alejada del estereotipo del bolchevique desarrapado con el cuchillo entre los dientes. Como tal, fue el representante en los Pactos de la Moncloa y el candidato a la Alcaldía de Madrid en las primeras elecciones municipales de 1979. Cierta popularidad le hizo acariciar la idea de ser alguna vez el sustituto de Santiago Carrillo sin ser consciente del todo de que la sombra del secretario general era como la del manzanillo. También, y a pesar de formar un tándem merced a los acuerdos firmados con el PSOE para la formación de gobiernos locales, fue eclipsado por la figura de Tierno Galván quien, a pesar de compartir un similar nivel de soberbia autocomplaciente, fue mucho más hábil que él a la hora proyectar una imagen pública de liderazgo patriarcal y bonancible.

Tamames abandonó el barco del PCE cuando se abrieron las primeras vías de agua en el casco. Ni siquiera esperó a que lo expulsaran por cuestiones de disidencia. Tanteó la vía de un proyecto unipersonal, llamado pomposamente Federación Progresista, y participó en la fundación de Izquierda Unida con ese partido cuyos militantes, más que caber en un taxi, como decía el viejo chiste político, competían por el único sillín de la bicicleta en la que el por entonces paladín del ecologismo presumía de moverse. Tuvo un recorrido corto y en su última singladura se sumó a un partido agonizante, el Centro Democrático y Social de Suárez, antes de retirarse a contemplar las obras de la política nacional desde las vallas de unas tertulias mediáticas, a cuál más montaraz.

De allí vino a sacarle Santiago Abascal para hacer el ridículo por interposición por segunda vez en una misma legislatura. El aterrizaje de un excomunista en la extrema derecha puede resultar chocante, pero la historia ha demostrado que no ha sido algo infrecuente. En Francia, Jacques Doriot, el considerado un día número dos del PCF, se enfrentó a su antigua organización y acabó en 1940 arrojándose con su Partido Popular Francés en brazos del régimen colaboracionista de Vichy. En Portugal, José Carlos Rates, primer secretario general del PCP, abandonó el partido en 1926 y se alineó con la dictadura de Salazar. En España, Óscar Pérez Solís, dirigente del núcleo originario del PCE, impulsor de los grupos de acción y delegado en Moscú, se convirtió al catolicismo, participó en julio de 1936 en la sublevación del general Aranda en Oviedo y fue el primer secretario del sindicato falangista, la CONS.

Tamames, cuya última intervención en 1981 ante el Comité Central fue para proponer la imposición de un tope de edad de 65 años a los dirigentes comunistas, se presenta a los 89 como aspirante a presidente del Gobierno en nombre de una fuerza de extrema derecha. Con ello, viene a poner el broche de cierre a una biografía dominada por el afán de ocupar el lugar preminente que siempre creyó merecer y que el destino, esquivo, le negó. Dice que es por una cuestión de vergüenza personal y que, de no hacerlo, se arrepentiría toda la vida. Es comprensible: los simpatizantes de la izquierda y en particular los militantes del PCE que un día confiaron en él, pegaron sus carteles y le aplaudieron en sus mítines deben sentir el mismo arrepentimiento y similar vergüenza. O más.

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