Las cuidadoras del Servicio de Ayuda a Domicilio
Muchas veces me paro a mirar las manos de mi madre. Es un gesto que tomé como costumbre en marzo de 2020. Aquellos oscuros días de primavera, España parecía estar partiéndose, las muertes se sucedían por cientos cada día y yo solo podía pensar en las manos de mi madre. Las tenía rotas, agrietadas, secas, gastadas de tanto lavarlas bajo el chorro de agua fría. Mi madre es auxiliar de ayuda a domicilio, una de esas cuidadoras del SAD que tan poco salen en las noticias. Las mujeres del SAD son aquellas que cuidan a los mayores y personas dependientes en sus casas, una figura que nació con la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia, la conocida como Ley de la dependencia, que acaba de cumplir 15 años.
Eso de cuidar de los otros es un trabajo que llevan las mujeres haciendo toda la vida. Durante la pandemia, fueron, a veces, las únicas que entraban en las casas a cuidar de Loli o de Paco. Tantas, tantas personas mayores solas, enfermas, dependientes en mayor o menor grado que tenían en mi madre y sus compañeras un consuelo, un pequeño respiro de la soledad más terrible y cotidiana. Las cuidadoras del SAD —y escribo en femenino porque es un trabajo totalmente feminizado— se ocupan de lo cotidiano, de las pequeñas tareas que arman el día a día y sostienen la vida: jabonar una espalda, preparar un desayuno, cortar las uñas de los pies, cocinar un gazpacho, hacer la compra en el mercado, alimentar con cuchara a quien no la puede sostener entre las manos, acompañar del brazo en un paseo, dar conversación sobre cualquier cosa, el tiempo, la telenovela, escuchar las historias de aquella que empieza a olvidar quién es, quedarse al lado de una madre o un padre para que su hija pueda darse una ducha.
En Tiempo de cuidados, Victoria Camps reflexiona acerca de cómo la necesidad de cuidados ha existido siempre, pero hasta hace poco no se cuestionaba quién debía hacerse cargo. En una sociedad cada vez más envejecida, la necesidad de cuidarnos crecerá exponencialmente con la esperanza de vida. La ley de la dependencia vino de alguna manera a profesionalizar esa figura de la cuidadora. Hablando con algunas mujeres del SAD supe que, antes de la ley, eran los servicios sociales de los ayuntamientos los que ofrecían este trabajo de cuidados a mujeres víctimas de violencia de género, madres solteras y migrantas que llegaban pidiendo ayuda. Es un trabajo que, desde su creación, acoge a mujeres en situaciones vulnerables, de violencia y exclusión. Lo he pensado muchas veces: es un trabajo que nadie quiere, un trabajo que no se valora socialmente, que no existe. Sin embargo, todas las trabajadoras del SAD con las que he hablado me han dicho que les gusta su trabajo, que entienden la importancia de su labor para hacer que la vida de la gente sea más llevadera. La responsabilidad de los cuidados debe ser asumida colectivamente, pero es una carga casi secreta. En España hay aproximadamente 130.000 mujeres que trabajan en el Servicio de Ayuda a Domicilio, sin contar todas aquellas que cuidan en la ilegalidad.
Ver a mi madre tan expuesta como cuidadora me hizo ser consciente de lo precario que es su trabajo. Este es un trabajo como tantos otros, precario e invisible que, aunque sostenga la sociedad, se considera no productivo y, por tanto, se vuelve una piedra en el zapato para los políticos. Quizá porque la labor de mi madre se me antojó como un espejo —hacía poco me había convertido en madre y empezaba a experimentar la agotadora e invisible carga de los cuidados—, empecé a rascar un poco, hablaba con ella cada día, le pedía que me contara las historias de sus usuarios, las vivencias de sus compañeras, la veía agotada y sola porque es un trabajo costoso emocional y físicamente, inestable y muy mal pagado. Las manos de mi madre eran un símbolo del estado de nuestra democracia. Mientras los discursos políticos sitúan los cuidados en el centro del debate repitiendo la palabra hasta agotarla y vaciarla de significado, las mujeres del SAD —es una profesión tan feminizada y vulnerable como la de las kellys o las empleadas de hogar—, están solas sin nadie que vele por sus derechos laborales, por sus dolencias y por sus familias.
La media de sueldos ronda el SMI y eso para las que tienen jornada completa. Hay tantísima disparidad en la profesión que sorprende que se aumente el presupuesto de la ley en más de 600 millones de euros y ellas sigan cobrando la misma miseria año tras año. Hay algo que se me escapa como se le escapa a mi madre y a sus compañeras: ¿adónde va a parar todo ese dinero? La respuesta parece sencilla: a la empresa privada. Cuidar es un negocio, sobre todo, para las grandes empresas privadas como, por ejemplo, Clece, del grupo ACS, presidido por Florentino Pérez, y que gestiona la ayuda a domicilio en cientos de municipios de todo el territorio nacional. El SAD depende de cada autonomía y son los ayuntamientos los últimos responsables de la gestión de los fondos. La mayoría de ellos, en lugar de crear empresas públicas que los gestionen y aseguren un servicio de calidad —hay buenos ejemplos de gestión en Moclín (Granada) o Jerez de la Frontera (Cádiz), por ejemplo—, contratan a empresas privadas que imponen unas jornadas laborales con turno partido y en puntos de la ciudad muy distantes entre sí y no asumen los costes de los desplazamientos. En Sevilla, por ejemplo, hay cuatro empresas: Clece, Domusvi, Claros y Azvase. Las mujeres del SAD del mismo municipio ni siquiera tienen muchas veces las mismas condiciones laborales lo que produce una fragmentación y atomización tan imposible de salvar que la movilización sindical se vuelve difícil. Y, a pesar de ello, luchan, se sindican, pelean, se montan en un coche y se recorren cientos de kilómetros para apoyar a otras compañeras en la misma situación.
Sus peticiones son muy concretas: reconocimiento de enfermedades profesionales, evaluación de los riesgos laborales y reducción de la edad de jubilación. Y si se priorizara la remunicipalización sobre la privatización en los ayuntamientos, no solo se convertiría en un trabajo más justo, sino que estaríamos hablando de corresponsabilidad social. Ya lo escribió Carol Gilligan, creadora del concepto de “la ética del cuidado”: «el cuidado en un contexto patriarcal es una ética femenina; en un contexto democrático, el cuidado es una ética humana».
18