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¿Son los políticos cada vez más tontos?

Foto de archivo del expresidente de EE.UU. Donald Trump. EFE/EPA/ADAM DAVIS
8 de abril de 2023 22:51 h

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Esta es la pregunta que se hace el humorista estadounidense Andy Borowitz en su desternillante libro Profiles in Ignorance (Avid Reader/Simon and Schuster) refiriéndose a los políticos de su país. La respuesta es positiva.

Borowitz , bien conocido entre la clase “leída”, es comentarista del New Yorker, la revista más elitista de la ciudad más elitista. El libro, todavía no traducido al español, está escrito en serio con unas grandes dosis de sarcasmo y en serio hay que leerlo aunque nos entre un escalofrío por la espalda al pensar en manos de quién estamos , no solo los estadounidenses, sino también los que de ellos dependemos.

Como todo lo relacionado con la cultura y la política, lo que se inicia en Estados Unidos termina contagiando a Europa. Los europeos no deberían limitarse a mirar con superioridad intelectual al “primo” americano cuya misión seria solo defendernos cuando otros nos amenazan. De hecho, el contagio ya ha llegado, aunque la enfermedad esté todavía en una fase incipiente, debido en gran medida a las diferencias en los sistemas políticos. Mientras que en Europa hay que escalar la difícil montaña de los partidos políticos, en Estados Unidos se llega arriba a base de dinero propio o de “inversores” a los que no les importa la calidad del candidato, sino el control que sobre él puedan tener.

La mayor parte de lo que Borowitz cuenta en el libro, incluidas las numerosas anécdotas, es conocida, pero una cosa es haber ido conociendo las demostraciones de ignorancia una a una a medida que se producían y otra tenerlas delante, todas de golpe. Hay otras que parecen increíbles, solo que son verdad.

Ya desde el comienzo, con la cita de Will Rogers —otro humorista, fallecido en 1935—, sabemos por dónde va a ir el texto. Dice así: “En este país es muy fácil ser humorista cuando tienes a todo el gobierno trabajando para ti”.

El libro está estructurado en tres apartados que se corresponden con los que el autor califica como los tres niveles de la ignorancia: ridículo, aceptación y celebración. Cada nivel tiene su protagonista o protagonistas.

Ridículo es la fase en la que políticos ignorantes pretenden ser listos y preparados. El padre fundador de ese periodo en su versión moderna es Ronald Reagan. Los llamados “reganismos” dan para varios libros. Se inventaba las citas y los hechos en una etapa en la que internet no estaba generalizado y hacía aportaciones originales como “los árboles matan a la gente por la polución”.

Sus errores eran grandes, pero generalmente no graves, tenía carisma y sabía reírse de sí mismo. Como era bien conocida su poca afición al trabajo que sustituía por la siesta, él mismo se encargó de señalar que “he pasado muchas tardes sin dormir por culpa del gobierno”.

El mejor discípulo fue Dan Quayle, que llegó a vicepresidente con el primer Bush y cuya masa cerebral fue descrita por un profesor suyo: “Cada vez que le miraba a los ojos veía la nuca”. Su ignorancia era imposible de ocultar. Llegó a la cumbre de la fama el día que corrigió a un alumno de 12 años por no haber puesto una 'e' al final de la palabra potato, que, por supuesto, no lleva. Las pocas veces que le dejaban improvisar podía acercarse a la gloria: “Ya es hora de que la raza humana entre en el sistema solar”.

La siguiente fase es la de la aceptación. Ya no pretenden ser listos, aceptan sus limitaciones y disimulan disfrazándose de estadounidenses comunes. El campeón de esa fase es el segundo Bush, que se llevó el premio al asegurar: “Sé que los seres humanos y los peces pueden coexistir pacíficamente”. Demostraba su conocimiento del comercio internacional al afirmar que “cada vez más importaciones proceden del exterior”. Pero la gobernadora de Alaska y candidata a la vicepresidencia Sarah Palin no queda rezagada. No supo citar ni una sentencia del Tribunal Supremo y ni siquiera sabía el nombre del periódico que “leía”.

La tercera fase es la de la celebración, que es cuando algunos políticos listos pretenden ser estúpidos y otros no necesitan pretenderlo, como es el caso de Trump, que se calificó a sí mismo como “supergenio de todos los tiempos” y que a pesar de tener el vocabulario de un niño de nueve años tiene dificultades para ligar las palabras si tienen más de dos silabas. Incluso sus propios aliados le califican de estúpido o de algo peor cuando recomendó beber desinfectante para curar el COVID.

Los estadounidenses se han vuelto tan cínicos que cualquier signo de autenticidad, incluso parecer un idiota, se convierte en un activo. Por eso los discípulos ascienden rápido en cuanto dicen una barbaridad lo suficientemente grande. La “trumpista” Marjorie Taylor Greene, miembro de la Cámara de Representantes por Georgia, aseguró que los incendios están provocados por “láseres espaciales judíos”.

Borowitz reconoce que todos los mencionados son republicanos, pero se justifica asegurando que los demócratas pertenecen a otra especie: la de los dotados de una verborrea irremediable que se autolesionan por exceso de preparación: Adlai Stevenson, Michael Dukakis, Al Gore, George McGovern estaban tremendamente cualificados pero tenían que demostrarlo a cada instante provocando irritación. Clinton, uno de los presidentes mas preparados de la historia, tuvo que tocar el saxofón en público para parecer alguien del pueblo.

En ningunos de los dos partidos quedan seguidores del presidente Warren G. Harding, que afirmó que “no estoy preparado para este trabajo y no debería estar aquí”.

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