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Cosas que ya no existen

Videoclub de Miguel Garrido, el Sesión Continua de Valladolid, uno de los seis locales de este tipo que sobreviven en Castilla y León. EFE/Nacho Gallego

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Aún no ha llegado realmente el otoño y yo ya he entrado en modo nostalgia. Hoy, caminando por unas calles que hace tiempo que no recorría, las de un pueblo en el que pasé muchos veranos de mi infancia, me he entregado a uno de mis pasatiempos favoritos, lo que yo llamo “cazar sombras” y consiste en mirar las cosas desde el punto de vista actual y al mismo tiempo desde un punto de vista de hace diez, veinte, treinta años... a veces más, como si llevara una especie de cronogafas bifocales.

Todos sabemos que las cosas van cambiando, que el mundo en el que ahora vivimos no es el de nuestros primeros años de vida -da igual cuántos años tenga uno, les pasa también a los muy jóvenes- pero los cambios se producen de un modo tan artero, tan imperceptible, que solo nos damos cuenta cuando ya hace mucho que sucedieron.

Hoy, por ejemplo, he pasado por un local al que no hace tanto acudíamos con mucha frecuencia porque era el único sitio donde había ordenadores e internet. Era en la época en la que nadie tenía un equipo propio (sobre todo durante el verano, en el piso de vacaciones) y no había wifi en ninguna parte. Llegabas, pedías turno, esperabas, te adjudicaban un ordenador y, durante un tiempo, podías revisar tus emails, contestarlos, buscar información, imprimir, etc. Luego tenías que dejarlo libre porque había más gente esperando. Ahora, lógicamente, el local está vacío, “disponible” como les ha dado por decir a las inmobiliarias de un tiempo a esta parte-, porque ya todo el mundo tiene móvil, tableta, portátil y cualquier cosa que se pueda imaginar. La desolación de aquel local, en el que pasé tantas horas, me ha llevado a ir más atrás y recordar mi época universitaria, el tiempo en que, cuando quería hablar con mi familia, tenía que ir a buscar una cabina telefónica que funcionara, echar las monedas que había estado guardando a lo largo de la semana y cruzar los dedos para que no se las tragara todas de golpe antes de que pudiéramos terminar de hablar. Si quería un poco más de comodidad, tenía que ir a la central de Teléfonos, pedir que me adjudicaran una cabina y luego pagar el tiempo que hubiera consumido. Ya no quedan cabinas por las calles, ni hay gran edificio de Teléfonos, ni conferencias de larga distancia, ni guías telefónicas. 

Recuerdo también la maravillosa época de los videoclubs, cuando las parejas y las familias y los grupos de amigos iban a buscar la película (o incluso varias) que querían ver juntos el fin de semana. Era un paseo llegar allí, luego charlabas con las personas que llevaban el videoclub y que ya conocían tus gustos, te enterabas de lo que había entrado nuevo, leías docenas de textos de contracubierta, recibías sugerencias, tomabas la decisión definitiva y al final te marchabas, ilusionadísima, de vuelta a casa, saboreando ya el momento en que podrías instalarte en el sofá después de cenar y ver la película elegida. Ahora ya no hay videoclubs porque cada uno tiene en su casa, y sin moverse de allí, todas las películas del mundo (bueno... casi todas). No tienes que caminar, ni hablar con nadie, ni ponerte de acuerdo con nadie -porque, incluso siendo pareja, cada uno puede ver una distinta en su tableta con sus auriculares-, ni puedes disfrutar de esa gozosa espera, ni de la sorpresa -no siempre agradable- de si te va a gustar o no. Ahora, si no te gusta la película elegida, la paras y pones otra, y otra, y otra.

Los mercadillos, antes, tenían música de fondo. Como había varios puestos que vendían discos, -luego casettes, luego cedés-, siempre ponían las canciones más pegadizas, los hits del verano, lo que estuviera de moda en cada momento para seducir a los paseantes que muchas veces acababan comprando cosas como la Macarena o el Aserejé para ponerlos aunque solo fuera una vez en las fiestas de agosto. Ahora los mercadillos se han vuelto silenciosos. Claro que sigue habiendo ruido de conversaciones, pero no hay música, ni varias músicas pisándose unas a otras, o sonando a la vez en una especie de pandemonium que, sin embargo, daba una intensa sensación de alegría, de vida, de comunidad.

Cuando uno salía de viaje y visitaba una ciudad, tanto en España como fuera de ella, podía traer regalos y recuerdos de allí, objetos y alimentos que solo se daban en esa ciudad, en esa región. Me acuerdo con cariño de los caramelos de violeta que nos traían los abuelos de Madrid, las fresas y espárragos de Aranjuez, las trufas de chocolate de Valencia, una botella de auténtica sidra asturiana... Una podía comprarse un vestido o una camisa, en una tienda diferente a las de su pueblo, elegido de entre una selección de prendas que solo podían encontrarse en esa tienda -que antes se llamaban elegantemente boutiques-, o traerse un paraguas de Santiago de Compostela, un impermeable de Bilbao, un abanico de Córdoba o unos pendientes de azabache de Gijón. O, en el colmo del lujo, podía lucir algo que le habían traído de París, la capital mundial de la moda, o de Milán, de auténtico diseño italiano. Y si conocías a alguien que, por negocios, viajaba a China, había mil regalos que allí no costaban casi nada y que aquí no existían. Ahora, vayas donde vayas hay exactamente lo mismo: las mismas tiendas de ropa con las mismas prendas, los mismos diseños, los mismos colores; las mismas cadenas de cafés, de hamburguesas, de pollo frito. No vale la pena traer regalos de ninguna parte porque, a veces, se encuentran incluso más baratos en tu propia ciudad, comprados en un gran supermercado o en un bazar chino.

No me estoy quejando. El mundo cambia, avanza (o retrocede), evoluciona ( o involuciona), las cosas que antes estaban dejan de estar, como las personas. Lo que fue tu colegio es ahora un edificio de lujo, la farmacia donde te mandaban con una receta a comprar las medicinas se ha convertido en un restaurante japonés-mediterráneo, la bodega de toda la vida con su olor a coñac y su suelo de serrín ha dejado paso a una franquicia de ropa interior. 

Si no cultivas tu memoria, todo desaparece en el sumidero del olvido. ¿Dónde quedaron los fabulosos cines de verano donde podías comer pipas durante horas y ver dos películas, o cuatro, en bucle? ¿O las grandes salas de cine, como lujosos teatros, que aún tenían telón y arañas de cristal colgando del techo, y ambigú o repostería donde ir a comprar algún tentempié para aguantar las largas y fructíferas horas de ficción en tecnicolor y cinemascope?

Es difícil saber exactamente cuándo cambió el mundo que recordamos para convertirse en el que nos rodea en este momento. A veces tenemos que ver fotos de cómo era algo para darnos cuenta de que hace mucho que ya no es así. Igual que pasa cuando nos topamos con una foto nuestra de hace mucho tiempo, una que no recordábamos y, de repente, nuestro rostro en el espejo, el que nos saluda todas las mañanas y que nos parecía tan normal, tan como siempre, nos resulta extraño al darnos cuenta de cuánto hemos cambiado, cuánto hemos envejecido, aunque sigamos estando bien y no hayamos dejado de reconocernos. Pero ya no somos los que fuimos y no podemos decir cuándo dejamos de serlo.

A veces oímos decir a un anciano “este ya no es mi mundo”, y tienen razón. Ahora nos pasa a todos cada vez más deprisa, cuando entramos en modo nostalgia y nos da por recordar cómo eran las cosas hace unos años, unas décadas. No eran necesariamente mejores en sí, pero, en nuestra memoria esas cosas vienen emparejadas con cómo éramos nosotros entonces, con quién estábamos, cómo nos vestíamos, qué ilusiones teníamos para el futuro, qué pasos estábamos dando para alcanzarlo. Ahora ese futuro es nuestro presente y, sin poder evitarlo, vienen las insidiosas preguntas: ¿Ha valido la pena? ¿Era esto lo que queríamos conseguir? ¿Era a esto a lo que aspirábamos? Cada uno, cada una tiene su propia respuesta.

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