“La rubia es retrasada pero yo le daba”: mi primer mes como diputada
“La rubia es retrasada, pero la verdad es que yo le daba”. Todo empezó con esa frase. La leí en las respuestas a uno de los primeros vídeos que subí a Internet todavía como periodista y, sinceramente, me afectó. No solo por lo evidente: es una manifestación asquerosa del machismo en las redes, sino por todo lo que conlleva detrás. Mi primera sensación fue de cierto miedo y mi primer pensamiento fue no volver a ponerme jamás delante de una cámara. Sin embargo, el segundo pensamiento fue seguir combatiendo todavía con más fuerza todo tipo de machismo.
En los últimos días he podido ver -y me han dado la valentía necesaria para contarlo- publicaciones como la de Ada Colau mostrando un pantallazo con una amenaza lamentable y el “artículo” titulado “Bonito escaparate” que le dedicó Fernando Merino en El Mundo a mi compañera Gloria Santiago, vicepresidenta del Parlament Balear, sobre la que decía “una mujercita apañá” a la que “le ponen los trifachitos” y tiene “capacidad para morderse esos labios carnosos, cuando las circunstancias aprieten”. Me da asco hasta escribirlo. Por ellas y por todas las demás, como parte de mi proceso personal de superación quiero contar algunas cosas que me han pasado en mi primer mes como diputada en el Congreso.
Cuando decidí presentarme a las primarias de Podemos para ser candidata por Alicante sabía que esto iba a empeorar, pero la parte ingenua de mí no pensaba que sería tan fuerte. Es cierto que cualquiera que da un paso al frente para ser figura pública sabe que se expone a recibir todo tipo de comentarios, y también es cierto que no debemos caer en actitudes victimistas que solo engrandecen a los agresores, pero creo que es de justicia reivindicar nuestra vulnerabilidad como seres humanos al tiempo que denunciamos el veneno vertido por machistas, racistas, homófobos y fascistas en general. El problema añadido es que no ha pasado solo en las redes sociales, el problema es que también en persona he vivido experiencias abiertamente machistas por ser joven y por ser mujer en política.
En mis redes podéis leer lindezas básicas y condescendientes como “Esta tía es mu tonta”, “Pobre chica, es una analfabeta funcional” y “Esto se cura con la edad”. Pero también podéis leer otros comentarios retrógrados y cutres como “Coño, una de Podemos guapa y limpia, la excepción que confirma la regla”, “La rubia opina lo que diga el amo”, “A esta la empodera Pablo Manuel en dos telediarios”.
Fuera del mundo digital, en el mundo real, mi primera experiencia machista se produjo cuando me invitaron a ver las fiestas de Moros y Cristianos en mi pueblo. Estaba en la tribuna con otras figuras locales. Me sentaron al lado del alcalde de Elda, el pueblo de al lado. A mitad del desfile se acercó un periodista que, a pesar de que debía conocer qué invitados había, se dirigió al alcalde y, mirándome, le dijo: “¿Qué es, tu prometida?”. El alcalde, visiblemente incómodo al ver cómo se mezclaban en mi cara el color pálido por el shock y el color rojo por el cabreo, dijo: “No, no, ella es diputada nacional, manda más que yo”. Independientemente de que esto último fuera discutible, yo no pude reaccionar ni concentrarme en el desfile porque seguía reflexionando. ¿Por qué acaba de tener lugar una conversación entre dos hombres sobre mí, conmigo presente, sin que nadie se me dirija directamente? ¿Por qué ese hombre ha dado por supuesto que mi presencia solo era en función de florero acompañante? ¿Por qué siguen actuando como si las mujeres existiéramos solo en el aspecto relacional respecto a un hombre?
Mi segunda experiencia se produjo cuando fui como diputada electa a la sesión constitutiva de Les Corts Valencianes. A pesar de haber hecho bien toda la gestión para estar en la tribuna de invitados viendo a mis diputados autonómicos prometer la Constitución, un señor de Protocolo me dijo que no podía pasar, alegaba que los diputados estatales todavía no habíamos jurado o prometido y, por tanto, no éramos autoridad de pleno derecho. Vale. Acepté su argumento y fui a seguir la sesión por la pantalla de la sala del grupo parlamentario, pero ¿cuál fue mi sorpresa al mirar la televisión? Que el señor Ortega Smith, de Vox, sí estaba en la tribuna de invitados. ¿Por qué él sí y yo no, si estábamos en la misma situación? Él tampoco había jurado su cargo, pero nadie se atrevía a decirle que no podía entrar. Porque él es hombre y yo solo una chica de 25 años poco imponente.
La tercera fue quizás la más sutil porque no duró más de 30 segundos, pero la que más me asombró. En el hemiciclo del Congreso, en la sesión constitutiva, no estaban asignados los escaños y la práctica viene siendo ir temprano a ocupar sitios para cada grupo parlamentario. Yo me situé en el extremo de una fila y un compañero mío en el otro extremo. Mi sorpresa viene cuando un diputado de Ciudadanos, un hombre de mediana edad, se acerca a mi escaño y empuja la silla, conmigo sentada. Le miro y le digo: “¿Qué hace?”, a lo que con actitud chulesca y provocadora me responde casi sin mirarme a la cara: “Voy a pasar ahí”. Intento mantener la serenidad y le vuelvo a decir: “Perdone pero están ocupados”, a lo que me responde, esta vez sí mirándome con ojos despreciativos: “Estarán ocupados cuando haya alguien sentado y voy a ser yo”. Mientras sigue empujando físicamente mi silla conmigo sentada intentando impedir que pase, miro a mi compañero al otro lado de la fila pidiéndole ayuda. Él, desde lejos, le dice al diputado de Ciudadanos: “Están ocupadas”. Tras eso, sin mediar más palabra y desistiendo en su empeño por provocar, su señoría se da media vuelta y se va hacia otra bancada. Yo me quedo pensando: ¿Por qué a él, diciéndole exactamente lo mismo que yo, sí le ha hecho caso y a mí no? Por lo mismo que en las anteriores experiencias, porque él es hombre y yo solo una chica de 25 años poco imponente.
Pueden pensar que exagero y que esto son simplemente experiencias anecdóticas, pero no. Son sintomáticas de un machismo estructural bien anclado en todos los ámbitos de la sociedad. En la política, un ámbito tradicionalmente copado por hombres, es especialmente importante que sigamos avanzando hacia la equidad de género y que las mujeres ocupemos puestos de responsabilidad. En ese sentido es un orgullo formar parte del parlamento con el porcentaje de paridad más alto de Europa, pero no es suficiente. La clave de la igualdad no es solo la representatividad, es la aplicación de políticas feministas que vayan a la raíz de los problemas.
El movimiento feminista en España ha gritado lo obvio: no debería haber ninguna mujer que sienta miedo -ni al salir a la calle sola ni dentro de casa-, no debería haber ese ninguneo y condescendencia hacia las mujeres y no debería apoyarse todo el peso del Estado del Bienestar y los cuidados sobre los hombros de las mujeres.
Para evitar que sigamos viviendo experiencias como estas es imprescindible tener un gobierno progresista que sitúe la vida en el centro de las prioridades y avance hacia un horizonte morado, un gobierno que trabaje para erradicar las violencias machistas, para garantizar que podemos vivir libremente nuestra sexualidad, que tenemos unos servicios públicos de calidad, que tenemos jornadas laborales que nos permiten conciliar y vivir y que nuestras niñas y niños están educados en los valores de la justicia social y la igualdad. Todo eso es feminismo.
Si gobiernan las derechas que nos acusan de mentirosas, de histéricas, que quitan recursos a las víctimas y que pactan con misóginos fascistas, todo esto empeorará. Y si el partido que se dice socialista y feminista prefiere pactar o gobernar con el apoyo de esas derechas en lugar de hacerlo con las que apostamos decididamente por aplicar políticas feministas, también empeorará. Para acabar con el machismo estructural hace falta convertir el “Ni un paso atrás” en políticas públicas dotadas con presupuesto suficiente para llevarlas a cabo. Y hace falta más diálogo empático, hacen falta consensos. Por eso es urgente un gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos. Nos jugamos un gobierno feminista para un país que ya lo es.