Dimitir nunca fue un verbo ruso
Dimitió Adolfo Suárez como presidente del Gobierno. Dimitió Alfonso Guerra como vicepresidente. Dimitieron Joaquín Almunia y Alfredo Pérez Rubalcaba como secretarios generales del PSOE por sendas derrotas electorales, al igual que Albert Rivera y Pablo Iglesias. Lo de la popular Cristina Cifuentes fue muy distinto porque ella no dimitió sino que más bien la dimitieron desde el PP después de que media España la viese robar dos cremas en un supermercado y la otra media debatiera sobre su falso máster. Diferente fue también lo de Pablo Casado, que el hombre nunca quiso marcharse, pero le obligaron a ello, tras plantarse ante los micrófonos de la emisora de los obispos para denunciar el sospechoso enriquecimiento del hermano de Isabel Díaz Ayuso con el cobro de comisiones durante la pandemia.
No, dimitir nunca fue un verbo ruso, como defendían en el 15M para expresar el hartazgo social ante la falta de costumbre en España a la hora de asumir responsabilidades políticas. Es un término conjugado en no pocas ocasiones. Y es, sobre todo, un acto de responsabilidad que unos asumen en primera persona y otros, sólo cuando sienten la presión de la opinión pública o les empujan a ello desde sus organizaciones políticas. Íñigo Errejón es un claro ejemplo de esto último, aunque lo hiciera tarde, mal y dejando una herida irreparable en el discurso feminista de la izquierda alternativa.
En el caso de Carlos Mazón se dan ambas circunstancias: lo piden los valencianos y lo desea su partido, pero él no tiene intención de hacerlo ni el PP de pedírselo ni siquiera tras la multitudinaria y clamorosa manifestación del pasado sábado en la que no se libró de los gritos de ¡asesino! La tragedia se ha cobrado ya 214 muertes. Y han sido tantas las mentiras, tantas las diferentes versiones y tantos los intentos de descargar sobre terceros las culpas, que a estas alturas es difícil creer que haya un solo español que ignore por qué no se envió a su debido tiempo la alerta que pudo salvar decenas de vidas tras la DANA que arrasó Valencia. Se llama irresponsabilidad, se llama incompetencia y, quién sabe, si un día se podrá probar también que hubo negligencia.
El presidente de la Generalitat mintió sobre los avisos de la AEMET y la Confederación Hidrográfica del Júcar; ha tardado más de una semana en desvelar dónde y con quién estaba mientras las riadas ya se habían cobrado varias víctimas; criticó por “exagerada” la decisión de la Universidad de Valencia de suspender las clases como medida de prevención ante el temporal y ha tratado de endosar su estricta responsabilidad a diferentes ministros del Gobierno de España. Primero lo intentó con Marlaska, luego con Margarita Robles y ahora pretende hacer lo propio con Teresa Ribera.
Si Interior, Defensa o Transición Ecológica actuaron con la celeridad debida o enviaron más o menos efectivos los primeros días de la catástrofe puede ser discutible, pero lo que no está en cuestión es quién fue el responsable de activar una alerta que llegó doce horas después de los primeros avisos de la AEMET y una vez que Mazón hizo la larga digestión de un almuerzo durante el cual decidió no atender llamadas ni de su gabinete ni del Gobierno de España. Y esto es algo que admiten en privado hasta los más oficialistas de un PP que, para proteger su marca y también a Feijóo, trata de chutar el balón de las responsabilidades sobre Ribera y por extensión sobre Pedro Sánchez por no tomar el mando de la crisis que de facto hace días que tomó. El motivo: no dar oxígeno al presidente del Gobierno.
Así lo han contado los genovitas a sus voceros, que lo han escrito como si se tratara de una estrategia digna de aplauso en lugar de un comportamiento indigno ante una tragedia con más de 200 fallecidos. Así que para el PP esto no va de responsabilidad ni de dar respuestas, sino de que Feijóo saque partido de la tragedia. Todo dicho: ocultar, manipular y crear falsos relatos es su única estrategia, tal y como ha recordado en estos días la Asociación de Víctimas del Metro de Valencia. Lo mismo hicieron durante la crisis del Prestige, el accidente del Yak-42 que costó la vida a 62 militares, los atentados del 11M y los protocolos de la vergüenza por los que fallecieron 7.291 mayores en las residencias de Madrid durante la pandemia.
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