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La condenada Justicia española

El magistrado Pablo Llarena en una imagen de archivo

Antonio Franco

La renuncia de Pablo Llarena a recurrir ante el Tribunal de Justicia de la UE la negativa legal alemana a entregar a Carles Puigdemont por rebelión significa varias cosas. La primera, que Llarena sabe que allí volvería a perder. La segunda, que no le queda más remedio que aceptar que de forma global la justicia europea considera erróneos los criterios que él (y que se sepa el resto del Tribunal Supremo español) quiere aplicar para castigar como rebelión la actuación del ex president de la Generalitat y sus principales colaboradores. La tercera es que, contra lo que él dice, estamos ante una actuación judicial europea que no cortocircuita el mecanismo diseñado para la cooperación en la persecución conjunta de los delitos. Eso funciona y continuará funcionando bien y España lo sabe perfectamente.

La negativa alemana lo que nos sitúa es ante un caso en el que Europa intenta ampliar las garantías del derecho a una justicia justa que tenemos los españoles desde que pertenecemos a la UE. Esa fue precisamente una de las razones por las que muchos hicimos todo lo posible para que llegase nuestra integración.

Aunque estas tres consecuencias son importantes la principal es la cuarta, la lectura política de lo que ha sucedido. Desde el punto de vista de la técnica jurídica España ha sido condenada moralmente desde Europa por una mala práctica: intentar estirar más de la cuenta el contenido y alcance de algunas leyes dentro del intento de poder acusar a un presunto delincuente.

Como periodista creo que la clave de este complejo incidente es más sencilla de lo que parece. Por tener un mal Código Penal, impreciso en muchas ocasiones, desfasado y desactualizado otras veces en temas en que la vida no sigue los esquemas de antes, su texto tiene una laguna manifiesta: ni siquiera prevé un supuesto delictivo real como el que se cometió en Catalunya. ¿Qué pasó exactamente en Catalunya? Puestos a definirlo diría que algo que no es formalmente una rebelión en el sentido que el sentido común, la comprensión tradicional y la letra de las leyes considera como tal, sino más bien una desobediencia tan grave y trascendente que es más que una desobediencia, un desafío a la Constitución que va más allá que el desacato, y un uso del poder (en el sentido amplio de la palabra) contra las leyes vigentes pero que al entender de los juristas europeos que hilan fino no puede estimarse que usase o consumase violencia. El error ha sido llamar rebelión o sedición a otra cosa, aunque ésta merezca ser considerada delictiva.

Si Mariano Rajoy en vez de perder el tiempo trasladando a los tribunales la respuesta al problema político hubiese tenido más lucidez se habría dedicado a buscar pactos transversales amplios y posibles para legislar de acuerdo a las nuevas coordenadas y formas de la realidad. Tuvo margen para anticiparse ya existían indicios de que podían ocurrir acontecimientos de una manera que las leyes vigentes no tenían prevista.

Si Rajoy hubiese hecho esto -hubo varios años para ello- España no estaría ahora incurriendo en una sinrazón jurídica que avergüenza por sus contradicciones a toda la franja seria del personal del continente. Pero Llarena, que si es un buen jurista debe saber que está en fuera de juego, ha intentado tirar para adelante porque cree que en la práctica aquí se puede condenar de manera autóctona, a lo Made in Spain, lo que en la justicia europea no se considera un delito igual, resistiéndose a entender y aceptar que su maniobra es cortoplacista ya que en un tema política y judicialmente tan importante al final los recursos y apelaciones llegarán hasta instancias internacionales que impondrán sus estándares.

Vuelvo al fondo de la cuestión. La Europa a la que pertenecemos estima que nuestro Tribunal Supremo comete un exceso en su interpretación sobre el nivel de violencia que justifica que pueda aplicarse la legislación sobre rebelión. No es verdad que violencia no hay más que una, en una cuestión de o blanco o negro. En un ejemplo simplista recordaría que una condenable bofetada puntual a un hijo tiene poco que ver con un mucho más grave maltrato físico sostenido, y por lo tanto no puede ser sentenciada como si fuesen dos cosas iguales. En este sentido creo que la justicia europea acierta cuando considera que los desobedientes y desafiantes catalanes que deben responder por la gravedad de lo que hicieron, en la práctica tuvieron la cautela de ir con mucho cuidado al presionar e intimidar con toda la fuerza de su poder –que por una parte era autonómico y por otro era respaldado por decenas de miles de ciudadanos no autonomistas desde la calle– sin incurrir en las violencias frontales que tradicionalmente acompañan a los procesos de rebeldía e intento de secesión. Por eso desde Europa se estima que a juzgar por sus razonamientos Llarena es poco fino y poco preciso en una función en la que serlo o no serlo resulta decisivo para que a un magistrado se le pueda considerar competente.

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