La conciliación unicornio
Voy de cara, esta no será una columna perfecta. No pido indulgencia, solo aceptación. Es lo que hay. La escribo mientras mis suegros me tienen al bebé de cuatro meses y el de tres años duerme. Así que iré al grano, no esperéis sesudas reflexiones. El caso es que ya han pasado, volando, las 16 semanas (cuatro meses) de nuestro permiso de maternidad y paternidad respectivamente. [Antes de seguir, va disclaimer para ávidos puntualizadores: soy autónoma, no puedo pillar un “extra” por vacaciones y lactancia, como pareja hemos decidido disfrutar los dos de las 16 semanas juntos (no es deseable, por no decir imposible, pasar un puerperio inmediato sola), y, no, tampoco tengo ahorros para excedencias voluntarias. [Pasan unicornios a lo lejos]. Mi pareja se incorporó el martes a su puesto de trabajo. Yo me incorporé al mío: llámalo trinchera, llámalo ordenador sobre la mesa de la cocina. Empieza el vértigo de criar en soledad por turnos para poder currar los dos, tirar de abuelos, pensar en ver si podemos contratar a alguien por horas, rezar para que corra la lista de espera de la escuelita pública del pequeño… Con esta columna haré también algo que nos cuesta bastante a las mujeres y a las madres en relación al trabajo: ponérmelo fácil. No querré demostrar mi excelencia. No haré sofisticadas piruetas discursivas ni expondré datos que avalen mi posición. Voy desde las tripas, en plan ranchera, con el pijama lleno de lamparones y babas. “Voy camino a la locura y aunque todo me tortura, sé querer…”. Reclamo mi derecho a la mediocridad. ¿Por qué no?
Si esta es la semana de la depresión post vacacional o de la entusiasta rentrée, mi vuelta y la de muchas madres que parieron esta primavera tiene unos matices específicos. En concreto, unas tetas a punto de estallar en algún momento de cada jornada. Otras tendrán un cuchitril asignado en las dependencias de la empresa para usar el sacaleches y seguir engrosando el banco generado en estos cuatro meses (escucho el runrún de esa máquina y se me ponen los pelos de punta). Otras, y otros, simplemente una pena muy grande por dejar a un cachorro a cargo de alguien que no son ellos. Alguien más se sentirá aliviado, si trabajar cansa, como decía el poeta, sacar adelante un bebé no os digo nada. Porque como decía Martirio: “yo voy al trabajo a reírme y a descansar”. En todo caso, me gustaría que esta reincorporación tuviera un nombre específico, así al menos todo el mundo sabría de qué hablamos cuando hablamos de volver a trabajar después de un permiso a todas luces insuficiente. Propongo la semana “con la frente marchita”.
Sigo escribiendo con un café bebido (desayunar supondría perder un tiempo precioso). Volver es darse de bruces con la conciliación unicornio (spoiler: no existe). La cama y las noches vuelven a llenarse, en cada despertar para amamantar o dar el bibe, de mails sin contestar, facturas no enviadas, redacción de proyectos, ansiedad por no cumplir los plazos, llamadas. Y encima soy una privilegiada que puede volver de a poquito, con mucha flexibilidad y que tiene abuelos y abuelas dispuestas a echar un cable. Pero sobre todo lo soy por haber disfrutado del permiso: cada vez estoy más convencida de que las rentas de crianza no deberían estar sujetas a la situación laboral. ¿Qué pasa con las madres desempleadas sin prestación? Deberían ser universales.
Recuerdo bien mis días de vuelta al trabajo después de parir a mi primer hijo. Se me hacía arduo concentrarme, cambiar la cabeza cuidadora por la cabeza productiva, las subidas de la leche me recordaban en todo momento dónde estaba mi bebé, y por tanto, una parte de mi propio cuerpo. Estos procesos están documentados por la neurociencia: ya durante el embarazo se produce una poda sináptica que favorece la crianza, el chorro de amor que necesita una criatura para generar a su vez sus conexiones neuronales, la formación del vínculo, en fin, su supervivencia. Pero, claro, airear esto en los proyectos de ley o en los consejos de administración, ¿supondría una aberración de cara a las contrataciones igualitarias? Mmmm. Pero negarlo también. ¿No debía estar contemplado este proceso de algún modo en las reincorporaciones? O, no, ¿debía negarse en nombre del esencialismo para protegernos de las desconfianzas de nuestros desempeños? Llegamos a un callejón sin salida. En realidad, las preguntas del millón son otras: ¿cómo se socializa el cuidado? ¿Cómo se mete en la conversación pública sin menospreciarlo? ¿Cómo podría entrar con prioridad en los presupuestos públicos anuales?
Por último pero no menos importante, pensemos todo este berenjenal logístico, económico, laboral y emocional desde el punto de vista del bebé. Dieciséis semanas de vida y perder a tus figuras de referencia. Olores, tactos, voces, disposición y presencias familiares. Es cruel. Y es que, definitivamente, lo de volver a currar con un bebé de 16 semanas es una utopía envenenada. Un pacto social absurdo. Un traje nuevo del emperador como una casa. Sigo cantando para que duela menos: “Tú tenías mucha razón, le hago caso al corazón y me muero por volver”. Ay, que se me despierta el mayor, os tengo que dejar.
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