Las palabras de guerra no tapan la pobreza
Acto primero: esto no es una guerra
Escribía Montse Santolino en la Directa “ni esto es una guerra ni nosotros somos sus soldados”, y nosotras, en el pleno del pasado miércoles, nos declarábamos insumisas a la lógica del terror. Rebeldes al relato del miedo que escupen cada mañana los televisores cuando aparecen los militares. Y es que si en vez de un virus, el COVID-19 es un enemigo, las personas que lo padecen son portadoras del mal. Y pasamos de verlas como cuerpos vulnerables a cuidar, a que formen parte de una rueda infinita de enemigos. De daños colaterales inevitables. Y de muerte, siempre mucha muerte, agraviada por recortes en sanidad que quedan ocultos tras el humo del combate.
Pero afortunadamente esto no es una guerra, a pesar de que la batalla cotidiana contra el capital se haga cada día más áspera. Esto es un virus que se lleva vidas y, con esa sencillez que desprenden los momentos trascendentes de la existencia, pone al descubierto lo que desde 2008 era una evidencia para el sentido común del sur del Mediterráneo: que las necesidades de las corporaciones no son las de la vida de las comunidades.
Acto segundo: el capital no cierra los domingosno cierra los domingos
Sábado 28 de marzo. Horas después del paseo militar matutino, el presidente anunciaba el cierre productivo. 15 días de parada de la actividad productiva no esencial, a pesar de que en la letra pequeña no se haya querido ofender demasiado a los gigantes del Ibex, no sea que se molesten, y se obliga a la gente sencilla a devolver horas a posteriori, a continuar siendo despedida – los despidos por COVID-19 se consideran improcedentes, no nulos -, y a más noches en vela pensando en cómo pagar el alquiler o las deudas con el banco.
Y como si de una canción repetitiva se tratara, Sánchez volvía a usar palabras de combate: sacrificio, resistencia y moral de victoria.
Como si con palabras de guerra se pudiera tapar la pobreza.
Acto tercero: los militares no nos van a salvar la vida
Parece una evidencia, pero habrá que repetirlo hasta que los señores dejen de pasearse por los televisores: los militares no nos van a salvar la vida, las armas no curan, y las guerras solo dejan víctimas. Y en las guerras de estos tiempos, pobreza, deuda y multas.
Preguntamos también en el pasado pleno a Marlaska si de las más de 150.000 denuncias hechas públicas por el Ministerio del Interior, tenían una proporción con relación a las pruebas del COVID-19 hechas a la población. No hubo respuesta, pero mientras la espera a las pruebas sigue, también se prolongan las multas y las escenas de uniformados. Igual se piensan que con estadísticas de multas y detenciones se podrá tapar tanto dolor.
Y en la genealogía política de un estado sin memoria que ha hecho históricamente del orden público una mordaza de las libertades nos debería poner en alerta la retórica de guerra, las multas y las detenciones. Corremos el peligro de acostumbrarnos a una idea vacía de unidad, que defiende una razón de estado carente de derechos. La política del terror sólo alberga miedo, que se propaga a la misma velocidad que el virus, y que ahoga cualquier posibilidad de construir aquello que sí que nos va a salvar: el bien común, el apoyo mutuo, el sabernos pueblo(s).
Epílogo: construir esperanza
Hannah Arendt reflexiona sobre el uso del miedo en los regímenes totalitarios, y escribe sobre el peligro de la soledad organizada porque “amenaza a asolar al mundo tal como nosotros lo conocemos – un mundo que en todas partes parece haber llegado a un final – antes de que un nuevo comienzo surja de ese final y tenga tiempo de afirmarse por sí mismo”.
Y Rendueles, en el artículo La tormenta perfecta para el autoritarismo alerta que “las inmensas conmociones económicas que va a desencadenar la pandemia del coronavirus son un escenario perfecto para una extrema derecha capaz de conjugar un programa económico posneoliberal con una gestión inteligente del rencor social y el miedo colectivo”.
Y de todos los miedos, del miedo que emana del televisor cada vez que se pasean los uniformados, la peor pesadilla es que no seamos capaces de imaginarnos en comunidad y de conjugarnos en futuro. Y ante la incertidumbre de los días que vendrán, y sin saber del cierto si los militares van a retirarse una vez acabe todo o ya se quedarán por si hay huelgas y protestas, la única certeza es la que seamos capaces de construir: la esperanza del común.
La esperanza debe ser el eje central del mundo que estamos viendo cambiar y que habrá que sostener.
Una esperanza que nos permita politizar el dolor; señalar responsables; conquistar libertades y derechos colectivos; defender la razón democrática de la economía como principio fundamental de la ética del bien común; señalar a un estado que sólo entiende de olvido forzado y de represión por medio del orden público; y construir la alternativa democrática desde abajo y desde la izquierda, con la fuerza de sabernos pueblos.
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